Crónica del último día

15 de mayo de 2018

Hoy, sin empacho pero también sin arrogancia, me atrevo a presentar un cuento distópico.

Es un cuento candidato a formar parte de uno de mis ebooks. Recién salido del horno, aún sin enfriar, todavía le falta algún aderezo. Pero ya puedes probar si tiene inconsistencias argumentales o incongruencias formales.

Edito: el cuento ha sido pulido con el paso del tiempo y aquí presento una versión final aunque nunca definitiva.

Después de armarlo y montarlo, lo he tenido que someter a una sesión de calafateado… Mis betalectores, a los que estoy muy agradecido, me señalaron un par de agujeros por los que entraba agua. Ahora las juntas están selladas… O eso creo. Que no entre luz no quiere decir que no entre agua.

En este tipo de cuentos un pequeño poro en su redacción puede hundir el artefacto. Si se descubre a tiempo se parchea. Pero si el cuento crece en torno a él, puede quedar arruinado. El anacoluto aguarda emboscado en una elipsis bienintencionada o en un pleonasmo desafortunado para desarbolar el cuento que se ha llevado jornadas de planificación y visualización, horas de modelaje ante la pantalla, y muchas más horas de desbastado, pulido y lijado: añadir, suprimir, sustituir y vuelta a empezar. El barnizado y el pintado llegarán después de la cuarentena.

Literal… Tras escribirlo, repasarlo, darlo a leer a mis betalectores, corregirlo y adecentarlo, se va al cajón durante mes y medio. Tras la cuarentena es como si leyera lo que ha escrito otra persona, y muchos errores que pasaron desapercibidos afloran solos a la superficie.

Estas historias distópicas obligan a dar explicaciones para que el mundo que las sostiene sea entendido en profundidad, pero hay que evitar la profusión de detalles y digresiones —que nunca son bienvenidas en el género del cuento—, de manera que el lector disponga del material indispensable para articular en su mente la infraestructura que ajusta y da consistencia a la historia. Pero si algo no encaja, si queda una fisura entre el machihembrado, si aparece una inconsistencia… la obra desmerecerá e incluso puede irse a pique. Muchas veces el descuadre puede subsanarse con una frase colocada oportunamente. El lijado y barnizado deben dejarlo liso y llano como para pasar el ojo por entre las líneas sin que se note la junta. Otras veces hay que meter el serrote en párrafos enteros: cortar, encolar y empalmar sin que el conjunto se desnivele.

El símil náutico no da mucho más de sí.

Aquí está el cuento para que naveguéis con él. No se trata de torpedearlo, sino de comprobar si obedece al timón plácidamente. Si no te gusta sólo puedo construir otro, porque éste ya tiene definidas la forma del casco, su manga y su eslora, calado, tara y tonelaje. Es un cuento de once mil palabras, que da para una travesía de unos tres cuartos de hora. Recuerda que lo óptimo es leer los cuentos de una sentada. Mide tus tiempos.

Este archivo EPUB lleva incrustado un archivo MP3. De los tres lectores de EPUB que te recomiendo, sólo el navegador Edge, que viene con Windows 10, te presenta los controles para ejecutar el MP3. Si no dispones de él, no podrás escuchar la música elegida para acompañar una fase del cuento.

Edito: el navegador Microsoft Edge ha dejado de ser un lector de archivos epub. ¡Qué culpa tendrán los benditos archivos epub de la piratería informática…! Es como si eliminaramos todos los martillos porque un indeseable le ha arreado un martillazo a otro en la cabeza.
En consecuencia: he eliminado el archivo de audio incrustado en el epub, aligerando así la descarga. El audio no era otra cosa que el Adagio, de Albinoni, que se insertaba para acompañar la lectura allí donde se habla de él.

Crónica del último día   
¿Cómo leer un archivo ePUB?

Crónica del último día
***

(cuento – 11.221 palabras ≈ 47 minutos)

Pepo se solazaba con los tibios rayos del sol sentado en un banco del parque, los brazos estirados a lo largo del respaldo. Era su último día. Tenía los ojos cerrados y no pensaba en nada; dejaba fluir la consciencia, percibía el paso del tiempo. El calor y la luz solar jugaban a dibujar ilusiones sobre sus párpados. Respiraba profundamente, deleitándose con cada litro de oxígeno inspirado sabiendo que serían los últimos. Había decidido suicidarse.

Miró al edificio administrativo que tenía enfrente. Era blanco, achaparrado en su frontal, como la silueta de un fajador. Pepo conocía su interior. Había estado vinculado a él a través de una subcontrata. Con motivo de la renovación del contrato el Estado concedió la subcontrata a otra empresa y él perdió su trabajo. Desde entonces nada había funcionado ni siquiera medianamente bien.

Pensó en ese edificio. En unos minutos entraría en él y pondría fin a su vida. Conocía los subterráneos. Conocía las galerías que los comunicaban. Y las chimeneas horizontales a las que llamaban tuberías de reposo. Por ellas se disipaba el humo que generaban las incineraciones.

Su trabajo consistía en mantenerlas limpias, a fin de que los humos no acumularan depósitos. Un hombre fornido podía arrastrarse por ellas con cierta dificultad. Pero Pepo era de constitución longilínea, ectomorfa. Era delgado, parecía alto. Estaba flaco como un perro plagado de pulgas voraces.

Algunas chimeneas se abrían a la red del metro dejando volar en ella residuos que los convoyes esparcían ajenos a su función diseminadora. Otras lo hacían a las cloacas de la ciudad, y los desechos se mezclaban con las aguas fecales. Algunas vertían los restos de la combustión directamente en la red superficial del alcantarillado, de forma que la población acababa respirando los restos que producían las cremaciones. El propio Estado había prohibido a los crematorios de las funerarias privadas liberar sus residuos en el aire respirado por la población. Pero el Estado nunca se investigaba a sí mismo.

Durante la subcontrata, Pepo nunca vio a nadie que no fueran sus compañeros de oficio y a la recepcionista. Él se limitaba a limpiar chimeneas y sudar. El calor de las combustiones se aprovechaba como calefacción central y calentaba el agua con la que debían ducharse los trabajadores que abandonaban las áreas subterráneas. Pepo sintió de nuevo el tibio calor del sol de abril en el cuerpo que en breve sería destruido.

Inspiró lentamente y abrió los ojos. Miró la escalinata que daba acceso a lo que era el primer piso. La planta baja era un entresuelo, y por debajo de aquella pequeña mole había un intrincado laberinto de pasillos, puertas y habitaciones. Algunas puertas sólo daban a otros pasillos tan interminables que Pepo estaba seguro de que se aventuraban en los cimientos de las edificaciones colindantes. Nunca la luz del sol visitó aquellos linóleos. Decidió concederse unos minutos más sintiendo cómo su cuerpo se cargaba de energía solar.

Cuando por fin se levantó, se dirigió con resolución al atrio alabastrino. Cruzó la calle, subió las escaleras y entró en el edificio de la Administración del Estado.

II

El interior también era blanco. La chica de recepción no era la misma que él recordaba. «Quizá también cambiara la subcontrata», pensó Pepo.

—¡Hola, muy buenos días!

—Qué hay…, vengo a suicidarme.

—Muy bien. ¿Conoce el protocolo?

—A grandes rasgos —concedió Pepo.

—Por favor, rellene este impreso con letra de imprenta, utilizando cada casilla para consignar una letra o un número. Cuando haya terminado, firme sin salirse del rectángulo de abajo.

Pepo echó un vistazo. Le pedían su nombre completo, su número de identificación personal, su fecha de nacimiento y su lugar actual de residencia. También debía responder afirmativamente a una serie de preguntas sobre si reunía las condiciones que la ley estipulaba para solicitar la asistencia del Estado en su suicidio. Tras rellenarlo, dató y firmó en el cuadrado donde se le pedía que lo hiciera. Debajo de la firma había cinco cuadrados. Cuando Pepo levantó la vista para preguntar, la recepcionista tenía ante sí un estuche con los útiles necesarios para tomar sus huellas dactilares.

—Ha rellenado usted el impreso con la mano derecha. ¿Es usted zurdo por casualidad?

—No.

—Entonces permítame su mano derecha.

Las cinco huellas quedaron grabadas en el lugar asignado.

—Aquí tiene papel y una solución con la que podrá limpiarse los restos de tinta.

No entendió que importancia podría tener, tras consumar el suicidio, que su cadáver presentara restos de tinta entre los dedos.

—Si es tan amable, aguarde en la salita número 4, la de la puerta azul cobalto. Pronto llegará una persona que será su guía durante el proceso y que le asistirá hasta finalizarlo. En la salita tiene un folleto explicativo. Léalo con calma antes de que llegue su acompañante. Cualquier duda podrá consultarla con el asistente.

