La hambre que todo lo iguala

23 de marzo de 2024

La cocina del escritor.—
Hablando por teléfono con una amistad de un tema sensible y delicado me dice que tenemos que concluir la conversación porque acaba de llegar su pareja y tienen que entrar en el supermercado. Cuando leas el cuento sabrás qué fue lo que añadió.

Y es que hay veces que estas cosas te pillan con la antena conectada y otras veces los cuentos te pasan por delante y nunca te enteras de que los estás perdiendo. Llevaba varios meses de sequía cuentística porque estoy más dedicado a escribir artículos de opinión. Y con la antena de onda media no coges la frecuencia modulada. Espero que el cuento te ponga a pensar en los descabalados momentos que vivimos actualmente. Es lo que busco.

La hambre que todo lo iguala: la receta del cuento Mostrar

 

La hambre que todo lo iguala   
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La hambre que todo lo iguala
***

(cuento – 1.762 palabras ≈ 7 minutos)

Y llegó… Por fin llegó el hambre que tampoco iba a despertar conciencias causando dolor en las carnes porque el pueblo embotado esperaba que pasara como acabaron pasando las pandemias.

Los agoreros llevaban tiempo profetizándola, pero siempre a los desavisados estas cosas les parecen lejanas mientras no se hacen realidad.

Políticos nefastos que sólo entendían de cambiar leyes para bañarse en los me-gusta de las redes sociales.

Políticos faltos de escrúpulos que pactaban con delincuentes, y que recogían dádivas de narcotraficantes a la vez que reducían las penas de los pistoleros y de los comerciantes de humanos.

Políticos ni siquiera corruptos porque ya llegaron podres al poder –pues quien se corrompe ha de transitar un circuito de vergoña e indignidad–, sino políticos despóticos unos, y otros alienados por una ideología trasnochada surgida en un lejanísimo siglo XIX.

Políticos estultos e ignorantes que odiaban a su propio país porque antaño estuvo gobernado por quienes les ganaron una guerra fratricida, y por un dictador que para cuando ellos nacieron llevaba tiempo yaciendo en su tumba.

El hambre también llegó por la permisión de migraciones sin control, por relajar el control en las propias fronteras, por no fomentar en la juventud la cultura del esfuerzo y el compromiso por la excelencia. Por hacerse caso de pirañas de inversión que sumieron al mundo en un caos del que poder sacar provecho, porque en toda hambruna no escasea la comida sino que se negocia el reparto que se hace de ella. No compensaba pagar combustibles para llevar alimentos a los mercados. El hambre comenzó por el desabastecimiento.

En las zonas rurales quien más quien menos tenía conejos, o un cordero que sacrificar, y sabían matarlo sin remordimiento para comérselo.

Pero mientras quedaban recursos en el campesinado, en los pueblos –pequeñas zonas urbanas enclavadas en las zonas rurales– se mantenía cierta productividad con medianas empresas locales necesarias siempre y que ante la crisis exigían por sus servicios en consonancia con su calidad y la demanda que tenían.

Pero el dinero que seguían facturando no servía para comprar una comida que no se encontraba en los estantes de los mercados, por lo que tuvieron que organizarse para utilizarlo…

Nadie previó el desabastecimiento salvo quienes dirigían los grandes grupos inversores, que se habían garantizado para sí y para sus familias y allegados el suministro diario.

No es que los supermercados hubieran cerrado, sino que unas veces había comida y otras no. Los acaparadores traficaban con sus abastos y obtenían un dinero de ese tráfico que revertían en continuar enriqueciéndose, llegando a comprar camiones de suministros que nunca llegaban a los muelles y dársenas de los supermercados.

La delincuencia ganó las calles en las urbes. Los policías, también con hijos, incautaban alijos de productos de abastecimiento con los que comerciaban entre ellos, a veces a cambio de favores retornables.

Los políticos no pasaban hambre. Ante el desastre exhibían una modestia y una compunción en los medios de comunicación que los ciudadanos sabían impostada pues lucían carnes rechonchas y sonrosadas mientras pedían calma y compromiso a una población que los mantenía en el poder con sus votos porque no sabían hacer otra cosa y les causaba pereza la posibilidad de perder la vida en una algarada. En la inservible ideología decimonónica siempre aprieta el miedo al rival. El mundo había cambiado y tras la fe en el trabajo colectivo se había destapado el enriquecimiento de sus oligarcas.

Y en medio de esta intrincada situación real es que ocurrió esta historia verdadera.

Juan Pedro bajó al supermercado para hacer cola desde bien temprano porque tenía turno de tarde en la fábrica de componentes eléctricos. Apenas quedaba comida en la despensa de ningún domicilio. Se compraba para comer al día, si había comida ese día. Juan Pedro a veces no miraba su lista de la compra porque debía comprar lo que hubiera. Sí tenía en mente que debía llevar un estuche de jamón de York para la cena de su hijo pequeño.

Personal de seguridad vigilaba el acceso al supermercado y vigilaba que cada cliente sólo llevara una unidad de cada producto. El gobierno por fin había regulado contra los acaparadores, aquellos que llegaban y arrasaban con un palé de productos que luego revendían sin salir del aparcamiento del supermercado. Lo tuvo que hacer cuando estos inversores se convirtieron en mafias que llegaron a operar al alimón, y hasta con violencia cuando un vecino protestaba por los precios abusivos.

Juan Pedro había previsto el itinerario que iba a hacer por los pasillos del supermercado en cuanto abrieran. Corría el riesgo de quedarse sin los productos que dejara para el final. Pero a la vez debía optimizar su recorrido, porque si bien el personal de seguridad no dejaba acceder al supermercado una avalancha de personas, los primeros en entrar iban vaciando lo poco que había para desesperación de los que quedaban fuera, aguardando a que fueran saliendo con su compra.

