El origen del mal (y II)

10 de diciembre de 2023

Ve a la primera parte de este artículo.

El texto de Pombo relata el tedio que lleva a una pareja de no tan recién casados al esplín propio del matrimonio. El marido, opositor frustrado, mete en casa a un aguililla amigo del trabajo para introducir en el día a día de la pareja una novedad que rompa con la rutina.

Pero cuando la mujer comienza a flirtear con el amigo, éste pasa de querer irse por estar incómodo entre estos dos malavenidos, a arrellanarse en el sofá y a estirar las patas con toda confianza.

Llegados al busilis de la historia, el autor no remata la faena:

—Te advierto que te va de primera.

Esa frase encauzó esa primera noche de Fernando González en casa de Sergio y Menchu hacia su fin. Escena mansa y muda, con Sergio acariciándose la frente con un gesto mecánico y Menchu poniendo discos en el tocadiscos. El mecanismo demasiado brillante de la irrealidad tictaqueaba como un reloj sin agujas. Fernando se deshace el nudo de la corbata (ligeramente) y estira las piernas por debajo de la mesita de tomar café. No ha sucedido nada en absoluto. Ten misericordia de nosotros.

Hasta el propio autor por boca del narrador nos lo dice: «No ha sucedido nada en absoluto».

Podríamos pensar que Sergio, el marido, ha metido un zorro en su corral y pagará las consecuencias. O que la gallina se pavonea ante el nuevo gallo, bien atraída por él, bien para encelar a su pareja. O que el mono en la jaula intenta seducir a la gallinita delante del marido. Pero «no ha sucedido nada en absoluto». Ergo, no hay cuento, no hay acontecimiento ni hecho narrativo ninguno.

Pombo, al estilo anglosajón, mete tres personajes en la coctelera de un escenario y les deja moverse por él, pero sin directrices. Y claro: «no ha sucedido nada en absoluto».

Capítulo aparte, alguien tendrá que explicarme qué pinta en mitad de esta intentona de cuento, la vida, filiación y viudedad del jefe de Sergio y Fernando… La tentativa apunta subtramas noveleras de las que el cuento carece por definición.

Pombo se adscribe al estilo propio de la anglosfera, «esos sedicentes relatos que basan en su brevedad como supuestas ficciones la única razón de su existencia», como nos ha dicho Merino. Un texto que no aporta al lector nada para enfrentarse al desengaño de la vida.

¿Para qué leemos, pues, si no es para aprender? ¿O sólo buscamos entretenernos con estéticas estériles? ¿Leemos, entonces, para sentirnos felices? La felicidad es conformidad… Yo busco ser libre, y la libertad viene de la mano del conocimiento.

Podría argumentarse que Pombo busca sortear la censura franquista, que no aceptaría una infidelidad conyugal por parte de la mujer… Pues entonces, redarguyo, ha sido bien torpe con el final de su relato. Podría haber retratado a la esposa y al amigo tomando cafés juntos sin esperar al marido, y a reírse las gracietas mutuamente.

Si se me arguye que el cuento tiene sentido dentro del contexto del cuentario en que fue publicado, entonces el error habrá sido de Merino por descontextualizarlo. Leyéndolo en la antología no es un cuento, es un relato porque no sucede nada en absoluto.

Ha sido un placer asistir a dos clases magistrales de Merino en la Universidad de Oviedo, pero no basta con poner las manos juntas: hay que colocar la rodilla detrás, como hacen los buenos porteros, para que el balón no se cuele por debajo de las piernas. Y al maestro se la ha colado un colega de profesión.

Un amigo del autor podría decir que Álvaro Pombo sugiere… El sugerir es como el malmeter: no se dice nada pero quiere darse a entender…

Y cada cual entenderá según lo que sienta en ese momento (o dirá sentir lo que convenga a su discurso). Colocar lo sensible por encima de la razón implica que cualquier interpretación ha de considerarse válida.

Como si bien no todos podemos tener razón, pero sí que todos tenemos sensibilidades, es por ello que cualquier interpretación debe aceptarse como válida. ¿Por qué tu sensibilidad va a valer más que la mía? Amén de que las sensaciones son mudables –pues dependen de nuestro estado de ánimo– mientras el buen juicio y la razón son inmutables, ya que se basan en valores universales. Caemos con ello en el sofisma retórico de la tradición literaria de la anglosfera: cuando cualquier interpretación es válida, ninguna vale nada.