Pepo, sonriendo ante las ironías del destino por haberle tocado la sala con el panel azul cobalto en la puerta, entró en la salita, y vio que era realmente pequeña. Supuso que las otras puertas que daban al recibidor esconderían lo mismo. Había contado una docena de puertas; todas revestidas de paneles de diferentes colores, todos de apagados tonos pastel. Le hubiera gustado que le hubieran destinado a la salita de la puerta color Rioja. O a la de color oro viejo. Notó que no había verdes.

Dos sillas y una mesita, que no era otra cosa que un pupitre unipersonal, ocupaban casi toda la estancia. Pepo observó que las paredes eran de un color crudo, beis o hueso. Y que la estancia carecía de motivos decorativos.

Se sentó y ojeó el folleto que habían dejado justo en el centro del pupitre. Miró a su alrededor, incapaz de concentrarse en la lectura. Ahora se encontraba cansado. Se levantó y dió un par de pasos. Luego tuvo que desandarlos. Aquello era un tabuco, pero olía a limpio. Miró al techo y en uno de los vértices atisbó lo que le pareció una minúscula cámara. Hizo como si no la hubiera visto y volvió a sentarse. Permaneció impasible. El folleto sobresalía ahora por uno de los bordes de la mesa.

Pasado el cuarto de hora alguien llamaba a la puerta y la entreabría lentamente. Una mujer de aproximadamente su edad se presentó como Aisa, y le dijo que sería su conductora durante todo el proceso. Su semblante había sido trabajado cuidadosamente para no dejar traslucir ningún tipo de emoción, y aunque los labios permanecieron asépticamente estirados durante toda la conversación, le fue imposible evitar algún mínimo gesto con párpados y cejas.

Pepo se preguntó si operarían igual en cada caso, asignando una persona del sexo opuesto, y de una edad aparentemente similar a la del suicida en potencia, para conducirle durante el procedimiento.

Las primeras preguntas fueron rutinarias.

—¿Es usted quien ha dicho ser? ¿José Vázquez Retorla?

—Sí.

—¿Es usted mayor de veinticuatro años?

—Sí.

—¿Sabe usted que el suicidio es irreversible?

—Por supuesto —respondió Pepo sin ocultar sorpresa por la pregunta.

—¿Es usted consciente de que el Estado no puede garantizarle que exista otra vida después de ésta?

—Sí —se limitó a responder, viendo que las preguntas eran puros formalismos.

—¿Ha meditado consciente y profundamente su decisión, don José?

—Sí.

—Por favor, rellene este impreso. Consigne su nombre y su número de identificación personal en la cabecera, y cuando lo termine, firme y ponga la fecha de hoy, si es tan amable.

Pepo hizo lo que se le pedía. Aparte de los datos personales, el impreso constaba de una batería de preguntas a las que había que limitarse a responder colocando una cruz en la columna del sí o del no. Había una docena de preguntas que exigían que él escribiera la respuesta. Aparentemente eran preguntas con fines estadísticos, como conocer su orientación sexual, sus hábitos religiosos o el detalle de sus parientes más cercanos. Respondió sinceramente, pero empezó a prestar atención a un débil zumbido que se había instalado en la estancia. «Quizá sean un par de extractores», pensó Pepo. Pero no le dio más importancia.

Entregó la hoja a la mujer, que mantenía un rostro inexpresivo aunque amigable. «Menudo trabajito el suyo», pensó Pepo. Era guapa pero no llamativa. Ahora a Pepo estas cosas le traían sin cuidado.

—Debe saber que en cualquier momento puede usted poner fin al proceso de suicidio, señor Vázquez. El Estado entenderá que usted puede arrepentirse, incluso en el último momento. Pero si decae en su determinación le serán exigidos los gastos derivados de haber iniciado el proceso.

—¿Qué gastos?

—Por ley, el Estado pondrá a su disposición de forma gratuita los medios para su suicidio en un lapso nunca menor a veinticuatro horas desde su solicitud. Nos complace asegurar que nuestra eficiencia le garantiza que transcurrirán exactamente veinticuatro horas y un minuto para que disponga de los medios necesarios. De esta forma, la posible agonía que le ocasione la espera no se verá innecesariamente alargada. Durante estas veinticuatro horas, que han comenzado a correr desde que usted ha manifestado su deseo de suicidarse en recepción, firmando el documento que le ha sido facilitado, lo cual ha quedado grabado, grabación que se adjuntará a su expediente, el Estado le atenderá como si estuviera usted alojado en uno de los mejores hoteles de la ciudad. Los gastos derivados de su manutención y alojamiento, así como los trámites burocráticos, el coste de los análisis que hemos de hacerle y los honorarios de las personas involucradas en el trámite de su suicidio asistido, son los que deberá usted abonar en caso de renuncia a poner fin a su vida.

Pepo atendió a toda esta parrafada como si la cosa no fuera con él. No tenía pensado renunciar.

—Existen otras causas ajenas al Estado por las que, finalmente, usted no podría culminar su suicidio y debe saberlas. La primera es que puede verse usted incapaz de activar el sistema que pondrá fin a su vida. La segunda, que ya habríamos detectado, es que no reúna usted todos los requisitos que la ley solicita para que el Estado cumpla con su obligación de facilitarle el suicidio.

—¿Como cuáles?

—Las que le hemos preguntado en el cuestionario que ha rellenado en recepción. Pero puede usted preguntar cualquier duda que tenga en cualquier momento. Si quiere repasarlo, puede hacerlo ahora; aquí lo tiene…

—No, está bien. No he mentido. Se lo puedo asegurar. Pero me gustaría saber algo del sistema que pondrá… fin a mi vida.

—Usted dirá.

—Hay mucha leyenda urbana por ahí… Tenga en cuenta que quienes han acabado con su vida no pueden contar nada del proceso.

—Entiendo. ¿Qué quiere saber?

—Cómo moriré. Cómo el Estado logra que me suicide. Usted acaba de decirme que hay quienes no son capaces de activar un sistema, entiendo que mecánico.

La asistente le miró largamente. Estaba claro que todo aquello era un fastidio para ella. Quizá no tuviera uno de sus mejores días. Pero la sonrisa estirada en su rostro no varió ni un ápice.

—El proceso es similar al de la antigua pena de muerte por inyección letal. Personal cualificado le introducirá a usted en la vena una aguja hipodérmica que estará conectada a un sistema que, una vez activado, enviará el plasma mortal a su sistema sanguíneo. El Estado le garantiza una muerte indolora. No existe la parafernalia que dificultaba antiguamente la activación de la inyección letal, por la cual tres personas activaban tres mecanismos distintos, uno de los cuales era el que en verdad ponía en marcha el proceso. Seguro que usted conoce los motivos de que así se hiciera.

—Sí, para preservar la conciencia responsable de cada ejecutor.

—Cuando quede usted solo en una habitación similar a ésta, se le pedirá por megafonía que con su mano libre active el mecanismo. Su acción será también grabada y la grabación se adjuntará a su expediente. El Estado le garantiza que todos los datos generados por el proceso serán custodiados, y eficazmente destruidos cuando transcurran quinientos años, o bien en caso de desaparición del Estado. Los datos que se custodiarán son los impresos que usted rellene de su puño y letra, los archivos de imagen, audio y vídeo que se están generando, y los resultados de cuantas pruebas se le realicen en el marco del proceso que usted ha iniciado con su solicitud. En realidad las veinticuatro horas que usted permanezca bajo custodia del Estado en este edificio serán grabados en su totalidad.

—Muy bien.

—¿Tiene alguna otra pregunta que hacerme?

—No.

—Su solicitud va a ser estudiada por un juez especialista en suicidios asistidos. Pero antes de que el juez pueda decidir, hemos de realizarle algunas pruebas, que serán incorporadas a su expediente.

Pepo sintió necesidad de interrumpir a la mujer. Empezaba a sentir nerviosismo. Quizá por la frialdad y distancia con que la mujer hablaba de su muerte.

—Perdone que la corte, pero hay algo que me ha quedado dando vueltas en la cabeza…

—Usted dirá.

—Hablando de poder activar el sistema con mi mano libre… ¿Y si fuera una persona impedida, que no pudiera valerme por mí mismo?

—En ese caso, don José, no habría podido usted entrar por su propio pie en este edificio. Estaríamos hablando de otro tipo de suicidio, el llamado eutanasia. En ese caso la ley hace una serie de consideraciones especiales. Si está usted interesado en conocer los aspectos legales de la eutanasia, podrá usted leer la ley completa en el ordenador que encontrará en la habitación que ya tiene asignada.

Pepo asintió con la cabeza. Su labor en este edificio había sido puramente mecánica y había estado muy lejos del trato directo con el… ¿paciente?, ¿usuario de un servicio público?

La asistente le largó una serie de recomendaciones, fruto de la experiencia, que Pepo escuchó sin mucha gana. «Total», pensó, «en cualquier momento puedo preguntar».

III

La habitación que le habían asignado era confortable. No faltaba nada. Hasta mueble bar había, aunque sin bebidas alcohólicas.

