Enseñar el Cuento XXXII – El conde Lucanor a editores y poetastros y poetastras

21 de abril de 2021

En los fastos en torno al Día Internacional de la Poesía, los editores desde sus editoriales han intentado hacer un esfuerzo en pro de un género que entre todos están enterrando. Poetas apenas quedan… Así que los editores han acabado echando tierra al hoyo por dar cobijo al absurdo que en este artículo voy a mostrar. Aunque si no les llega otra cosa…

(—¡Carajo!, niéguense a publicar chorradas presentadas como si fueran poesía a base de truncar frases).

Durante esos días, webs y blogs literarios presentaron… no diré versos porque más parecen burlas al lector.

Como soy viejo, gusto de poesías con métrica, ritmo y rima. Pero entiendo y asumo lo que se ha dado en llamar verso libre. Quizá sea más fácil, aunque no tan lírico, no constreñirse a una métrica y a una rima para expresar ideas profundas con bellas palabras que nos remuevan, nos evoquen, nos ensueñen y nos acunen mientras reflexionamos sobre realidades intangibles (toooma oxímoron).

Quizá el último poeta ha sido Blas de Otero. O quizá todavía queden quienes se esfuerzan midiendo versos, pesando sílabas, haciendo sonar las palabras. Lo cierto es que desde que se instauró el verso libre cualquiera se cree con licencia para matar a la poesía.

Si la poesía ha de subsistir gracias a esos campeonatos de poesía –he acudido a alguno, que llaman muy anglosajonamente, quizá para ocultar la vergüenza, Slam Poetry–, lo mejor será cerrar la tapa, echarle la última palada, y olvidarnos durante unos decenios de que en nuestro mundo existió algo llamado poesía.

Pero aunque entre todos acaben enterrando a la poesía, la poesía nunca morirá. Tampoco murieron las Bellas Artes, que fueron recuperadas en su esplendor en los años llamados del Renacimiento. Costó siglos recuperar aquellos mármoles y aquellos frescos, pero se pudo rescatar aquel arte que alguna vez los animales humanos creamos para solaz del espíritu y recreo de los mortales.

Igual ocurrirá con la poesía. Muchos años después de apelmazar la tierra sobre ella llegarán nuevos poetas y poetisas que trabajen sus versos en el pupitre de la ilusión sonora (porque la poesía debe sonar angelicalmente). No alcanzo a entender cómo una palabra tan bella como poetisa es denostada por las mujeres que hoy en día se dedican a truncar frases con furor. Es el signo de los tiempos, tiempos de indignaditos y ofendiditas aburridas y aburridos de su vida gris e infeliz.

Quizá nos estemos abismando en una Segunda Edad Oscura y el entierro de la poesía sea un indicador visual de la entrada en ese turbio pozo al que se dirige nuestra sociedad.

Entiendo (yo entiendo) que una poesía debe rimar. Pero también entiendo que existan bellos poemas que no tienen por qué rimar, pero sí expresar excelsos sentimientos con economía de palabras bellas y sonoras. A falta de rima, la métrica y el ritmo toman el control de la nave.

Poesía no es truncar las frases diciendo obviedades, majaderías, chascarrillos ocurrentes o ideas felices o trasnochadas.

Veamos unos ejemplos. Comencemos con Itziar Mínguez, paisana mía:

Siempre que decides sacar
el paraguas del bolso
y dejarlo en casa
llueve

y aun así
muchas veces
vas
y lo sacas

y luego te quejas
de que te has mojado

¿no será que después de todo
te gusta la lluvia?

Al otro lado del charco la cosa no mejora. Veamos a Estela Figueroa en Argentina:

Suspiro dentro de un vaso
que era para flores.
Un suspiro lo limpia.
Otro lo empaña.

Y ahora vayamos con Isabel Zapata, en México:

Una ballena es un país de fronteras difusas,
un país que no aparece en los mapas,
que bien podría estar inscrito
en la Breve guía de lugares imaginarios
entre Balnibarbi (tierra de hombres distraídos)
y Barataria (la ínsula que el Quijote encomendó a Sancho Panza).

Vista desde arriba una ballena es una isla de piedra
flotando a la mitad del océano.

Todas estas frases no son más que dicharachos y ocurrencias que ni siquiera son ingeniosas, y que se truncan para engañar a los bobos con un espejismo de poesía.

Dejando aparte el hecho de que «el Quijote» es la novela, y que el personaje es don Quijote; y obviando que don Quijote no encomendó ínsula ninguna a Sancho Panza, sino que la encomienda fue del duque (pero hay que haberse leído el Quijote antes de ponerse a escribir sandeces), quiero decir alto y claro que NADA DE ESTO ES POESÍA, señores editores, señores críticos en weblogs, señores presentadores de nuevos libros mal llamados de poesía, señores encantadores de serpientes todos ustedes.

Repito para que quede claro: Lo de arriba NO ES POESÍA. Truncar frases no es hacer poesía.

