La eufonía no hace literatura (I)

16 de diciembre de 2023

En los clubes de lectura hay socios que sólo saben opinar que el cuento analizado «está bien escrito» (el texto) o que «está bien contado» (la historia). Al lector, mero aficionado a la lectura, le cuesta salirse del maniqueo me-gusta/no-me-gusta que ha impuesto el (binario) lenguaje de Internet a una sociedad que antes era múltiple y dispar, porque nunca hemos sido todos iguales, digan lo que quieran ciertas ideologías.

El lector medio reduce su opinión literaria (que no crítica literaria) a emociones y sensaciones, olvidando que puede razonar. Quizá sea que dé pereza razonar, mientras «sentir» que algo gusta o disgusta lo hace cualquiera.

Cualquier chisgarabís tiene una opinión, y para darla apelará a sus emociones: nunca argumentará razones. No es lo mismo demostrar que se es tonto de capirote por no saber razonar que sentir algo diferente de lo que sienten los demás.

Y como Internet nos iguala a todos, y todos valemos lo mismo para Internet, la opinión de alguien con conocimientos vale lo mismo que la de un picapleitos metido a opinar de lo que no sabe, verbigracia, sobre el arquetipo de la mujer fatal (ejemplo tomado de la vida misma… le ocurrió a mi padre, que era escritor). El anonimato propicia la igualdad de todos… nos alinea con los perfiles más bajos, lo que indefectiblemente desemboca en la mediocridad general.

Quien opina debe dar razones, y explicarlas. No cabe decir «me-gusta porque está-bien-escrito» y exigir que se respete esa opinión, máxime cuando está basada en emociones y sensaciones personales.

Son los teóricos literarios del siglo XX quienes han colocado las emociones por encima de la razón para hacer su crítica literaria. La razón de ser de la literatura se desdibuja con aseveraciones del tipo «no es posible definir qué es literatura», o «literatura es todo».

Jesús González Maestro, crítico literario y catedrático de literatura, explica el error que esto supone con una frase: «Si todo vale como literatura es que literatura no vale nada». Cuando todo es igual, nada tiene valor.

En su Crítica de la Razón Literaria, González Maestro sí da una definición de literatura:

La literatura es una construcción humana y racional, que se abre camino hacia la libertad a través de la lucha y el enfrentamiento dialéctico, que utiliza signos del sistema lingüístico, a los que confiere un valor poético o estético y otorga un estatuto de ficción, y que se desarrolla a través de un proceso comunicativo de dimensiones históricas, geográficas y políticas, cuyas figuras fundamentales son el autor, la obra, el lector y el intérprete o transductor.

Crítica de la Razón Literaria, de Jesús González Maestro

Se puede estar a favor, en contra, o aceptar esta definición hasta que seamos capaces de elaborar nuestra propia definición de literatura. Yo voy a hacer uso de esta definición como base de estudio y análisis porque no conozco otra fundada en razones objetivas.

Uno de los requisitos de González Maestro para establecer qué es literatura y descartar lo que no es literatura, es que la obra sea ficción. Ensayos, biografías, epístolas y otros escritos desaparecen del imaginario literario y con ellos se elimina el artificioso cuarto género –el didáctico– quedando los clásicos narrativo, lírico y dramático.

En su definición Maestro no considera que la eufonía construya literatura, esos textos que están bien escritos, que suenan bonito, pero que cuentan poco o nada. La eufonía por sí sola no hace literatura.

Su definición es racional, objetiva y consistente, no es una definición sensible que deja a la interpretación subjetiva de cada cual si lo que lee es me-gusta o es me-disgusta.

La Crítica de la Razón Literaria es una obra de referencia para analizar, criticar y comparar textos literarios desde los postulados de la tradición literaria de la hispanosfera, nuestra propia tradición.

En nuestra tradición literaria la literatura busca desenmascarar el fraude ante el lector, mostrándole aquello que esconden las apariencias. Los hispanos leemos para instruir el ánima –leemos para aprender–, no para distraer el ánimo –no leemos para entretenernos–, como gustan los anglosajones.

Tradicionalmente los hispanos escribimos para mostrar al conocimiento, no para divertir a los sentidos.

Por supuesto tú puedes leer para lo que te dé la gana, no seré yo quien contradiga tus sensaciones y emociones. ¡Son sólo tuyos! Y por esto mismo no los compartas, que a nadie le interesan.

Tratando del cuento, que es lo que a mí me-gusta leer (me-disgusta leer novela) va a resultar que no son literatura esos textos breves eufónicos que hacen las delicias de los lectores nada exigentes que se contentan con leer para pasar el rato sin que la lectura les exija posicionarse, tomar partido, pensar, y enfrentarse al espejo implacable que devuelve lo que somos.

Llevo varios artículos sentando las bases para distinguir entre el cuento de la hispanosfera y el cuento de la anglosfera, al que he dado el muy extendido nombre de relato, que en definitiva se lo merece. Y he encontrado en las teorías de González Maestro la consistencia que faltaba en la crítica literaria.

En mi último artículo he hablado de la antología de cuentos recopilada por José María Merino. En su prólogo Merino coincide con lo que yo sostengo.

Habla José María Merino en el prólogo de «Cien años de cuentos (1898-1998). Antología del cuento español en castellano»:

Quiero advertir que a mediados de los años sesenta el cuento ha dejado de llamarse así, para adquirir la denominación de relato. En ese cambio de nombre hubo acaso un propósito de lo que se podría calificar «discriminación intelectual», que pretendía aclarar posibles confusiones con el cuento popular, o con el infantil. A mi juicio, aquello supuso una singular claudicación, porque el concepto de cuento, con todas sus posibles confusiones, remite a esa sustancia obligada de narratividad que, sin embargo, en el relato no resulta tan exigente, ya que cualquier narración, hasta un atestado de la guardia civil, podría presentarse bajo tal etiqueta.

(…)

En el que pudiéramos llamar período de eclipse del cuento, habría que citar, al menos, dos elementos de diferente influencia: uno, ciertos criterios que, al margen de valoraciones específicamente narrativas, adjudicaban muchos de los premios al texto más humano, o al que mejor enaltecía la virtud del ahorro, el ferrocarril, y motivos de similar trascendencia, lo que sin duda influyó en la pérdida de interés de los asuntos tratados, y hasta en el amaneramiento formal. También hay que tener en cuenta que eran los tiempos de aquella especie de debate que hubo entre el realismo social y el experimentalismo, tan estéril para nuestra narrativa.

Seguro que hubiera sido más modesto decir que soy yo quien coincide con José María Merino (miembro de la RAE –sillón m–). Pero es que Merino, con todo su conocimiento sobre el género breve, que es mucho más extenso que el mío (eso es indiscutible), no podía manejar en 1998 las herramientas que manejamos en 2023, la teoría literaria expuesta en Crítica de la Razón Literaria por el asturiano Jesús González Maestro, pues esta obra de referencia se edita años después.

Por eso es el Merino de 1998 el que coincide con mi idea actual sobre el subgénero narrativo del cuento en 2023 porque ese prólogo quedó capturado en el pasado y encapsulado entre las páginas de la antología mientras Merino y Maestro evolucionan en la búsqueda de la razón que debe definir el mundo del cuento (Merino) y de la literatura (Maestro). Merino, en 1998, coincidía en cómo pensamos ahora.

Lee la segunda y última parte de este artículo.

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