Sobre una de las mesas había encontrado un breviario donde se daba cuenta de los avances del Estado en materia de legislación sobre el suicidio asistido. Leyéndolo supo Pepo que el Estado tomó cartas en el asunto, primero penalizando el suicidio, lo cual era un absurdo salvo para los que erraban en su propósito, cargándoseles los gastos derivados de las atenciones sanitarias que precisaran hasta su restablecimiento. En caso de no poder pagar eran condenados a servicios a la comunidad hasta que su deuda quedara resarcida. Los trabajos comunitarios, por ley, eran siempre de índole física.

Por otro lado, las apariciones intempestivas de cadáveres en momentos nada oportunos también supusieron en la época un motivo más para legislar sobre el suicidio asistido. Sin olvidar que en no pocas ocasiones aparecían cadáveres de suicidas en avanzado estado de descomposición, con la consiguiente merma en la salubridad pública.

Todo esto había ocurrido antes de nacer Pepo, que se enfrascó en la lectura con curiosidad intelectual.

La gota que colmó el vaso, según informaba el manual, fue el suicidio de un ciudadano que con su acto desbarató la final de un deporte de masas.

Se había tirado de un puente en mitad de una autopista en el peor momento posible: con su desconsiderado acto y los trámites para el ulterior levantamiento del cadáver, los retrasos acumulados en el tránsito rodado de la capital, amén del monumental atasco en la autopista, en el que se vieron involucrados los autocares de ambos equipos, obligaron a que la final fuera aplazada, con las consiguientes pérdidas económicas y el deterioro de la imagen internacional del país. Considerables fueron también los disturbios que se ocasionaron en las inmediaciones del estadio cuando los hinchas fueron informados de la suspensión del encuentro, y la policía hubo de emplearse a fondo, colapsándose el servicio de urgencias de los tres hospitales más cercanos.

Algunos aficionados, venidos de los confines del país, debieron retornar a sus hogares sin poder presenciar la final. Sin recursos económicos para alojarse durante una semana o para plantearse un segundo viaje, las entradas quedaron para ser usadas como onerosas reliquias marcapáginas. A la semana siguiente se jugó una deslucida final, pues el estadio presentaba menos de la mitad de su aforo.

Las protestas fueron de tal magnitud que los senadores promovieron despenalizar el suicidio para a continuación pasar a asistirlo. Desde ese momento el suicidio iba a ser mucho más civilizado: sería gratuito, indoloro de forma garantizada, no supondría problemas para la salud pública, no ocasionaría pérdidas económicas para los ciudadanos y se evitaría que la prensa se hiciera eco de algunos suicidios tildados de espectaculares con el consiguiente deterioro de la imagen nacional en el extranjero.

A modo disuasorio se endurecieron las penas para quienes fueran sorprendidos intentando suicidarse —por el método que fuera, incluso por ingestión de fármacos en su domicilio— en caso de suicidio fallido. Se preveían penas de hasta diez años de cárcel para los frustrados suicidas reincidentes.

Desde la aprobación de la ley, quien de verdad quería suicidarse tenía garantizado su deseo como un servicio público. Se acabaron las escenas dantescas de ciudadanos en los puentes o en las cornisas de los edificios aguardando a reunir el valor para tirarse al vacío, lo que generaba pérdidas económicas en cuerpos del Estado como la policía y los bomberos, y a la Sanidad pública, obligada, antes de encerrar en la cárcel al frustrado suicida, a costear informes sobre la salud mental del individuo. Como había advertido el, a la sazón, jefe del Estado, cuyo retrato aparecía enmarcado en el librito, «En la cárcel no hay posibilidades de suicidio, así que te verás obligado a seguir viviendo, y en peores condiciones de las que gozabas en libertad».

La población, la población suicida, rápidamente entendió que lo razonable era utilizar el servicio público de suicidios asistidos. Y los suicidios a la antigua usanza fueron desapareciendo de las ciudades. Cuando nació Pepo el suicidio ya era civilizado y aséptico.

Tras la lectura, tachonada de fotos desagradables, Pepo se repantigó en la butaca y entrelazó los dedos de sus manos detrás de la cabeza. Miró al techo y luego buscó un reloj. No había ninguno en la estancia, y el suyo le había sido retirado junto con todas sus pertenencias. Podía recuperarlas, incluido su microordenador que también hacía las veces de teléfono, reloj, radio y mil utilidades más, en cualquier momento en que decidiera desistir. No podía comunicarse con el exterior de ninguna forma. Esto se hacía así, informaba el manual que acababa de leer, para evitar protestas, escándalos y motines familiares en la entrada de los edificios administrativos que había destinados a tal fin en cada provincia. Tampoco eran bien vistas las visitas familiares en estos últimos momentos de la vida del suicida, pues provocaban escenas ruidosas que perturbaban su ánimo. El derecho del suicida estaba reconocido por la nueva Constitución y sólo un puñadito de situaciones podían dar al traste con este derecho: «Toda persona con 24 años cumplidos tiene derecho a quitarse la vida de forma que no ocasione menoscabo a sus conciudadanos, y el Estado coadyuvará a este derecho de la forma que legal y reglamentariamente se determine».

Aisa llamó a la puerta y pidió permiso para entrar. Pepo se levantó y ocupó una de las sillas que había dispuestas alrededor de una mesa de comedor, adornada con un cobertor marrón de motivos sobrios.

—Don José, ya tenemos los resultados de sus análisis. Confirmamos que no se encuentra usted bajo los efectos del alcohol y de ninguna otra droga. Por favor, firme aquí… Y aquí… Muchas gracias. ¿Desea alguna cosa? ¿Puedo serle útil de alguna otra forma?

Pepo se quedó mirando a Aisa como si no entendiera. La pregunta podía interpretarse con doblez. Pero Pepo no tenía el cuerpo para más fiestas. Además, de las lecturas del día se desprendía que no le dejarían presentarse ebrio ante la máquina que le administraría la solución que le arrancaría de este mundo.

—Gracias.

Aisa se le quedó mirando unos instantes, como si dudara:

—¿Gracias sí, o gracias no?

—Gracias no. Gracias.

Aisa salió y Pepo notó que la puerta no hizo ruido al cerrarse. Sorprendido se dirigió a ella y trató de abrirla. Por lo visto un sistema electrónico la mantenía cerrada a cal y canto. Inmediatamente una voz metálica surgió de algún punto de la habitación, llenándola con ecos argentinos:

—Señor Vázquez, le informamos de que no le es posible abandonar su habitación. Esto se hace así tanto por su seguridad como por la del resto de usuarios que en estos momentos hacen uso de este servicio público. Aprovechamos para recordarle que si desea desistir de su idea no tiene más que descolgar cualquiera de los teléfonos que puede ver en la habitación —la voz hizo una pausa e inmediatamente varios led anaranjados parpadearon al unísono, mostrando la ubicación de al menos media docena de teléfonos— y será atendido inmediatamente por nuestros profesionales.

La voz desapareció tan repentinamente como había llegado, causando un malestar en el ánimo de Pepo. Por primera vez desde que entrara en el achaparrado edificio blanco de la Administración se sintió solo. El cese de la voz le hizo sentirse vacío, como si todo él careciera de importancia.

Se derrumbó en la butaca, sumido en pensamientos sobre sí mismo. Ahora, también por primera vez en las dos horas que llevaría allí, casi en estado de reclusión, empezó a pensar que podía desistir de su intención.

Pasados unos minutos se levantó y abrió el mueble bar. Se sirvió uno de los zumos que llenaban el arcón. Tras beber un trago cerró la puerta del mueble y entonces escuchó un sonido en su interior. Curioso, volvió a abrir la puerta y encontró que el zumo había sido repuesto. El mueble bar debía ser isotermo, porque las bebidas se mantenían frescas. No había nevera y Pepo observó que tampoco había enchufes ni cables.

En ese momento llamaron a la puerta, que se abrió cuando él dio el permiso. Apareció Aisa, con su uniforme gris perla, la cofia con forma de gorra paracaidista, y la melenita que le llegaba hasta medio cuello.

—Don José, superados los análisis, a continuación deberá redactar de su puño y letra los motivos que le han llevado a tomar esta decisión. Le aconsejamos que sea sincero, porque su motivación será estudiada por un gabinete de psicólogos cuya decisión colegiada será elevada al juez que ya está atendiendo su caso. Tómese su tiempo, pero permítame aconsejarle que no se exceda del plazo de una hora. Confiamos, según nos ha dicho, en que tiene meditada su decisión y que por lo tanto no le será difícil expresarla por escrito.

—Entendido.

—Debo informarle también de que su escrito será analizado por un grafólogo acreditado profesionalmente así como por un lingüista forense. Ambos informes, que se centrarán más en el continente que en el contenido de su escrito, serán adjuntados a su expediente, junto con el del equipo de psicólogos, para ser elevados al juez que sigue su caso.

—¿Tendré que hablar con el juez?