(—Corear esto como poesía acabará enterrando la poesía. Carajo, editores, elijan mejor sus bazas).

EDITO:
No sólo son mujeres las que se sienten felices creyéndose poetas por mor de truncar frases. Veamos en Chile los esfuerzos de Ernesto Guajardo:

carniza de los vientos,
trae a mí las hilachas del que recuerdo,
extiende lo pútrido sobre este vaciadero de arenas
el amado hedor,
un indicio

tanto desplazarme en círculos
acostumbró la memoria de los pasos
la nueva senda será la que tú señales, carniza.

Éste no sólo trunca frases sino que trunca el discurso, con el detalle de que no se gasta en titular sus… diré poemas para no armarla… sino que los numera: uno, dos, tres, cuatro. Este de arriba lo ha titulado Cinco, y se ha quedado tan ancho.

A todos ellos, supuestos poetas y editores, críticos y vendedores de novedades editoriales, les contaría el Cuento XXXII – El conde Lucanor, del Infante don Juan Manuel. Este cuento precede en más de 500 años a otro muy similar, pero más famoso, construido por Hans Christian Andersen. ¿Plagiado o versionado?

Cuento XXXII – El conde Lucanor

(cuento – 1.298 palabras ≈ 4,5 minutos)

Lo que sucedió a un rey
con los burladores que hicieron el paño

Otra vez le dijo el Conde Lucanor a su consejero Patronio:

—Patronio, un hombre me ha propuesto un asunto muy importante, que será muy provechoso para mí; pero me pide que no lo sepa ninguna persona, por mucha confianza que yo tenga en ella, y tanto me encarece el secreto que afirma que puedo perder mi hacienda y mi vida, si se lo descubro a alguien. Como yo sé que por vuestro claro entendimiento ninguno os propondría algo que fuera engaño o burla, os ruego que me digáis vuestra opinión sobre este asunto.

—Señor Conde Lucanor –dijo Patronio–, para que sepáis lo que más os conviene hacer en este negocio, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.

Y el conde le preguntó lo que había pasado.

—Señor conde –dijo Patronio–, tres pícaros fueron a palacio y dijeron al rey que eran excelentes tejedores, y le contaron cómo su mayor habilidad era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos de quienes todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista por quienes no fueran hijos de quien pasaba por padre suyo.

»Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio sabría quiénes eran hijos verdaderos de sus padres y quiénes no, para, de esta manera, quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si no son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala grande para que hiciesen aquella tela.

»Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar en aquel salón hasta que terminaran su labor y, de esta manera, se vería que no había engaño en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio oro, y plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después quedaron encerrados en aquel salón.

»Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas horas tejiendo. Pasados varios días, fue uno de ellos a decir al rey que ya habían empezado la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué figuras y labores la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo, sin compañía de ningún consejero. Al rey le agradó mucho todo esto.

»El rey, para hacer la prueba antes en otra persona, envió a un criado suyo, sin pedirle que le dijera la verdad. Cuando el servidor vio a los tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no se atrevió a decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey que la había visto. El rey mandó después a otro servidor, que afamó también haber visto la tela.

»Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber visto el paño, el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio a los falsos tejedores hacer como si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os place esta historia? Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores». Y aunque los tres se mostraban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no habían tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la tela, que otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la veía porque no era hijo del rey, su padre, y por eso no podía ver el paño, y temió que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó mucho la tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían mostrado. Cuando volvió a palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y primores de aquella tela y les explicó los dibujos e historias que había en ella, pero les ocultó todas sus sospechas.

»A los pocos días, y para que viera la tela, el rey envió a su gobernador, al que le había contado las excelencias y maravillas que tenía el paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las figuras y labores que tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que el rey las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía su padre y pensó que, si alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la tela, tanto o más que el propio rey.

»Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto la tela y le alabó todos sus detalles y excelencias, el monarca se sintió muy desdichado, pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había sucedido en el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de la tela y la destreza de aquellos que la habían tejido.

»Al día siguiente envió el rey a su valido, y le ocurrió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta manera, y por temor a la deshonra, fueron engañados el rey y todos sus vasallos, pues ninguno osaba decir que no veía la tela.

»Así siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas mayores y pidieron al rey que vistiese aquellos paños para la ocasión. Los tres pícaros trajeron la tela envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la desenvolviesen y, después, preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba. El rey les indicó el traje que quería. Ellos le tomaron medidas y, después, hicieron como si cortasen la tela y la estuvieran cosiendo.

»Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a decir que él no veía la tela.

»Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo, montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el rey no padeció el frío.

»Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que, aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: «Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».

»El rey comenzó a insultarlo, diciendo que, como él no era hijo de su padre, no podía ver la tela.

»Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.

»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.

El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.

Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:

A quien te aconseja encubrir de tus amigos
más le gusta engañarte que los higos.

Infante don Juan Manuel (1282-1348)

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