Hace unas semanas, ante la insistencia de los anglófilos que ramonean libros de cuentos, contumaces en llamar relatos a los cuentos –muchos de ellos escritores y editores que deberían encarecer una palabra tan bella como CUENTO–, ensayé en llamar relatos a las narraciones que, muy al sabor anglosajón, no cuentan nada y tan sólo relatan una escena o un panorama.
Sigo explicando este concepto a lo largo del artículo, que no quiero enroscarme como un uróboros, y avanzo como dicta la técnica del cuento.
Me ha obligado una lectocuentista amiga —a toque de artículo digital— a recordar la conocida narración de John Cheever El nadador, que fue base del guión para una película que criticaba el fariseísmo y voracidad de la pudiente sociedad gringa en los pujantes años cincuenta y sesenta.
Rememorando aquella lectura bajo el nuevo paradigma que he abierto (al menos para mi caletre, que no pretendo imponer criterio ninguno a nadie, líbreme el trueno de semejante insensatez), no sabía resolver si El nadador es cuento o relato. Así que lo he leído de nuevo (es lo que tienen los cuentos, la relectura pronta de una historia completa).
Recuerdo que cuando leí este texto me gustó. Me gustó la idea. Me gustó lo que no cuenta, lo que subyace o quizá orbita sobre él. Pero tras la relectura a que me instó el artículo, y bajo mi nueva óptica, me he dado cuenta de que este relato no cuenta nada. La idea final a la que te aboca la narración puede ser que sí sea, puede ser que no se dé. Pero contar, lo que se dice contar, sólo relata una aventura estrambótica.
El texto tarda en dar a entender al lector que está ante un decrescendo… En la primera mitad retrata el esplendor de un estrato de la sociedad estadounidense. Y en el último tercio es cuando el lector empieza a sospechar que a lo mejor lo que está leyendo tal vez no sea lo que le quieren contar. La luminosidad inicial va sufriendo un decrecimiento paulatino que se acentúa al final con un apagón súbito.
Me había planteado resolver —con las gafas de mi nueva mirada— si este texto es cuento o relato. Diré que es cuento… Recordemos aquel principio que hizo famoso a Piglia: un cuento siempre cuenta dos historias.
Pero es uno de esos cuentos que lo que quieren contar está en el reflejo de lo que cuentan. No cuentan una historia sino que usan una historia para reflejar algo. Quizá haya sido un medio de esquivar una censura hacia lo que era inapropiado en aquel momento. Si es así, es un cuento genial.
Ocurre que la enseñanza del cuento queda a la sospecha del lector y no es objeto de este artículo explicar la incongruencia del cuento: si el final es el que se sospecha, entonces no pudo comenzar el cuento como lo hizo: si es un cuento realista, no existen los saltos en el tiempo ni las ucronías. Queda otra posibilidad… pero entonces hay un cambio de narrador.
La cuestión está en dilucidar si lo que refleja es interesante. En este caso sí, ya lo dice el artículo que me ha invitado a la relectura. La historia del protagonista es un epítome paradigmático de una sociedad concreta en un momento dado.
Mantendré como norte los postulados de la Crítica de la Razón Literaria (CRL). Soy consciente de que un diletante autodidacta como yo puede haberlos interpretado erróneamente.
Uno de esos postulados directrices de la CRL sostiene que la literatura en español, la literatura propia de la hispanosfera, busca desengañar al lector ante las trampas de la vida, o más bien, las trampas con que tratan de enredarle otros humanos que, con él, ocupan la realidad. Y que la literatura de la anglosfera centra su objetivo en hacer feliz al lector manteniéndole en una nube apartado de la realidad que le envuelve, poniendo las emociones por delante de la razón.
Este cuento sigue los postulados de aquella literatura. Es un cuento que relata una escena que se dilata en el tiempo. El protagonista se mueve a través de una situación extravagante que el autor crea para el lucimiento de su personaje.
