La madre del fuego y el pirómano

7 de enero de 2022

La cocina del escritor.—
Este cuento ya tiene unos años y cuando lo he vuelto a leer me ha costado reconocerme. Ahora escribo con un lenguaje más oral, o eso es lo que he estado buscando. Ya lo perseguía de aquella, pero este cuento como que pedía volver al manido narrador del siglo XX, ese narrador grave, serio, correcto, aséptico y circunspecto. Necesitaba un narrador con esas tonalidades, pero no quería narrarlo en tercera persona.

Así que metí un personaje dentro del cuento que nos narrara la historia. Y por algún motivo que tendrá más que ver con lo que me ocurría a mí en aquel momento que con lo que realmente buscaba en tanto que cuentista, imbriqué dos historias. Has de tener en cuenta que el narrador le cuenta la historia antigua a un niño de ocho años, y que narra los hechos actuales más para sí que para una audiencia ausente a la que hace mención en el cuarto párrafo. Esta es la vida del narrador, que se pasea por mi ciudad, sin que al final se sepa a qué viene tanta melancolía (aunque creo que se entreadivina por el título). La otra, la antigua, introduce un giro inesperado a una idea que se viene repitiendo desde mucho antes de la magnífica serie «Érase una vez… el hombre». Aquella serie educativa, magistral, simplemente recogió el testigo.

Un cuento feminista, para que luego me digan las hijas pubescentes y adolescentes de mis amigas que soy un machirulo demasiado machomán. Pero apostaría a que la caterva de iracundas feminoides ve en él algo reprobable por heteropatriarcal. Y es que los tíos con barba o bigote estamos mal vistos en esta ERA DENGUE Y ATERCIOPELADA, dirigida por efebos eternamente impúberes, gente del malecón que ya veremos los grititos que dan si llega el momento de que toda esta pelusa deba empuñar armas para defender su modo de vida dengue y aterciopelado.

La madre del fuego y el pirómano: la receta del cuento Mostrar
La madre del fuego y el pirómano   
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La madre del fuego y el pirómano
***

(cuento – 3.841 palabras ≈ 16 minutos)

La llama de un incendio
que corra devorando
y muertos apilando
quisiera yo encender;
(…)

La madre repasaba la lección con el niño. No parecía su hijo. El muchachito era negro y ella no. Pero me quedó bien claro desde el principio que la mujer guardaba alguna relación con aquel establecimiento.

El niño –que tendría ocho años, quizá nueve–, mirando el libro abierto ante sí, preguntó a la señora, llamándola mamá, que quiénes eran los prehistóricos, y la madre, un tanto ausente, respondió que hombres valientes. El niño insistió y quiso saber por qué eran los prehistóricos tan valientes. La madre le dijo que hubo uno que cogió el fuego con la mano, sin miedo a quemarse. Entonces el rapaz, incansable en sus ansias por saber detalles, se interesó por el nombre de aquel valiente. La madre, mientras remendaba unos calcetines, repuso con la vista fija en sus puntadas que no se sabía, que ya no quedaba vivo nadie de aquel tiempo y que el nombre del valiente había sido olvidado.

El moreno siguió indagando sobre aquella proeza y preguntó cómo fue que aquel hombre valiente cogió el fuego con la mano. La madre, siempre con dulzura, y quizá tomando conciencia por primera vez del jardín en el que se estaba metiendo, posó descuidadamente la labor sobre la mesa y, pensativa, deslizó tiernamente su dedo índice por la mejilla del niño. Le sonrió y le explicó que un rayo había caído sobre un árbol, prendiendo fuego en él e hiriéndolo de muerte, y que aquel hombre se acercó sin miedo, y asiendo una rama que ardía se hizo dueño del fuego y lo llevó a su cueva.

El muchacho abría sus enormes ojazos como tratando de revivir la escena en su mente y volvió a abrir la boca sin duda para cuestionar de nuevo a la madre. No me pregunten por qué lo hice, tal vez por socorrer a aquella madre, tal vez porque la tarde y mi lectura, descuidada también sobre mi mesa, invitaban a gestas poéticas, tal vez porque mi jarra de vino del país andaba ya mediada, no sé el motivo, quizá todo ello, pero entonces hablé.

—Disculpe mi intromisión, señora, pero se ha podido determinar científicamente cómo fue que el hombre perdió el miedo al fuego y lo dominó. Y lamento informarle de que no fue como usted ha contado.

La mujer me miró sorprendida por mi insolente atrevimiento. Y en ese instante noté la brisa, un vientecillo que traía olor a mar y que vino a recordarme que mi tiempo allí tocaba a su fin.

