De enfermedades incurables

24 de enero de 2021

Tengo una amiga que, el miércoles lo supe con certeza, padece una enfermedad incurable, y me ha dado una gran pena certificarlo.

Y aunque la ciencia médica avance a pasos agigantados en las próximas décadas, la Psiquiatría será incapaz de curar esta dolencia, que se enmaraña cual rey de las ratas con otros males similares, conformando un cuadro clínico complejo e insoluble.

La dolencia de mi querida amiga camina por la senda que nos mostró Cervantes en el Quijote: personas que razonan perfectamente pero que en tocando su tema desvarían y ven vestiglos y endriagos en cada escaparate o aflorando por cualquier alcantarilla.

El lector lo habrá adivinado: la dolencia de mi amiga se llama radicalización política. Da igual que vaya con la extrema mierda o que gire con la extrema hez: siempre defenderá a ultranza el ideario dictado por los de su bando, nunca verá sus errores o incongruencias.

El mal de mi amiga no se limita a ejercer en el país en el que vivimos: ve gigantes en las noticias, castillos en las empresas y ejércitos ovinos en los parlamentos de otros países, y opina con toda su ignorancia sobre la política internacional y asegura tener en el ordenador de su casa pruebas concluyentes que las supuestas víctimas en sus respectivas naciones dicen atesorar hasta que les interese mostrarlas.

Es curioso que viendo que esas supuestas víctimas no hacen valer esas supuestas pruebas ante los tribunales de sus democráticos países aun a riesgo de aparecer como villanos nacionales para la opinión pública y para la historia, mi amiga cree posible que alguien bien informado se las ha enviado a ella con especial dedicación, pidiéndole que sea prudente con información tan secreta. Y se erige en orgullosa custodia de esas charadas con el mismo celo que las sibilas salvaguardaban los oráculos en la antigüedad.

Enlazan estos dolientes su chifladura con otra que la galvaniza, complicando así su cuadro clínico y haciendo imposible la solución a sus males: la conspiranoia.

Trasgos y duendes se les aparecen detrás de cada información y acaban creyendo ver mensajes cifrados en los telediarios, y graban y repasan los vídeos de altercados internacionales a cámara lenta en busca de imágenes subliminales que demuestren sus teorías conspiranoicas; pero si nada aparece lo achacan, no a encantamientos, como don Quijote, sino a un trabajo previo de eliminación que les reconfirma en sus sospechas. Han encontrado un aliado en las nuevas tecnologías que todos tenemos en casa y aun llevamos en el bolsillo, y utilizan estas herramientas para ahondar en su descenso al abismo.

Se sientan a los mandos de su ordenador personal desde un anodino piso incrustado en un bloque de quince alturas y ocho manos por planta, rodeado de otros once bloques iguales en un barrio obrero de una megaurbe, y se sienten los dueños del mundo, al igual que Robur, el antihéroe creado por Jules Verne. Ignoran que existe la Internet profunda (quita, quita, que trae virus) y limitan su mundo digital al Whatsapp, el Facebook y el Twitter (curioso que llevar un blog lo vean «mucho trabajo»).

Disertan entre ellos sobre un nuevo orden mundial y escuchan explicaciones de megamacroplanes que nunca fallan. (Y yo, que planifico un fin de semana y hay cosas que no me salen, y van los capitostes y no fallan una, oyes, y todo les sale a pedir de boca, y hasta logran cambiar la mentalidad del mundo entero). No ven que estos renacidos jeremías del nuevo orden mundial (el cambio climático ha dejado de cotizar en las apuestas) dan las explicaciones a toro pasado rodeándolas de oscurantismo apocalíptico, de rancias sectas secretas, de hipóstasis truculentas, de hipotéticas hipótesis y de futuribles sobrecogedores; y preconizan la vuelta de Fu Manchú (el peligro amarillo, que existir existe, pero no como para entrar en paranoia existencial).

La Psiquiatría, decía, es incapaz de manejarse con este no tan reciente tipo de desvarío. Y ello porque esta locura es colectiva; son legión los que padecen estas permanentes crisis alucinatorias, y gracias a las herramientas que llamamos nuevas tecnologías se apoyan y retroalimentan unos a otros haciendo mucho ruido sin que haya nueces.

Del campo de la Psicología tampoco parece que podamos esperar mucho, puesto que, ya lo he dicho, en tocando a su tema esta gente es incapaz de razonar, y se encastillan en sus chaladuras cual ostra marina. No aceptarán ningún razonamiento sobre la infalsabilidad de sus teorías conspiranoicas.

La reacción de mi amiga a mi posicionamiento sobre un tema concreto, en el que no le daba la razón, ha sido banearme tanto en Whatsapp como en Telegram. No me extrañaría que si le envío un SMS pidiéndole explicaciones me denuncie por acoso. Llegamos, pues, a una tercera dolencia que se adosa a las dos anteriores: una suerte de tremendismo en la vida real, que no en la literatura (recordemos que el tremendismo es una corriente literaria española de mediados del siglo XX). Es el tremendismo de ofendiditos e indignaditas que exigen libertad de expresión para catequizar con sus paparruchas, sus bulos y mentiras, como si fueran dogmas. Y si no crees, es que… ¡¡estás perdido!!

Siempre hay algo que tú no ves pero ellos sí. Una información que ellos tienen y tú desconoces.

El cuadro psiquiátrico de estas personas, y de mi amiga, enmadeja líneas de pensamiento desquiciadas que tienden a formar algo así como un nudo gordiano cuya solución queda fuera del alcance de las disciplinas mencionadas. Y por eso no espero ninguna mejora en la enfermedad de mi amiga. Me da pena verla así, pero sólo puedo asumir el baneo y borrarla, pues, de mi teléfono para que sus datos no me ocupen espacio, porque la verdad es que tampoco me apetece tener tratos con enfermos mentales de esta índole, personas que han suspendido la incredulidad en el mundo real al igual que hacemos con la literatura.

Feo futuro nos espera, porque aunque no se trate de una enfermedad infecciosa, sí es cierto que este cuadro clínico encuentra acicate en la falta de cultura y en la deficiente educación que los políticos se están encargando de promover. Estas carencias han llevado a que la sociedad acepte desde hace tiempo y exija ahora anteponer los sentimientos a la razón, verbigracia el desaforado amor a los perros que invade incluso a personas otrora centraditas mentalmente. Mientras tanto los dirigentes gobiernan a golpe de like y dislike (en inglés, que a los tontos les mola más).

Los científicos están avisando de que el cociente intelectual está disminuyendo en estas últimas generaciones. Y sin querer ser agorero, derrotista o apocalíptico, sí es verdad que no puedo sentirme optimista: nos vamos a una Segunda Edad Oscura en Occidente.

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