No cuenta nada, tan sólo muestra un panorama, una situación social. Pero es bien cierto que a través de ese retrato el lector va observando una sociedad que si no es delicuescente porque está en el cénit de su actividad, si es una sociedad vacua, vaciada de valores… y en algunos momentos hasta inhumana, o cuando menos insensible, que trata como parias a los caídos, sea cierto o no el lúgubre final que el narrador introduce con pericia en la mente del lector.
¿Y para qué le sirve este retrato social al lector? ¿Tras su lectura mejorará en lo personal y aprenderá a enfrentarse al desengaño que le hará madurar en la vida?
Bueno, pues le invita a abrir los ojos a una óptica que o bien puede desconocer o bien puede no querer ver, dependiendo de en qué parte de la sociedad estadounidense viva. Y eso es lo que le podría valer para enfrentarse al desengaño del mundo; la enseñanza del cuento podría ser: «Quienes te adulan y te celebran no son amigos».
Estos textos que retratan sociedades excluyentes a las que no todos podemos pertenecer también acaban teniendo un valor documental histórico en la medida que se ajusten a la realidad de esa sociedad concreta. Y si la realidad ha sido falseada por mor de la literatura, también podría suceder que el pretendido documento pase al acervo histórico como verdad escrita, que la historia es muy perversa y poco puntillosa en algunos lances.
Los relatos al gusto estadounidense, al mostrar un panorama, necesitan esparramarse, aprovechando para novelar lo que nosotros, desde la hispanidad, tendemos a compendiar. Suelen perderse relatando detalles intrascendentes que no son propios del género del cuento porque no aportan nada a la historia que se relata. En un cuento todo lo que no aporta, sobra.
El objetivo de un cuento invita, o bien a describir lo estrictamente necesario, lo importante para la historia que cuenta, o bien a avanzar la historia hacia su final inexorable. Si el cuentista se desvía apuntando subtramas o si se enreda en detalles que no son necesarios, estará novelando, en menor o mayor medida según las concesiones que se permita el autor.
Pero es de justicia decir que en este cuento Cheever utiliza descripciones, que no impulsan hacia el final, para reflejar un mundo de cócteles e invitaciones recíprocas, de gestos de superioridad y desaires, de estar por encima de las circunstancias y de los demás, de poses y categorías.
La literatura anglosajona busca entretener al lector para distraerle de los desencantos del día a día. La literatura hispana busca enseñar al lector algo que le sea valioso para su trayectoria vital desengañándole de las apariencias. Naturalmente no son esferas estancas y ambas se influyen, a veces friccionando tangencialmente, a veces intersecándose e inoculando en la otra esfera esporas propias.
En este cuento, de 24 minutos de lectura estimada, su autor busca entretener al lector con una aventura rocambolesca. Pero a medida que se va deshilando la historia, se va llenando de detalles que retratan un mundo social exquisito y exclusivo, y que dejan un poso a modo de enseñanza en la mente del lector. No por los detalles en sí, sino por lo que muestran e insinúan del contexto, del mundo del protagonista.
Quizá al lector no le sirva para tratar con sus pares en el día a día, pero le deja claro que los opulentos también tienen baches y hundimientos en sus vidas; que pueden perder la posición de privilegio de la que gozan tras una mala decisión y verse de repente en la pobreza que supone tener que trabajar para subsistir: quizá compitiendo por un céntimo en el mundo del lector.
A caballo entre un cuento a la hispana y un relato a la anglosajona, veo que El nadador tiene elementos que le hacen ganarse el título de cuento, aunque no con poco esfuerzo.
Te invito a que leas El nadador (recuerda que tienes el enlace al cuento al comienzo de este artículo) y saques tus propias conclusiones. Hay más cuentos que, estando armados al modo de la anglosfera, acaban dando una enseñanza al modo de la hispanosfera. Podríamos hablar de una tercera vía para contar un cuento novelándolo. Pero se me ha acabado la mecha para seguir escribiendo.
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