—No. Sólo mantendrá contacto visual conmigo, que seré su asistente durante todo el proceso. Y en caso de que el equipo de psicólogos, o el gabinete médico, decida hablar con usted, excepcionalmente esos profesionales podrán entrevistarse con usted cara a cara. Existe otra persona que podrá mantener contacto visual con usted, a petición suya, don José. Podrá solicitar una charla bien con un psiquiatra, un filósofo, ambos acreditados profesionalmente ante el Estado, o bien ante un religioso del credo que usted desee. No tiene por qué ser necesariamente de la religión que usted ha consignado en el cuestionario.

—He puesto que soy agnóstico.

—En ese caso… puede solicitar igualmente asistencia religiosa de la doctrina que desee.

Pepo se quedó pensando unos instantes, al cabo de los cuales preguntó:

—¿Hay algún plazo para solicitar esa entrevista?

—No. Puede usted solicitar entrevistarse con un religioso, un filósofo o un psiquiatra incluso estando conectado a la máquina y con la aguja ya en su vena. En ese caso, retrasaría usted voluntariamente la conclusión del proceso. Pero recuerde que puede usted abortarlo cuando desee. Salvo que haya pulsado usted el botón que acciona el vertido del líquido letal en su torrente sanguíneo, obviamente. No existe antídoto. Pero suponemos que eso lo da usted por sentado.

—Sí, claro. —Y Pepo se ensimismó de nuevo en sus pensamientos. Cuando volvió en sí, un par de minutos después, se sorprendió de que Aisa aún estuviera de pie, ante él. Pestañeó y añadió:— Supongo que sólo puedo elegir uno de entre los tres.

—Eso es, don José. Pero recuerde que puede usted poner fin al proceso cuando lo desee.

—Muchas gracias.

—¿Desea usted alguna cosa más? ¿Puedo serle útil de alguna otra forma?

—No. Gracias.

Y Aisa se retiró cerrando la puerta que de nuevo ajustó en el marco sin hacer ningún ruido. Había dejado sobre la mesa escritorio un bloc de papel blanco sin pautar y dos juegos de bolígrafos; cada estuche contenía sendos bolígrafos de colores azul, rojo, negro y verde. Barruntaba que todo lo que hiciera tendría su interpretación psicológica.

Pepo utilizó el bolígrafo azul. Pero tras varios renglones rasgó la hoja y recomenzó la exposición de motivos escribiendo con el bolígrafo negro. Luego hizo unos tachones y unas correcciones con el rojo. El verde no lo utilizó, aunque se sintió tentado.

La redacción le llevó poco más de veinte minutos. No bien había terminado cuando sintió un ruido en la pared opuesta, como de una exclusa que se abría, un ruido de aire comprimido que se escapa. Giró la cabeza y vio la prensa de la tarde sobre un aparador que estaba adosado a la pared. Había tres periódicos. Los ojeó sin interés. Luego se tumbó en la cama. Y se quedó traspuesto.

Le despertó la megafonía:

—Señor Vázquez, Aisa desea hablar con usted. Aguarda en la puerta a que dé usted su permiso para acceder a su habitación.

—Sí… Un momento —se disculpó Pepo, que no sabía cuánto tiempo llevaba dormitando—. Enseguida… —Y fue al cuarto de baño y se lavó la cara. No quería dar mala impresión. Luego salió a la salita del pequeño apartamento y aclarándose la voz dio su permiso:— Adelante, Aisa, por favor.

Aisa entró con su sonrisa profesional. A Pepo le parecía más guapa cada vez que la veía.

—Don José, han llegado los informes de sus huellas dactilares confirmando que es usted quien dice ser. No es más que una parte del procedimiento. Por favor, firme aquí el acuso de recibo de la información… Y aquí también, si es tan amable.

Pepo firmó obediente. Cuando terminó miró a los ojos a Aisa, pues la tenía bien cerca. Acababa de indicarle dónde debía firmar y ahora recogía los impresos. Pepo percibió por primera vez la fragancia que emanaba de la mujer. Y por primera vez se fijó que el uniforme de Aisa se remataba con una falda de tubo que apenas cubría sus rodillas.

Aisa debió darse cuenta e hizo una pausa delante de su cara, mirándole directamente a los ojos. Luego dio un paso atrás y repitió la fórmula: ¿Desea algo más? ¿Puedo serle útil en alguna otra cosa?

Y Pepo, corrido y embriagado por el perfume de la mujer, tomó aire profundamente para exhalar un «No, gracias».

—Veo que ha terminado su exposición de motivos. ¿Puedo ya retirarla? —Pepo quedó pensativo unos segundos:

—Sí, puede llevársela. Sin problema.

Observó cómo la mujer se dirigía a la mesa escritorio y, sin leer nada de lo que estaba escrito y a la vista, cerró el bloc y se llevó el juego de bolígrafos que no había utilizado, dejando el estuche que había sido abierto.

—Si desea escribir algo más, encontrará folios sueltos en el secreter del mueble escritorio. Le dejo un juego de bolígrafos por si fallaran los que tiene que haber ahí. Permítame recordarle que también puede escribir en el ordenador. La salida por Internet al mundo exterior está restringida a un número concreto, aunque amplio, de webs, pero le recuerdo que puede abortar el proceso cuando lo estime conveniente.

Y la mujer le dio la espalda y se retiró. La vista de Pepo se fijó en la parte trasera de la falda de Aisa, en sus caderas, y en las nalgas de la mujer, que apenas se insinuaban.

Cuando Aisa hubo cerrado la puerta, sin ruido que displaciera, Pepo recordó que todos los segundos de sus últimas veinticuatro horas estaban siendo grabados. Y a buen seguro en estos momentos observaban sus reacciones. Quizá hubiera en marcha una táctica que se sucintaba en mostrar los encantos de una mujer guapa a fin de reenganchar a la vida a cualquier hombre indeciso. Táctica tan ladina podría disuadir del suicidio a los menos decididos, pero no a Pepo, que no podía dar marcha atrás.

Había quemado las naves, había roto las amarras con su vida. No le era posible reengancharse a la sociedad. Su plan de suicidio venía de antiguo. Cuando por fin se decidió tuvo claro que iba a darse un homenaje para despedirse del mundo. Vendió las escasas pertenencias que le quedaban para obtener algo de dinero. Su propiedad más preciada, un deportivo de color azul cobalto ganado con unas apuestas, se lo vendió a un conocido. Obtuvo un buen precio por él, beneficiándose del encaprichamiento del comprador con el vehículo de alta gama. Con el dinero obtenido vivió una bacanal de alcohol, drogas, lujuria y música que duró seis días, durante los que estuvo alojado en un lujoso hotel, del que entraba y salía a deshoras sin que nadie le pidiera explicaciones. Había pagado la estancia en metálico y por anticipado, vivió seis días de desenfreno, y a la séptima noche descansó de un tirón, durmiendo por más de quince horas para recuperarse del agotamiento y de la ausencia de sueño que había acumulado. Luego se levantó, se despidió de los botones, que tan bien le habían tratado por mor de sus suculentas propinas, y se dirigió al parque que había frente al edificio administrativo para suicidios asistidos por el Estado, donde estuvo tomando el sol.

Y ahora volvía a estar alojado en una especie de hotel por el que no tendría que pagar nada. Ignoraba cuánto tiempo había pasado desde que entrara en el edificio de la Administración, pero nunca más de seis horas. No pensaba en el futuro, no tenía futuro. Ninguna de las distracciones que le habían ofrecido le apetecía, así que volvió a tumbarse en la cama y se amodorró.

No fue su pretensión, pero la cabeza comenzó a dar vueltas en torno al momento que en unas horas viviría. Una aguja hipodérmica entraría en su vena. Él accionaría un botón, y todo habría acabado. El único inconveniente era su belonefobia, su pánico a las agujas y a ser pinchado. Pero calculó que podría superarlo. Y decidió mentalizarse para ello. Con los ojos cerrados su cuerpo reaccionaba respigándose a las imágenes que proyectaba en su mente: una aguja rompiendo su capa dérmica y subiendo por la vena. No sería más que un pinchazo, pero su vello se erizaba de sólo pensarlo.

No quiso reconocer que tenía un problema. No podría acudir a su cita borracho ni drogado. Eso excluía la posibilidad de que le sedaran. Quizá un relajante sí que le pudieran suministrar. Decidió ocultarle este extremo a Aisa hasta el momento final. Con toda probabilidad ya se habrían dado situaciones similares en el pasado y tendrían experiencia en resolverlas.

No dejaba de ser irónico. Tener valor ante el suicidio y miedo ante el pinchazo de una aguja. Ironías del fin de la vida.

La llamada en la puerta le sacó de su ensoñación:

—¡Adelante! —dijo elevando la voz desde la habitación. Decidió recibir a Aisa así, postrado en la cama.

Cuando la asistente estuvo frente a él le informó asépticamente de que debía hacer testamento. Dejar constancia por escrito de sus últimas voluntades.

—Pero si no tengo nada —protestó Pepo.