Delante de Juan Pedro, haciendo cola, estaba una setentona que no tenía hijos pero que aún conservaba un perro faldero que nunca sacaba de casa por temor a que se lo robaran para hacer un nutritivo caldo. Habían desaparecido muchos perros de esa forma y ya no quedaban gatos callejeros, que hacen buena paella.

Las colas que se formaban habían terminado por ser silenciosas. Aparte de que no abundaban los ánimos en la población, nadie quería dar información sobre sus intenciones entre los pasillos del súper. Porque divulgando sus intenciones alguien podría encarecerle ese producto.

Las miradas eran torvas, como corresponde a los competidores excluyentes. La victoria de uno implicaba la derrota de otro. La cooperación no podía existir. No lo permitía el sistema. Nadie hubiera podido retirar dos cartones de leche de las góndolas para cambiar uno por una lata de tomate frito, pues hubieran sido expulsados inmediatamente, impidiéndoles hacer la compra de ese día.

Rostros serios, miradas hoscas, respiraciones que se contenían, pulsos que se aceleraban cuando veían al guardia de seguridad aproximarse a las puertas para ir contando los afortunados que entrarían en primer lugar: treinta. Los demás tenían que esperar a que abandonara alguien el establecimiento para acceder. Y esos minutos eran una agonía.

Juan Pedro había hecho un cálculo mental y entraría en cuanto el séptimo comprador abandonara el supermercado. Pensó en cambiarle el turno en la cola a la setentona del pelo cardado que tenía delante, pero no supo qué ofrecerle. Si alguien quería avanzar en la cola debía ir ofreciendo algo a cambio a cada uno de los que quisiera adelantar. No servía con ofrecer algo a cualquiera de los primeros para tomar su puesto en la cola porque eso hubiera dado lugar a pagos previos por hacer cola y hubiera supuesto una ventaja para los más acaudalados. Todas estas disposiciones se habían ido regulando a medida que surgían los conflictos por la necesidad que padecía la población.

Por fin entraron los treinta primeros. La cola se agitó primero, luego se desplazó, y al cabo quedó detenida, pero mantuvo una ebullición interna que no existía mientras el supermercado estuvo cerrado al público.

Pasados veinte minutos comenzaron a abandonar el supermercado los primeros. Como quiera que la salida era la puerta de entrada, todos los que esperaban su turno iban mirando con expectación los productos que sacaban en los carros. Estaba prohibido introducir bolsas de compra en el interior del súper en aras de una inútil transparencia.

El trasladar la compra del carro al maletero era un momento delicado porque ya se habían dado conatos de robo que los guardias de seguridad castigaba muchas veces con contundencia. La salida del aparcamiento del supermercado era más arriesgada porque solían apostarse informantes que daban la matrícula de quien transportara lo que iba a ser un suculento botín.

Por el bien del ciudadano el gobierno había limitado el máximo de compra a un número de unidades. En los primeros días de la carestía se había limitado a una cantidad de dinero, pero la constante inflación abocaba a que el gobierno regulara continuamente ese límite, por lo que se decidió limitar la cantidad de productos a retirar, independientemente de que los productos fuesen de alimentación, de higiene o de limpieza.

Juan Pedro vio cómo la setentona entraba renqueando con su cadera ancha, utilizando el carrito como un andador. Se le hizo eterna y angustiosa la espera para que saliera el siguiente, pero evitó mostrar su impaciencia obligándose a respirar con normalidad y controlándose cualquier tic delator: un taconeo, un tamborileo, un canturreo.

Acabó llegando su turno.

Prohibido correr por los pasillos so pena de ser expulsado… Prohibido acelerar el paso so pena de ser expulsado… Prohibido retirar los productos de las góndolas con ademanes enérgicos… Los carteles recordaban las prohibiciones en un Estado en el que habían desaparecido las libertades.

Juan Pedro tenía su lista memorizada a fin de no perder tiempo consultándola. Aun así, la llevaba apuntada en las manos como en sus tiempos de colegial. Recordó el recorrido óptimo que había diseñado, sufriendo los nervios propios de una competición deportiva. Cada día era diferente en función de sus prioridades. Había decidido dejar los productos de limpieza para el final.

Se dirigía a retirar un paquete de yogures cuando con un leve giro del cuello miró la sección de charcutería. Los yogures eran para Pedrito, y el jamón de York también. Al girar la cabeza comprobó que sólo quedaba un estuche con unas finas lonchas de jamón y, sin acelerarse, decidió variar su rumbo. Por el pasillo venía anadeando la setentona, que retiró según pasaba, sin detenerse, un pequeño queso de la góndola refrigerada.

Juan Pedro no pudo dejar de admirar la habilidad de la vieja. Todavía le quedaban unos pocos metros y la señora iba mirando hacia el mueble de enfrente, por lo que Juan Pedro supo que ese último estuche de jamón de York lo llevaría a casa para Pedrito.

Mas cuando llegaba a la altura del estuche y empezaba a estirar la mano, la vieja obstruyó su paso con su carro. Prohibido chocar los carros bajo pena de expulsión. Y las cámaras delatoras eran insobornables. Así que Juan Pedro hubo de hacer un cambio de dirección porque cualquier árbitro de baloncesto hubiera pitado que la setentona tenía la posición tomada y que Juan Pedro chocó contra ella pudiendo evitarlo.

Prohibido perder contacto con el carro para retirar los productos so pena de expulsión…

Y la vieja estiró la mano para retirar el último estuche de jamón de York, mientras se le escapaba a media voz lo que debió ser un balbuceo para ella misma: hoy cenas jamonllor, Trusqui…

Losange Sable
enero 2024

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