Hace quince días he publicado aquí una definición sentenciosa de qué es el cuento. Y añadía que hasta ese momento no me había preocupado de definir qué es cuento. Desarrollé la idea por el gusto de dejar una sentencia lapidaria: un cuento es la narración en pocas páginas de una historia coherente, completa y cerrada.
¿Pero para leerlos y disfrutar con su lectura es necesario conocer la definición de cuento?
Los técnicos necesitan acotar cualquier técnica que surja: delimitarla, ponerle nombre y colocarla en un estante, y así hablar de ella. Ese prurito tiene un valor científico… y hay que respetarlo.
¿Pero de verdad alguien cree que a los lectores les importa? En cada recopilación de cuentos que se publica se bombardea al lector con teorías y teoremas aburridos cuando no trasnochados.
¿Es necesario definir qué es el cine, qué es un cuadro, qué una escultura, o qué una fotografía para apreciarlas? El público ve una película, observa un cuadro, mira una fotografía, escucha una orquesta y poco le importa si es una sonata o una cantata. Lo aprecia y punto. Otra cosa será que quiera explicar por qué le gusta, comparar esa obra con otras similares, investigar sobre el autor… Pero eso es tarea de cinéfilos, melómanos, fotógrafos y galeristas. La mayor parte de los espectadores, lectores, escuchantes o mirones sólo dirán si les gusta o no les gusta; muchos no sabrán explicar por qué. Y muy pocos sabrán explicar qué reacciones les provoca la obra: ira, indignación, tranquilidad, pena, alegría, desasosiego, alipori… Razonar la lectura, audición o visualización, es tarea para iniciados.
Volvamos al cuento… Veo un exceso de tecnicismos en los libros de cuentos que lo único que consiguen es ahuyentar a los posibles lectocuentistas, si se me permite este palabro.
Hace unas fechas me he hecho con el libro Los cuentos que cuentan, una recopilación de autores españoles contemporáneos –en el momento de su publicación (1998)–. A cada autor compilado en él se le pidió una introducción acerca del género del cuento. ¿Y para qué?, me pregunto. ¿Acaso el libro estaba destinado a técnicos del cuento? Yo diría que sus destinatarios eran meros lectores.
Tengo a tiro de gadgetobrazo la antología de José María Merino Cien años de cuentos, donde el antólogo también prologa definiendo qué es el cuento y qué no lo es. Son innumerables las antologías de cuentos que gastan las primeras diez o doce páginas disertando sobre qué es un cuento, qué no es un cuento, y comparando cuento con novela, y cuento con poesía. Y lo hacen tontunamente, recreándose en el lirismo y la eufonía.
Yo no veo a nadie definiendo qué es una novela y qué no es novela. Si me compro un poemario no leo diez páginas con la definición de poesía que tiene su autor. Quizá porque al lector de poesía le importe un comino lo que el autor piensa qué es y qué no es poesía. Igual ocurre cuando leo el libreto de una obra teatral: no veo definiciones de qué es teatro, qué un sainete, qué un entremés y qué es un guiñol. Tampoco me encuentro definiciones campanudas de qué es la fábula… A nadie que vaya al cine se le bombardea con conceptos como cine de autor, cine comercial o cine de tesis.
Mucho me gustan las entrevistas de Café Chéjov, y nunca he entendido por qué pierden el tiempo y qué se gana invitando a cada cuentista a que diga a cámara qué es para él el cuento. ¿Pero a quién…? Que a quién le importa, digo. (Es curioso que todos fingen que el cuento para ellos es una epifanía –!!–). ¿Preguntarían a un novelista qué es la novela? Pues eso…
Es un debate técnico que coloca un muro ante quienes sólo quieren leer. Se da la impresión de que es preciso entender qué es el cuento para disfrutarlos. Tengo claro que a quien lea un cuento poco le importa la teorificación del cuentista sobre el género del cuento. A un lectocuentista puede interesarle el análisis del cuento… sobre la historia que cuenta, no sobre cómo está escrito ni sobre los recursos estilísticos utilizados. Este segundo interés comenzará tras muchas lecturas de cuentos y otros tantos análisis de la diegesis de la historia que el cuentista cuenta. ¿Ves el tachón? ¿A quién le importa el concepto de diégesis, de deuteragonista o de trama para leer un cuento y entender la visión del mundo que el cuentista nos quiere trasladar? ¿Acaso es necesario entender qué es un plano cenital, qué un zum o qué un trávelin para entender el mensaje de un filme?
Que lean primero. Que analicen más tarde. Que se preocupen de cómo está hecho en última instancia, porque no todo lector de cuentos tiene por qué ser un técnico en cuentos.
El primero que disertó sobre el cuento (composiciones llamaba él) calculo que fuera Edgar Allan Poe. Pero Poe necesitaba delimitar el campo del cuento (literario) porque estaba trabajando sobre unos materiales incipientes, difusos, inasibles, nada concretos. Casi un siglo después fue Horacio Quiroga quien con su Decálogo del perfecto cuentista logró hacer creer a todos que cualquiera podía escribir un cuento (lo cual es cierto, lo que no es cierto es que cualquiera, sin técnica ni preparación, puede escribir un buen cuento). Más tarde fue Julio Cortázar buscando comparaciones y definiciones sobre su arte para satisfacer a quienes querían saber cómo lo hacía. Después de escucharle en dos horas de entrevista llegué a la conclusión de que Cortázar reflexionaba sobre el cuento por diversión o aburrimiento.
Para interesados en el cómo-se-hace está el tratado de Enrique Anderson Imbert, Teoría y técnica del cuento, obra extensa e intensa.
Creo que es absurdo definir qué es un cuento si no existe una intención didáctica detrás. Pero para leerlos no se necesita saber escribirlos ni disertar sobre el género.
Para mí, y me extenderé cuando termine de publicar la serie sobre los tipos de libros de cuentos que presento a partir del mes que viene, esta constante definición y re-definición del concepto cuento como género narrativo causa mucho daño y ningún beneficio.
Se ha instalado la creencia de que el escritor de cuentos ha de ser un erudito y debe exhibir su erudición literaria. Quien hace un programa de televisión no tiene por qué saber cómo funciona un televisor por dentro.
En las entrevistas de Café Chéjov (y en las del Encuentro Internacional de Cuentistas, enmarcado en la FIL de Guadalajara) se exponen otras cuestiones sobre la narrativa breve que me resultan atractivas, pero dudo de que tengan aprovechamiento alguno para quienes sólo quieren leer y entender la historia que se le cuenta.
Esa continua definición –muchas veces sólo comparación con otros subgéneros literarios– me recuerda la moraleja de la fábula de Tomás de Iriarte Los dos conejos:
(…) Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.
Lo que importa no es aturrar al lector con nuestra erudición, lo que importa es que se lean más cuentos. Cometemos el gran error de jactarnos insinuando que el lector de cuentos posee una perspicacia superior a la de otros lectores, y con ello elitizamos el cuento… lo que equivale a pegarse un tiro en el pie.
El cuento es un género que parece diseñado específicamente para este siglo vertiginoso: «historias coherentes, completas y cerradas en unas pocas páginas». Ya hemos perdido una cuarta parte del siglo disputando sobre si son galgos o son podencos… Y quejándonos de que no se leen cuentos.
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