Leyendo la antología del cuento español seleccionada por José María Merino (1941), he percibido un cambio en la poética de los cuentos –que se suceden en la obra ordenados por fechas de nacimiento de los cuentistas–, y pasan de ser cuentos a ser relatos, es decir, narraciones breves escritas según los gustos de la anglosfera.
El cambio, sutil, eso sí –que he tenido que volver páginas–, comenzó con el cuento de Francisco Umbral, y me quedó claro en el de Álvaro Pombo.
Destacaré brevemente los cuentos «que me tragué» sin darme cuenta de la sutil transformación, y luego le dedicaré un tiempo al cuento de Pombo.
Antes, unos datos.
La antología se titula Cien años de cuentos (1898-1998). Antología del cuento español, y está publicada en 1998.
Lamentablemente el libro no es redondo y no ofrece cien cuentos sino noventa. Creo recordar que en el prólogo Merino da una explicación de por qué noventa y no cien.
El volumen tiene 575 páginas: se trata de un trabajo valioso.
El primer cuento presentado es de Miguel de Unamuno (1864-1936) y pertenece a un cuentario publicado en 1912.
El último es de Juan Manuel de Prada (1970) y fue publicado en volumen en 1995.
Al comienzo el lector descubre cuentos de autores reconocidos, y hacia el final (han corrido 25 años) aparecen autores que o bien se han quedado por el camino del cuento o bien se han refugiado en la novela.
Uno hay que ha quedado orbitando en torno a los textos breves, pero que no escribe cuentos: lo suyo es otra cosa (ni él sabe qué exactamente). Hace pocas semanas le he dedicado un bisturí en esta bitácora: Eloy Tizón.
Y de esto precisamente quiero hablarte, de los textos breves que no son cuentos y que muchos se obstinan en hacerlos pasar por cuentos. No es de extrañar la ausencia de adeptos al cuento habida cuenta de que nos dan gato por liebre.
En la antología de Merino he encontrado que, en la hispanosfera, esta tendencia a no contar nada en un texto breve viene fraguándose desde los años sesenta del siglo XX.
La luz se me encendió con el cuento de Álvaro Pombo, que no cuenta nada. Volviendo páginas me doy cuenta de que la tendencia había comenzado después del cuento de Gonzalo Suárez (1934), Desembarazarse de Crisantemo, publicado en 1965.
El siguiente es de Francisco Umbral (1935-2007), La excursión, publicado en Teoría de Lola y otros cuentos (1995) –en Wikipedia consta como año de nacimiento 1932.
Hay un salto de 30 años entre las publicaciones de los cuentarios de estos autores que van seguidos en la antología según sus años de nacimiento, pero advierte Merino en su dación de criterios adoptados para la selección que el cuento puede haberse publicado en libro años más tarde de su primera aparición en prensa o revistas.
Hemos de entender que el cuento de Umbral debió publicarse en la madurez del autor, es decir, entre 1965 y 1995 (entre sus treinta y sus sesenta años).
Lo que quiero decirte es que la cronología que sigue Merino en Cien años de cuentos quizá no sea la mejor para mostrar mi teoría.
¿Qué cuál es esa teoría? Pues que a partir de la década de los sesenta del siglo XX se instala un afán imitativo de los textos importados desde la anglosfera entre los cuentistas españoles.
Quedará por investigar si la narrativa breve anglosajona en España tiene mayor expansión a partir de esa década, pero es claro que la apertura de la dictadura hacia Europa trajo facilidad para la difusión de obras literarias tramontanas y ultramarinas en España.
Empiezan a llegar ‘relatos anglosajones’ a España y aquí, leyenda negra mediante, como el mal atávico de la elite intelectual española aboca a la imitación de lo extranjero antes que a valorar lo patrio (has de leer Fracasología, de María Elvira Roca Barea), se pierde el gusto por nuestra tradición literaria hispano-greco-latina, como la llama el crítico de literatura Jesús González Maestro.
Y los nuestros, a imagen de la anglosfera, empiezan a escribir textos narrativos que anteponen lo sensible a lo inteligible. En Cien años de cuentos, y a pesar de todo lo que Merino dice en su prólogo, encuentro esa tendencia.