—Entonces tendrá que decir que no posee nada. En caso de que en un inventario posterior apareciera algo que usted hubiera olvidado poseer, inadvertida o intencionadamente, el Estado garantiza que será destinado a sus herederos legales.

—Entiendo. ¿Quiere esto decir que mi solicitud ha sido aprobada?

—De ninguna manera, don José. Sólo tratamos de agilizar trámites para cumplir con nuestro propósito de llegar al término en veinticuatro horas exactas.

—Ya veo…

—Deberá rellenar el impreso de su propio puño y letra. Ya se imaginará que este documento también será examinado por el grafólogo, el lingüista forense y el equipo de psicólogos.

—¿Pero en busca de qué?

—De nada en concreto, de todo en general. Se buscan rasgos de su personalidad para completar su perfil psicológico.

Pepo asintió con la cabeza. Aquella frialdad, aquel desapego, le producía desasosiego. A medida que se acercaba el final, la tensión le crecía por dentro y minaba su voluntad.

—Le dejo el impreso en el mueble escritorio. Si no está de acuerdo con algo del encabezamiento puede redactarlo a su gusto en hoja aparte. Pero ponga cuidado de no vulnerar la ley. El encabezamiento no es más que un formulismo y en el cuerpo podrá usted decir cuanto quiera manifestar. Puede utilizar tantas hojas como quiera.

—Está bien.

Aisa se dio la vuelta y se inclinó ante el escritorio para depositar allí los folios. Pepo estuvo atento a sus movimientos y a su figura.

—Si necesita cualquier cosa, avíseme por cualquiera de los teléfonos que encontrará en cada estancia de esta habitación donde se aloja por cuenta del Estado.

—¡Aisa! Espere, por favor.

—Dígame, don José.

—¿Me están grabando en estos momentos? Quiero decir… Todo lo que hago y digo en esta habitación está siendo grabado y monitoreado.

—Sí, don José.

—¿Incluso en el baño?

—Se graban incluso sus momentos más íntimos. Pero estese usted tranquilo. Está en manos de un equipo de profesionales y nunca nadie sabrá nada de sus últimas horas.

Una suerte de vibración recorrió a Pepo por la columna vertebral. No sabría decir si hacia arriba o hacia abajo. Pero sintió que terminaba en un leve escalofrío.

Decidió que no tenía ganas de testar en estos momentos, así que se quitó la ropa, se puso el pijama que estaba en su funda plástica, nuevo a estrenar, se metió en la cama, se arropó y se quedó dormido inmediatamente. Siempre que se sentía nervioso Pepo acusaba cansancio y sueño. Le había pasado toda la vida, desde los primeros exámenes a los que tuvo que enfrentarse en el colegio. Los nervios le agarrotaban y le adormecían. También le había ocurrido con motivo de su primera cita sexual.

Despertó intranquilo, y a punto de romper a sudar. Notó que hacía calor en la habitación. Quitó una colcha y trató de dormir otro poco. Estuvo inmerso en un sopor espeso, mitad vigilia mitad sueño. Cuando despertó no sabía qué hora era. Delante de la cama vio una mesa con ruedas, similar a la de los hospitales, y había unos alimentos sobre ella.

La sopa estaba caliente. Y no le habían pedido rellenar un impreso solicitando la que debía ser su última cena. Ni siquiera le habían dado opción a elegir entre un par de menús. El régimen en el que se encontraba fluctuaba entre el hospitalario y el carcelario. Aunque, tuvo que reconocerse, tampoco era un condenado a muerte al que hubiera de concedérsele el deseo de su última cena.

Comió con gana. No bien había terminado la ternera con ensalada y el flan que tenía de postre, cuando llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —dijo elevando la voz desde la cama.

Aisa apareció acompañada de tres hombres vestidos de blanco.

—¿Qué hora es? —preguntó Pepo interesado en saberlo.

Ninguno tenía reloj ni sabía la hora. Aisa dijo que era noche intempesta; calculaba que serían entre las tres y las cuatro de la mañana. Pero ninguna de las personas que estaban ante él parecían tener sueño ni estar trasnochadas ni destempladas. La noticia de la hora volvió a producirle un cansancio que le hizo cerrar los ojos durante unos segundos.

—¿Se encuentra bien, señor Vázquez? —quiso saber uno de los galenos.

—Sí, por supuesto. Es sólo que estoy algo cansado. La última semana ha sido muy ajetreada para mí. Y aún no he recuperado todas mis facultades.

No bien acababa de decirlo cuando se arrepintió. Su confesión podría suponer un retraso en el final que había ido a buscar a aquel establecimiento del Estado.

—Señor Vázquez —dijo otro de los doctores—, hemos notado que duerme usted convulsamente. Necesitamos someterle a una exploración. Si padece usted alguna enfermedad, el Estado tiene la obligación, por ley, de procurar su total restablecimiento…

—Pero si he venido a suicidarme. Qué más dará…

—La ley establece que en el momento de tomar esta decisión el ciudadano tiene que encontrarse en plenas facultades físicas y mentales. Si no es así, el Estado puede prorrogar el ofrecimiento del método que usted busca.

Pepo pareció confuso.

—Aisa, usted me dijo que no tendría contacto con nadie más que con usted.

—Maticé que si todo iba bien. Los doctores están preocupados por algo que quizá no sea nada. Quieren entrevistarse con usted y luego someterle a una exploración. Un leve catarro, una indisposición pasajera, sólo prorrogará el proceso, no lo cancelará.

—Está bien —concedió Pepo de mala gana.

Los doctores le hicieron preguntas sobre su vida pasada y sus hábitos y Pepo les contó lo que deseaban saber. Les relató la saturnal vivida y sus excesos. Los doctores confirmaron que los análisis no habían encontrado restos de sustancias tóxicas en su organismo.

—Estuve un día completo en ayunas, bebiendo sólo agua y durmiendo. Quizá eliminé todo por la orina. Y por el sudor. Ahora recuerdo haberme levantado de la cama del hotel completamente sudado y haberme duchado. Lo recuerdo como en una neblina, como en un sueño. Me sequé, me cambié de ropa interior, aparté las sábanas húmedas, y volví a dormirme. No les puedo decir más.

—Quizá, señor Vázquez, los dos últimos días de fiesta no consumiera usted las sustancias que dice haber comprado. Quiero decir, que le dieron gato por liebre si usted no estaba en condiciones de comprobar la calidad de… la mercancía, como dicen en argot.

—Mecagüenlaputa… Qué hijos de perra…

—Alégrese, don José, de que así haya sido —terció Aisa—. De otro modo el proceso habría sido interrumpido.

—También es verdad. Pero esos cabrones me han robado. —Parecía furioso. En la habitación se hizo un silencio mientras Pepo parecía pensar, enfurruscado.

—¿Y qué importancia tiene eso ahora, señor Vázquez? —dijo al cabo de un rato el mayor de los médicos, con una vocecita que apenas se oía—. Es agua pasada, ¿no le parece?

Pepo miró con semblante serio al médico mayor elevando los ojos aunque sin levantar la cerviz, forzando su cara larga. El sínodo parecía observar sus reacciones atentamente.

—Tiene usted razón —concedió Pepo, que lo último que quería era ver retrasado su deseo. Tras una larga pausa en la que sólo se escucharon las respiraciones de los varones allí congregados, el silencio fue roto por el doctor que era más alto.

—Continuamos deseando practicarle una exploración rutinaria. Si usted no tiene inconveniente, señor Vázquez.

¿¡Y cómo iba a tenerlo!? Sabía que si se alteraba, aquel cónclave decidiría que su estado mental no era óptimo para el suicidio.

La exploración resultó ser tan rutinaria como la de una revisión laboral. Un fonendoscopio en el pecho y en la espalda acompañado de inspiraciones profundas y toses forzadas. Una luz para observar el fondo del ojo, otra en el oído y otra más inspeccionando sus fosas nasales. Un palito plano en la garganta, unas genuflexiones, unos estiramientos, unas torsiones, unas palpaciones torácicas y ventrales, unas presiones en los ganglios linfáticos. Le tomaron la temperatura, el pulso y la tensión arterial. Terminó con el seguimiento ocular de un dedo que pasaba ante sus narices y unos giros de cuello en tendido supino con los ojos cerrados.

—Todo correcto, señor Vázquez —sentenció el de la vocecilla—. Lamentamos haberle causado algún tipo de molestia. Puede usted proseguir con su reposo. Mañana tendrá el día que usted desea…

Y a la sola mención del propósito que le había llevado allí, Pepo sintió de nuevo esa descarga que le recorría la columna y la pesadez en los párpados.

—Muy bien, que tengan una buena noche.

Cuando la comitiva se hubo marchado Pepo fue al cuarto de baño a aliviarse. Luego lo pensó mejor y abrió el agua caliente para llenar la bañera. Fue mezclando con agua fría hasta tenerla a su gusto, y cuando todo estuvo dispuesto se tumbó a dormir en la bañera.

