Me tengo por buen observador. Igual no lo soy tanto como yo creo, pero es una de esas características que, imposible de medir, sí permite comparación. Y mi ojo articulista debe ser más observador que mi ojo cuentista, así que ahí va este artículo, redactado en primera persona del plural para no zaherir susceptibilidades.
He observado, hablando con lectores, que a la hora de leer un cuento (o novela) anteponemos nuestras convicciones para juzgar el texto que cae en nuestras manos. Si el cuento no comulga con nuestras convicciones, no damos el paso a valorarlo literariamente.
Esta sociedad que hemos construido entre todos (quizá vivimos en la peor sociedad que podíamos haber construido —gracias Mayda por la frase—) nos ha perfilado una mente maniquea: o me gusta o no me gusta.
Pero por debajo del discernimiento nos horada la corriente de nuestras convicciones políticas, que lamentablemente han vuelto a dividir a la sociedad. Antes (y no sé muy bien qué tiempo es «antes») veíamos con distancia a las personas cuya vida era la adhesión política, y nos compadecíamos de su afición seguidista. Ahora todos nos adscribimos a una causa, y vemos con distancia a quien no defiende ningún credo político.
Al permitir que las adhesiones políticas nos socaven con su maniqueísmo —la sociedad se está polarizando entre perroflautas izquierdotes y trogloditas derechones—, si un cuento rema en contra de las etiquetas enarboladas por el credo político al que voluntariamente hemos decidido seguir, el cuento no nos gusta.
Y si no nos gusta, lo apartamos (y nos enfadamos) y no le concedemos el juicio justo de una crítica literaria: trama y argumento pasan a segundo plano ante el tema y su tratamiento. Tratamiento del tema al que pedimos que confirme nuestras creencias político-sociales.
Esta rabietina que nos agarra por el gañote —impidiéndonos pensar con mente propia y crítica— afecta a lectores y editores, dos de los eslabones de la cadena del libro.
Como lectores, dinamitamos una de las bondades del género del cuento: nos negamos a abrir la mente a otras visiones, a comprender otras formas de entender la realidad. Impedimos que el cuento nos acerque posiciones con nuestros convecinos o compatriotas: o blanco o negro, o rojo o azul… ¡Otra vez! 😥
Entre los editores —puesto que no hay superhombres, esta cerrazón partidaria es común en toda la sociedad— si llega un cuento a una revista o una colección de cuentos a una editorial, y la temática tratada no navega con rumbo a su ideología personal, tampoco el editor pasará a enjuiciar los valores literarios de nuestra obra.
Y en cierto sentido tiene sentido, y perdón por la redundancia. Si nuestra obra está bien escrita, el editor no va a poner sus medios editoriales a nuestro alcance para que catequicemos a la población, para que le abramos el ojo crítico desde nuestras teclas. El editor no mira que quizá tenga en sus manos un libro que podría venderse bien, haciendo caja, ni le importa dejar de hacer justicia literaria estrangulando nuevos valores.
Si el escritor es hábil y quiere publicar tendrá que escribir sobre temas (y tratarlos de forma) que sorteen y soslayen esta censura ideológica, que siempre ha existido.
Nos estamos recluyendo en poblados ideológicos. Es lo que hay… vivimos ya en una distopía. O igual no soy tan buen observador como creo…
P.D.: Ahora ya sabes por qué los cuentos hoy día hablan de sentimientos de personas sin oponerse a la corriente, el mainstream; como todos tenemos uno (un sentimiento igual), todos nos identificamos con el cuento. Un cuento de un hombre que es objeto de sexismo laboral lo tiene muy difícil para ser publicado.
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