El cuento de Francisco Umbral es casi un cuento de costumbres, donde da valor a la sensibilidad de un niño enfermo que queda apartado de una excursión familiar.
Le sigue Manuel Vicent (1936), con Terror de Año Nuevo (Los mejores relatos, 1997), que si bien es un cuento fantástico –poco dada es la literatura de la hispanosfera a fantasías y maravillosidades–, sí se entiende en él una alegórica crítica a la sociedad. Es este un gran cuento.
A continuación la antología nos presenta a Ricardo Doménech (1938-2010) con Testigo imparcial (La pirámide de Khéops, 1980), que narra un hecho inexplicable que al quedar sin resolver lo sitúa también en el terreno fantástico. Si el cuento fue publicado durante la dictadura sí aporta una crítica estimable. De no ser así, es un texto ocioso.
Sigue Ana María Navales (1939-2009) con El castillo en llamas (Cuentos de Bloombsbury, 1991), donde se nos narra una historia que coloca lo sensible en el mismo plano de lo inteligible. Puede valer: el cuento muestra al lector un resorte de la mente humana… el rencor por una traición amorosa lesbiana.
Llegamos al cuento Un encuentro, de Javier Alfaya (1939-2018), publicado en El traidor melancólico, 1991.
Aquí no se nos cuenta nada. El texto sirve de excusa para narrar una crónica dolorosa de la Guerra Civil Española… una más de las tantas que cualquier conflicto bélico genera. Pero el cuento en sí no cuenta nada.
Alguien mutilado aparece de improviso en un pueblo a rendir visita a quien fue testigo (y cómplice con su silencio) de la crónica sangrienta que se nos refiere en el cuento. Y tras intercambiar palabras intrascendentes, se va. Punto final. Ni ajuste de cuentas, ni reproches, ni recriminaciones, ni absolutamente nada:
(…) Miró al viejo. Los ojos de éste ya no expresaban nada.
Dijo:
—Bueno, adiós.El viejo no contestó. (…).
Al menos nos ha contado una anécdota de la guerra fratricida, donde los reos eran bajados de un tren y fusilados a escasos metros de la estación de forma rutinaria. Ni siquiera rompe una lanza en favor del testigo cómplice con su mutismo apostillando que de haber protestado él también hubiera sido fusilado.
Y llegamos a Un relato corto e incompleto, de Álvaro Pombo (1939), del libro Relatos sobre la falta de sustancia (1977).
Bueno, claro, qué quieres, me dirás… si se titula «relato» e «incompleto», no puedes esperar otra cosa. Y viendo el título del libro, menos todavía, te digo yo.
Me ha decepcionado porque no cuenta nada, y me ha hecho ver que en 1977 ya se les llamaba relatos. Inconscientemente tal vez, sabían que no escribían cuentos.
La narrativa breve de tradición anglosajona no cuenta nada. Divaga, especula, pone en un escenario unos personajes, pero no les ocurre nada ni tampoco ellos hacen nada. Nos relatan sus emociones. Vale, yo también tengo… ¿y qué?
Merino nos dice en su prólogo:
(…) Pero todos [los cuentos que ha elegido], con sus diferencias de estilo, en la estructura y en el tratamiento del asunto, son verdaderos cuentos, no cuadros de costumbres, ni prosas poéticas, ni esos sedicentes relatos que basan en su brevedad como supuestas ficciones la única razón de su existencia.
Por encima de su trama y de su forma, en todos estos cuentos está presente el hecho narrativo, ese fenómeno que hace que un texto se convierta en un cuento, a pesar incluso del género al que pretenda adscribirse, porque en él se produce un movimiento interior, una mudanza dramática, una alteración capaz de otorgar repentina trascendencia al asunto concreto de que se trata, y que transforma la situación inicialmente planteada, o permite comprenderla dinámicamente, dotada de un sentido especial.
Desde que Merino ha escrito hecho narrativo en cursiva, todo lo que sigue lo hubiera podido resumir diciendo que el cuento debe presentar un acontecimiento. Lo dirá a la vuelta de la página.
Ya ves que tambien Merino (en 1998) reniega de las «prosas poéticas» y abomina de «esos sedicentes relatos».
Pero con el cuento de Pombo se ha metido un autogol.
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