Se despertó con sensación de humedad y frío. Rápidamente retiró el tapón de la bañera y mientras el agua corría por el sumidero giró el monomando de la ducha hasta el rojo y abrió el grifo. Su cuerpo sintió el calor y pareció relajarse. Sólo le faltaba coger un resfriado que diera al traste con sus planes.

Más tarde se secó, se puso el pijama y se metió en la cama.

IV

Cuando Pepo se despertó tenía el desayuno humeante donde horas antes había estado la cena. Concluyó que acababan de llevarle el alimento y que le habrían despertado mediante algún tipo de ultrasonido.

Estaba descansado, pero tristón. Hoy pondría fin a su vida. Una vida que no merecía la pena vivir. Prolongarla era estúpido. Estaba cansado de vivir, de luchar, y de no llegar a ningún sitio. De no tener nunca una estabilidad, de no poder relajarse de la vida. Era agotador estar siempre alerta, estar siempre al filo de la penuria, cuando no sumido en ella.

Nada bueno le esperaba en el futuro. En consecuencia, ¿a qué correr aquella carrera? Un pinchacito y dormiría la eternidad.

Cuando hubo terminado el desayuno Aisa llamó a la puerta. Tras dar el permiso Pepo alzó la vista y la vio relumbrante, como si un aura saliera del interior de la mujer. Hasta incluso parecía que le sonreía abiertamente, aunque sabía que la sonrisa profesional estaba milimetradamente cincelada en su cara sin haber variado un ápice. Aquella mujer le gustaba pero sabía que no existía ninguna posibilidad de tener en su vida una mujer así. Por alguna razón su pulsión sexual tampoco respondía. Tal vez las comidas hubieran incluido alguna sustancia inapetente.

—Don José, si me lo permite… aún no ha dejado usted constancia por escrito de sus últimas voluntades. Si desea que el final del proceso no se alargue, debería ponerse a ello ahora mismo.

—Pero si ya le he dicho que no poseo nada. Lo que tenía lo vendí para darme la gran juerga, sabiendo que no daría marcha atrás.

—Aún así, don José, la ley nos obliga a adjuntar este trámite a su expediente. Y si el expediente no se completa, el Estado no podrá complacer sus deseos.

—Está bien. Deje que me asee y en media hora lo tendrá.

—Si desea alguna cosa más, don José… ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarle?

—No. Muchas gracias.

Pepo se aseó y luego se sentó en el escritorio. Le llevó casi cincuenta minutos redactar un documento en el que decía que no poseía nada, que lo que tenía se lo había gastado en una última juerga, y que si aparecía algo que le perteneciera, algo así como…

Ese «como» fue por lo que le llevó tanto tiempo cumplimentar las últimas voluntades. Estuvo sumido en la introspección hasta que decidió que si apareciera algo así como una suculenta herencia a su nombre después de muerto… sencillamente la nueva ironía del destino llegaba tarde. Y por descontado, él jamás sabría nada. Nunca sabría que de haber seguido en este mundo la vida le habría sonreído con una herencia inesperada, con lo que no tenía sentido lamentar algo que nunca llegaría a saber. No esperaba nada del futuro, y si el futuro le deparaba algo benigno ya había tenido tiempo de mostrarse. Era absurdo seguir viviendo para sufrir aguardando a que llegaran tiempos mejores para, al fin y a la postre, acabar muriendo de mala manera, enfermo o apuñalado en un cuartucho atestado de ratas.

Firmó sus últimas voluntades pero la reflexión le puso en contacto directo con su destino. ¿Cómo sería sentirse muerto, no sentir absolutamente nada? ¿Cómo sería el tránsito hacia la otra vida? ¿Y qué otra vida? No esperaba que hubiera nada, pero había consignado que era agnóstico. Ni creía ni dejaba de creer. Pero como había dicho un sabio, en caso de tener que apostar lo más inteligente era ser creyente. Si al final no había nada, nada se perdía; pero en caso de haberlo, la ganancia era total.

Esperaría, atento, a que su consciencia se fuera apagando. ¿Seguiría activa su mente? ¿En qué momento tomaría conciencia de que estaba muerto? ¿Tendría su conciencia algo así como un despertar, o el tránsito sería un continuo? ¿Tendría un visión extracorpórea? ¿Podría comunicarse con otros muertos? ¿Conocería qué piensan los vivos? ¿O la mente de las personas seguiría siendo un coto privado? Tal vez no pudiera leer en la mente de los demás, pero sí ver cómo son otras mentes, cómo están estructuradas, cómo se ordenan los pensamientos en ellas. Los vivos sólo conocían la propia, y no con exactitud. ¿Sabría si existen otros mundos, otros universos? ¿Una vez muerto tendría omnisciencia o seguiría siendo Pepo el deshollinador?

Si no había nada tras la muerte el apagón sería total… para siempre.

Por contra, si hay algo, aunque sólo fueran unas horas post mortem… ¿Vagará su mente por el mundo? ¿Cómo se desplazará su ser? ¿Sentirá vértigo? ¿Verá este mundo? ¿O entrará directamente en otra existencia? ¿Cómo su mente computará las horas y los minutos en estado de muerte corporal? ¿Qué es estar muerto?

Una mano se posó sobre su hombro y apretó suavemente. Era Aisa.

—Don José, ¿cómo se encuentra?

Pepo levantó los ojos hacia ella.

—Decidido, Aisa.

—He llamado varias veces a la puerta y usted no me ha contestado. Los de fuera me han dado permiso para entrar. ¿Se encuentra bien?

—Perfectamente. —Y Pepo acompañó su afirmación de amplios golpes de cabeza.

—Recuerde que si desea interrumpir el proceso puede hacerlo en cualquier momento.

—No, Aisa.

—En cualquier momento —recalcó Aisa modulando su voz, como quien habla al oído de un amante.

—No, Aisa. Estoy bien. —Pepo hablaba en un susurro—. Me enfrento a mi destino consciente de lo que hago. Al menos yo decido cuándo y cómo. Qué triste esperar la muerte, o andarla esquivando sin saber dónde te va a alcanzar.

—Don José —Aisa seguía hablando bajito—. Aún tendrá usted que rellenar otro impreso. En este último usted confirmará que el Estado ha seguido todo el proceso que establece la ley, que usted persiste en suicidarse, que sabe qué significa ello, y que no alberga ningún resentimiento contra las personas que le hemos atendido durante estas últimas veinticuatro horas.

—Lo haré, Aisa. No será ningún problema.

—Ahora tengo que dejarle solo, don José. Si desea algo de mí, cualquier cosa, no tiene más que descolgar uno de los teléfonos.

—Está bien, Aisa.

Aisa le miró larga y profundamente a los ojos. Como esperando ver algo en el fondo de ellos. Finalmente se retiró sin hacer ningún ruido, como en las anteriores ocasiones.

A Pepo sólo le cabía esperar. Esperar a que el reloj que no veía descontase los minutos. Debían de quedar unas pocas horas para que se cumpliera el plazo establecido. Se sentó al ordenador y buscó algunos canales de televisión. Podía escuchar cualquier emisora de radio y ver cualquier cadena de televisión. Pero después de zapear entre varias deportivas y musicales, el tedio le invadió. Nada le llenaba. Decidió poner música. Buscó alguna sintonía melódica. Luego buscó música clásica. El Adagio de Albinoni. Y lo puso en modo bucle…

Se quedó frente al ordenador ensimismado. Sin pensar en nada concreto. Aletargado. Sintiendo su resolución crecer. Pero también crecía algo parecido a la duda. ¿Estaría haciendo lo correcto? ¿Era un cobarde por no enfrentarse a la vida? ¿Era un fracasado por no haber sabido encauzar su destino? ¿No se beneficia el Estado quitándose de en medio? Un parado menos, una boca menos, una protesta menos. Nadie protestaba nunca. Hacía años que no había revueltas ni protestas. La vida era gris. Pero la gente se había acostumbrado a no protestar porque habían aprendido que no servía de nada. Cuatro días de telediarios calientes y a la semana siguiente la misma tónica continuaba. Como si nada hubiera pasado. ¿No sería más valiente por su parte morir enfrentándose a la policía? Pero tras agitar a una pequeña turba y lograr, quizá, alguna muerte más, a los cuatro días nadie recordaría a Pepo, el héroe que se había enfrentado en solitario a la tribu policial que defendía los intereses del Estado. Alguien hablaría de él en algún bar de barrio como del idiota que creyó que podía cambiar la economía, la política y la sociedad en un mundo que ya era mundo antes de que todos los que lo habitaban hubieran nacido. Era cuestión de suerte: unos nacían jodidos y otros para joder. Pura estadística.