«Esa frase encauzó esa primera noche de Fernando González en casa de Sergio y Menchu hacia su fin».

Esa frase encauzó hacia su fin la primera noche de Fernando González en casa de Sergio y Menchu.

Otra cosa es que Álvaro Pombo hubiera escrito que la frase encauzó el matrimonio hacia su fin (grave sería que el escritor no haya sabido redactar lo que quería decir). Pero como no lo dice yo entiendo lo que ha escrito; no tengo por qué entender un subtexto que no está dado.

Que el matrimonio esté fracasando por tedio. Que la mujer flirtee con el macho que el marido mete en casa. Que el marido se acaricie ‘la frente’ con un gesto mecánico… En una situación semejante en la vida real, yo no querría pegar un patinazo coligiendo lo que no está claro. Eso sería malmeter, afición hermana del chismorreo y antesala de la difamación.

Qué ocurre si la mujer con su actitud, consciente o no, reactiva la pasión del marido hacia ella. En ningún momento se nos dice que el matrimonio queda desecho tras la entrada en el hogar familiar de una tercera pata para un trío.

Si la reconciliación marital no está en el subtexto, tampoco lo está la infidelidad. El narrador se queda en la insinuación, en un malmetimiento artero, en una insidia sin confirmar, en una asechanza maliciosa. Si en la vida real estaríamos difamando…, ¿por qué en literatura vamos a ser tan ligeros de cascos para entender lo que ni siquiera subyace? Por eso aquí no hay cuento: no existe ningún acontecimiento pues «no ha sucedido nada en absoluto».

Tampoco veo claves para la instauración de un trío activo, ninguna pista nos lleva a pensar en que Sergio y Fernando se ‘entienden’. Que en su vida privada el autor sí ‘entienda’ no significa que debamos meter necesariamente esa variable en la ecuación literaria, si es que se me permite usar un símil matemático hablando de literatura. Yo no veo atisbos de esa posibilidad por ningún lado, ni hoy ni en tiempos de censura pacata y puritana.

Te resumo este artículo para evitarte la relectura:

  • A partir de los años sesenta del siglo XX comienza una apertura en la dictadura española que lleva a que literaturas extrajeras circulen con facilidad en nuestra sociedad.
  • Llegan los relatos de hechura anglosférica donde priman las emociones por encima de la razón. Donde se tiende a novelar la narrativa breve. Textos en los que se relatan sensaciones y divagaciones, escritos que no cuentan nada y sólo sirven para entretener y no para mostrar las celadas que depara la vida.
  • La elite literaria española (como ha hecho siempre desde 1700) imita lo foráneo por entender que es lo óptimo, y lo pone en boga, desdeñando su propia tradición cuentística.
  • Llega hasta nuestros días la distorsión llamando cuento (o relato, para alejarse de la temática infantil) a todo texto breve con ínfulas de narrativa; «esos sedicentes relatos que basan en su brevedad como supuestas ficciones la única razón de su existencia».
  • Los relatos al modo de la anglosfera no cuajan con el carácter de los lectores hispanos (si bien algunos lectores se suben al carro de leer por entretener el tiempo) y por consiguiente decae –hasta caer– en la estima general todo lo relacionado con el cuento.
  • En la antología Cien años de cuentos, un trabajo recopilatorio de José María Merino, queda de manifiesto esta tendencia.

He leído dos obras más de la antología, uno de Elena Santiago (1941-2021) –segun Wikipedia nace en 1936– en el que sólo se relatan emociones, no se cuentan hechos, ningún acontecimiento existe, no hay ningún hecho narrativo con el que alimentar el magín.

Y otro de Juan Pedro Aparicio (1941), amigo filandonero de Merino, en el que lo que se cuenta es irrelevante. Una historia bonita sin más, pero que carece de interés. Una historia que costumbrea, una historia que cuenta la relación de un domador de equinos con un caballo que no le hace caso. Pero es que la psique animal, caso de existir, no nos aporta nada que aprender sobre las relaciones entre humanos, que es de lo que tratan los cuentos y la literatura en general.

Me temo que de aquí hasta el final Cien años de cuentos vaya a ser ‘Cuarenta años de relatos’ (¡algún cuento habrá…!). Me queda un tercio del libro. Viendo que al final aparece el insípido Tizón, que jamás cuenta nada, tengo pocas esperanzas.

No es de extrañar que el lector huya del género del cuento como el gato escaldado huye hasta del agua fría para no acabar cocinado y emplatado como si fuera una liebre.

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