Con el suicidio su vida se convertiría en historia, en una historia que nunca había ocurrido pues nadie la recordaría. Se acabaron las colas. La cola para buscar empleo, la cola en la cocina económica, la cola en la farmacia para los medicamentos gratuitos, cuando los había. La cola para ser desparasitado, la cola para que le rasuraran el pelo porque los pobres no podían llevar melena dado que no podían mantenerla limpia. La cola para conseguir unas alpargatas con el sello del Estado, la cola para dormir en algún albergue cuando la policía decidía quitarles de las calles con motivo de la visita de una autoridad, o por mor de una ola de frío siberiano o de una ola de calor sahariano.

Muriendo se acababan las penas. Y las penurias. Había conservado su deportivo como el último símbolo de un sueño que nunca pudo cumplir. Había terminado sus estudios de bachillerato, pero no había podido acceder a la titulación universitaria que, teniendo suerte, le habría servido para ser un poco menos pobre. Las necesidades familiares le pusieron a trabajar porque la cola que había delante de él para la beca universitaria era demasiado larga y las becas escasas. No había obtenido malas notas nunca, pero los sobresalientes no menudeaban. Y ahí acabó la historia de la Cenicienta. Pepo estuvo condenado a limpiar hollín de por vida. No había un príncipe azul que sacara a tanto pobre de la miseria, pues los príncipes y reyes atendían a su agenda de contactos: negocios, empresas, orgías, dinero. No estaban para sacar a ciudadanos de la miseria de seguir trabajando más allá de la jubilación, porque las pensiones eran insuficientes y no alcanzaban para vivir. Al Estado le venía bien que todo aquel excedente de mano de obra barata se suicidara. A los poderosos ya no les era posible montar una guerra. Las guerras se habían acabado porque la población se negaba a ir al frente. Preferían dar con sus huesos en la cárcel, donde al menos se comía regularmente. La gente ya no se moría por hecatombe. Las hambrunas estaban corregidas en lo que había sido el primer mundo, y la población no se moría en el plazo de tres a cinco años, sino que se morían lentamente, en sesenta o setenta años.

Los Estados habían decidido no continuar sufragando investigaciones médicas. Era un contrasentido alargar la vida de la población. Las investigaciones estaban en manos de compañías que ofrecían sus servicios a los ricos. La riqueza mundial había ido a parar a manos de una elite de privilegiados que podían gastarse en una semana el sueldo de toda la vida laboral de un peón. De esos trabajos de los de antes, uno de esos trabajos de por vida. Pero eso se había acabado cuando Pepo era niño. Su padre ya fue despedido y paupérrimamente indemnizado por su empresa. Una empresa estatal que había echado el cierre cuando los políticos y quienes los manejaban no pudieron esquilmarla más.

Pepo no quería seguir viviendo en un mundo así. No tenía ningún interés en luchar contra lo que no tenía solución. En vivir para trabajar. En trabajar para los ricos, mendigando salarios. En morirse lentamente y a saber cuándo, cómo y dónde. Ahora el Estado le costearía su último deseo. Aún tenía que sincerarse con Aisa sobre el tema de la aguja. Pero no tenía pensado darle al Estado la satisfacción de interrumpir el proceso, obligándole a abonar unos gastos que nunca podría pagar, convirtiéndose así en un esclavo del Estado.

Las horas fueron cayendo sin que Pepo las sintiera pasar. A fuerza de repetida, la música, el adagio, ya no le decía nada, pero Pepo seguía sentado ante la pantalla, con la cabeza hundida entre sus hombros.

Esta vez sí sintió la llamada de Aisa, y dio permiso para que entrara.

—Don José, ¿desea usted ser visitado por un religioso de algún credo en especial?

—No —dijo Pepo con un hilo de voz.

—¿Desea usted tener la compañía de un filósofo colegiado, don José?

—Tampoco —dijo Pepo ya con la voz totalmente apagada.

—Por último, don José, ¿desea que un psiquiatra profesional charle con usted?

Pepo negó con la cabeza. Estaba taciturno, exánime. Aisa guardó silencio.

—Don José, ¿me ha oído? ¿Desea poder charlar con un psiquiatra profesional?

Pepo soltó un no inaudible. Aisa se revolvió inquieta y miró hacia una de las cámaras, la que estaba situada detrás de Pepo. La habitación continuó en silencio. Al cabo, Aisa lo intentó por tercera vez.

—Por favor, don José, necesitamos grabar su voz con su respuesta a mi pregunta. Por favor, haga un esfuerzo y conteste claramente. ¿Desea la visita de un psiquiatra para que charle con usted?

Pepo tomó aire. Hizo un esfuerzo y le salió un «no» bastante apagadito. Aisa volvió a mirar a la cámara. Esta vez un led azulado parpadeó dos veces en su interior.

—¿Necesita alguna cosa más, don José? ¿Puedo hacer algo más por usted?

Pepo quedó callado unos instantes, pero enseguida levantó una mano como para evitar que Aisa se fuera.

La mujer aguardó a su lado, mirándole con su estirada sonrisa profesional esculpida en su rostro.

—Por favor —logró decir a duras penas Pepo—. ¿Podría traerme un café solo en un vaso alto?

—Cómo no, don José. ¿Desea alguna cosa más? ¿Puedo serle útil de alguna otra manera?

—No. Gracias por todo, Aisa.

La mujer se retiró y esta vez Pepo no la siguió con la mirada. Ni siquiera podía pensar que todo estaba siendo registrado: lo que hacía, lo que no hacía y lo que había dejado de hacer.

Quedaban muy pocas horas para el desenlace. Aisa volvió rodando una robusta mesa con un vaso de tubo y una cafetera humeante. Sirvió medio vaso y miró a Pepo, que no prestaba atención a lo que la mujer estaba haciendo.

—¿Así está bien, don José?

—Un poco más, por favor —dijo Pepo con una voz cazallosa. Cuando Aisa hubo servido más de tres cuartos de vaso le preguntó.

—¿Así es suficiente, don José? —Pepo miró al vaso de reojo y asintió.

—Sí, muy bien. Muchas gracias.

—¿Le sirvo azúcar, sacarina, panela, miel…?

—Lo beberé así. Muchas gracias, Aisa.

La mujer depositó el vaso con el café en la mesa y repitió la fórmula:

—¿Desea alguna otra cosa? ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?

—No. Muchas gracias.

—Recuerde que puede llamarme en cualquier momento que lo desee con tan sólo descolgar uno de los teléfonos que sin duda ya habrá localizado.

—Sí, por supuesto. —La voz de Pepo era opaca.

—Y no olvide que en cualquier momento puede usted poner fin al proceso, abortándolo.

—Sí, lo sé. Llegaré hasta el final, Aisa.

La mujer se retiró con la cafetera aún humeante en la mano. En la mesa quedaron el vaso con el café y los edulcorantes.

Pepo tomó el vaso en sus manos y percibió el calor. Un calor que en breves horas escaparía de su cuerpo inerte. ¿Qué harían con él, con su cuerpo? Pepo lo sabía. Había trabajado limpiando las chimeneas de los hornos crematorios que albergaba el edificio en sus sótanos. Las chimeneas, que eran abiertas alternativamente, funcionaron a pleno rendimiento durante el tiempo que duró la contrata que dio trabajo a Pepo. Quizá en estos momentos estuvieran quemando cuatro o cinco cuerpos, y dos o tres personas estaban pulsando sus propios botones del día final. Otros muchos estarían en habitaciones como la de Pepo. Nadie veía a nadie. Nadie veía nada. Nadie conocía a un suicida que se hubiera retirado. O quizá ninguno de los fallidos suicidas quisieran hablar de su miedo. Como aquellos míticos kamikazes japoneses que volvían deshonrados por no haber sido capaces de precipitarse con su bomba volante sobre un portaaviones en el Pacífico y sin embargo se hacían ellos mismos el harakiri, rajándose el vientre. Pepo no tendría problemas en apretar el botón, pero no sería capaz de clavarse una aguja.

Pasó así sus últimas horas hasta que volvió Aisa con el último impreso, en el que Pepo debía ratificarse en su decisión y exonerar de responsabilidades a las personas que le habían auxiliado en su voluntad de suicidarse.

No tuvo problemas para estampar la firma, ni siquiera le tembló el pulso, y Aisa aprovechó para recordar a Pepo que podría abortar el procedimiento cuando lo deseara, incluso estando ya conectado a la máquina. Y le recordó que en caso de desistir tendría que hacer frente a los gastos ocasionados al Estado.

—Bien, don José. Debo informarle de que en una hora todo lo más vendremos para acompañarle a la sala donde usted pondrá voluntariamente fin a su vida.

Pepo asintió con la cabeza. Aisa repitió la fórmula que la ponía a su servicio y Pepo dijo que no deseaba nada más.

Le daba rabia abandonar este mundo sin haber presentado batalla. Era rabia lo que sentía por no haber conseguido sus objetivos. Era rabia lo que hinchaba su pecho al saber que a nadie le importaría que iba a dejar de existir en cosa de sesenta minutos. Era rabia lo que perturbaba su ánimo cuando se veía a sí mismo tirado en una camilla camino del crematorio. ¿Lo incinerarían totalmente desnudo? ¿Quién lo desnudaría? Pensaba ir en pijama hasta la sala de suicidios. ¿A quién iban a vestir con sus ropas? A buen seguro las quemarían con él. Pepo ya sabía qué ocurría con los residuos gaseosos de las combustiones y los microsólidos que acompañaban al humo. ¿Pero y con las cenizas? Nunca había pensado qué hacían con las cenizas. Y de pronto recordó que detrás de este edificio administrativo se alzaba un almacén de productos de agricultura propiedad del Estado. Ahora estaba seguro de que sus cenizas acabarían abonando un campo de lechugas y tomates. O quizá fueran prensadas entre el concreto de una autopista. ¿Y qué más daba? Polvo al polvo, cenizas a las cenizas, recordó de no sabía muy bien qué programa. Y átomos a los átomos. A fundirse con el Universo. En cuestión de unos miles de millones de años, un suspiro para la eternidad, la Tierra dejaría de existir y nada de lo que en ella había ocurrido tendría ninguna importancia.

V

No habían pasado treinta minutos cuando Aisa irrumpió en la habitación sin haber llamado a la puerta. La sonrisa había desaparecido de su semblante.

—Señor Vázquez, tenemos que hablar.

A Pepo le dio un vuelco el corazón con aquella entrada intempestiva. Contrariamente a su costumbre Aisa colocó una silla frente a Pepo y se sentó en ella mirándole fijamente a los ojos.

—Señor Vázquez, usted firmó un documento en el que hacía constar bajo juramento que cumplía una serie de requisitos.

—Lo recuerdo. —Pepo estaba asustado. La voz de la mujer era dura.

—Firmó usted una declaración jurada de que no tenía contraída ninguna deuda con el Estado que le va a ayudar con sus medios a alcanzar su propósito de suicidarse.

Pepo asintió levemente con la cabeza, sin dejar de mirar a la cara de la mujer.

—Sin embargo, nos acaba de llegar una multa pendiente que está cursada a su nombre.

—¿Una multa?

—Una multa por exceso de velocidad, señor Vázquez.

—No puede ser… Habrá sido mi colega.

—La multa está fechada hace ocho días. En ese momento, y según sus propias declaraciones, el deportivo que usted poseía aún era de su propiedad.

—Sí…

—La multa fue cursada anoche a la dirección del actual propietario, que la ha devuelto hace media hora al Servicio de Tráfico junto con la documentación pertinente, de la que se colige que en el momento de haber sido detectada la infracción el vehículo era de la propiedad de usted, señor Vázquez.

—Hace ocho días sí, era mío…

—Pues bien, fue usted detectado a una velocidad muy superior a la permitida en la autopista 17, circulando a más de doscientos kilómetros por hora cuando el límite máximo en todas las autopistas del Estado es de noventa kilómetros a la hora. Tiene usted pendiente una multa a la que me temo que, según nos ha manifestado hace unas horas, no podrá usted hacer frente. Además hay un requerimiento contra usted para que se presente ante el juez que presumiblemente le retirará el permiso de conducir y le condenará de seis a doce meses a realizar servicios a la comunidad. Servicios que no pueden ser remunerados, evidentemente. Y como usted no dispone de ninguna cantidad en efectivo, le repito, según sus propias manifestaciones, deberá usted seguir trabajando gratuitamente para costear el mantenimiento que haga de usted el Estado durante el cumplimiento de la condena. Y continuará trabajando para pagar la multa y el Estado seguirá manteniéndole y usted seguirá trabajando para pagar su mantenimiento.

Pepo estaba serio. No entendía nada, salvo que se convertía en un esclavo del Estado. Por fin habló.

—Es cierto que antes de vender mi coche quise darme una vuelta y ponerlo a tope. Quizá alcanzara los doscientos cuarenta… Pero todo el mundo sabe que en esa larga recta no existe ningún radar. No es posible que me pillaran.

—El cinemómetro que detectó su irresponsabilidad —dijo Aisa consultando los impresos que traía en la mano— estaba montado en un dron que en ese momento sobrevolaba la autopista, señor Vázquez. —Y tiró sobre la mesa del ordenador la documentación que el Estado había girado a nombre de José Vázquez Retorla.

Tras consultar los datos y comprobar las fotos, Pepo quiso investirse de dignidad.

—Pues no sé por qué se enfada, señora. El que está jodido soy yo.

—Está usted bien jodido, sí señor Vázquez. Porque además va a tener usted que trabajar para costear el gasto ocasionado al Estado durante estas veinticuatro horas. No sólo la comida y el alojamiento y el zumo que se ha tomado del mueble bar cuando llegó y el pijama que ha usado. Y el agua y la luz que ha gastado. Tendrá usted que pagar los honorarios de casi una veintena de profesionales. Estará usted bien jodido, señor Vázquez, por el resto de su vida, que espero sea bien larga para pagar lo que debe al Estado. Y cuando termine de pagar se encontrará usted en la calle solo y sin un céntimo, señor Vázquez, para volver a empezar con su pantomima del suicidio. Pero nos ha jodido, y bien, señor Vázquez, a los profesionales que hemos tenido contacto con usted.

Pepo parecía buscar la solución en el fondo de su mente.

—No entiendo cómo puede afectarles a ustedes mi torpeza mayúscula.

—Mayúscula, señor Vázquez. Usted lo ha dicho. Debemos ser ciudadanos anónimos que ahora, al verse frustrado su intento de suicidio merced a su torpeza, podemos ser identificados por usted en cualquier momento en que nos crucemos en la ciudad. Ahora el sistema del Estado nos trasladará de ciudad, enviándonos a una bien lejana a ésta, cuando todos llevábamos años asentados en este lugar. Ha jodido usted nuestras vidas, señor Vázquez.

—Pero no puede usted enfadarse conmigo por mi torpeza. Estaban ustedes expuestos a que cualquier ciudadano abortara el procedimiento, usted misma me lo ha estado repitiendo constantemente desde que llegué a este sitio.

—Nadie, señor Vázquez, nadie, ¿me oye? Nadie ha dado nunca para atrás en quince años que llevo prestando mis servicios en este departamento estatal.

—No es posible. Alguien tiene que haber rehusado alguna vez…

—Le repito, señor Vázquez, que nadie nunca se nos ha escapado vivo de aquí. En eso consiste nuestro trabajo. Y cuando no ha sido por las buenas, fue por las bravas. Pero ahora es el propio Estado el que nos prohíbe que le llevemos a las puertas de la muerte porque tiene usted contraída una deuda con él de la que nosotros tampoco podemos hacernos cargo personalmente para poder acabar con su mierda de vida.

—¿Pero es que nunca ha habido nadie que tuviera alguna deuda pendiente con el Estado?

—Sí que los ha habido, pero se detectaban tras el registro en recepción y las pagaban. En unos minutos los ordenadores dan con los morosos. Pero esta multa… Esta multa se ha demorado porque el dron de control fue derribado y han estado recuperando la información. Ha arruinado usted mi vida familiar, señor Vázquez, que lo sepa.

Pepo no entendía que Aisa estuviera tan furibunda. Podría trasladarse con su familia a una nueva ciudad y comenzar una nueva vida. Pepo estaba ofuscado: se veía lanzado a la vida cuando ya se daba satisfechamente por muerto. Había asumido que sus problemas acabaron y ahora veía caer una losa sobre él.

—Lo siento, mujer. Seguro que podrá usted comenzar una nueva vida con su familia en una nueva ciudad. Lo siento mucho. Pero ya que no hay remedio, debe usted verlo como una oportunidad.

Aisa se le quedó mirando atónita, y tuvo que hacer una extraordinaria fuerza de voluntad para explicar a Pepo lo que se le escapaba.

—Mi pareja, señor Vázquez, es el más alto de los doctores que le atendieron esta noche. Las posibilidades de que el Estado nos envíe a la misma ciudad son de una entre mil, por no decir inexistentes. Muchas gracias, señor Vázquez. Vístase inmediatamente y acompáñeme. Le estaré esperando fuera.

Pepo fue despedido por una puerta lateral. El sol seguía luciendo. Habían transcurrido veinticuatro horas. Se encaminó al parque. Buscó el banco en el que estuvo sentado el día anterior y tomó asiento. Los rayos de sol calentaban su rostro. La tibieza que sentía le hizo perder por unos momentos la perspectiva del difícil momento que vivía. Convertirse en fugitivo no era una opción real. Moriría dolorosamente en cuanto saliera de una ciudad que nunca había abandonado. En caso de conseguirlo padecería penurias sin cuento. Y suicidarse con dolor no entraba en sus planes. Empezaba a quedarse traspuesto bajo el manto de energía solar, dejando que el calor jugara a dibujar ilusiones sobre sus párpados, cuando una mano férrea se posó en su hombro.

Losange Sable

Un comentario

  • Camila 8 de enero de 2020en17:11

    Un articulo muy interesante. Muchas gracias por la ilustración. Saludos.