§

Había vuelto a Bilbao. Anduve callejeando hasta la hora de comer por el Casco Viejo, perdido y ocioso entre sus cantones, sus tienditas, sus olores: el Mercado de la Ribera y la ría, que en este punto aún conserva efluvios salobres; los puentes con adarce que conectan ambas márgenes del Bilbao más antiguo allí donde la arteria principal comienza a dejar de ser salina para comenzar a tornarse río; las boticas y los almacenes, con la inconfundible fragancia de los inmuebles construidos con vigas de añejas maderas mezclado con los aromas de los cientos de géneros que en ellos se venden al detalle; la Catedral, con sus frías y mudas piedras centenarias, cómplices silentes de mil batallas aún recientes, amorosas unas, mientras las cruentas van siendo olvidadas con urgencia; la fragante tiendita de jabones naturales que se esconde casi frente al templo, haciendo esquina con un cantón que huye hacia Barrencalle y que tiene por reclamo un bañista con txapela. Las Siete Calles pues… Todo olía a Bilbao, a paz y tranquilidad, a paraíso tradicional y urbe cosmopolita, la piedra alineada en su sillería, el agua meciéndose en su cauce, la madera envejeciendo en su bóveda.

Pasado el mediodía había comido en una taberna de las de bancos corridos y serrín en el suelo, que siguen siendo ideales para ingerir un tentempié. Me dediqué a tapear sin sentarme, acodado en la barra, contemplando embobado una colección de traineras en miniatura, con sus tripulaciones en diferentes actitudes de faena, como una tribu en la que cada miembro del clan sabe que su vida depende de cada acción de los demás. Conocida es la calidad de las tapas que se sirven en Bilbao, así que me supieron a gloria los pinchos que degusté en la Barria Plaza o Plaza Nueva, que los domingos bulle llena de dispares coleccionistas, expertos y siempre bien surtidos, en busca de un trueque o una compra con la que poder deleitarse hasta la próxima cita. Por eso sé que aquel día era entresemana y no domingo: la Plaza descansaba.

§

Di por sentado que el niño preparaba examen para el día siguiente. La madre se había girado hacia mí sorprendida por la libertad que me había tomado y dejó de repasar la lección con el crío. Así que adivinó en mi rostro una mirada cómplice, dulcificó su expresión, sonrió y me dio pie a entrar en aquella conversación privada preguntándome cómo explicaban los científicos que había ocurrido la mencionada gesta. Me pareció adivinar un mohín en su expresión que diría entre divertido e intrigado. Me disculpé fingiendo carraspera y aduje que quizá el niño no tuviera interés en esa parte de la Prehistoria. El chaval, rápido como una centella, abrió sus enormes ojos negros y su gran boca negra, y agitó su encrespado y negro cabello asintiendo con vehemencia. Así pues, comencé mi relato no sin antes, con parsimonia, rellenar mi vaso de txakolí alargando el tiempo para que el mulato se preguntase si el tipo alto y seco cual quijote que tenía delante empezaría a hablar alguna vez. Y volví a sentir la brisa que anunciaba que la bonita tarde de primavera tocaba a su fin.

§

—Ciertamente no existen muchos detalles sobre esta historia, pero se sabe que transcurría una tarde de otoño, cuando no existía calendario alguno que marcara el paso de los meses. Aún así, se ha sabido que era otoño porque el invierno estaba más próximo que el verano y las estaciones han permanecido inalterables durante eones.

»Una reducida tribu de homínidos caminaba por la sabana africana. Acamparon en el recodo de un ancho río que a principios del otoño demandaba la época de agua tras un verano especialmente seco, porque en aquel tiempo, en aquella Edad Antigua, el Sahara era un vergel pero las lluvias comenzaban a ralear en el continente africano.

»Los pequeños homínidos acamparon con las escasas pertenencias que llevaban consigo… lascas, huesos, algunas pieles parasitadas y a punto de pudrirse… Como ese año el verano había sido extremadamente seco, los cañaverales cercanos al río, casi tan altos como ellos, mostraban un color amarillento, pajizo.

»Con la tribu caminaban dos niños; llevaban también dos crías… dos bebés que habían nacido pocos meses atrás, durante la estación seca. La mortalidad aún era enorme entre las poblaciones de homínidos, y la esperanza de vida no superaba los veinticinco o treinta años. Así que a los bebés les tocaba madurar rápido… aunque tampoco es que tuvieran muchas cosas que aprender de sus progenitores. Ni siquiera un lenguaje, que por entonces era incipiente y se limitaba a algunos monosílabos guturales para nombrar objetos cercanos y lejanos que les eran cotidianos. Entre los más lejanos estaban el sol y la luna y la luz de las estrellas, que para ellos sólo eran luz.

»Para los más cercanos utilizaban monosílabos como tú y yo, y nos para referirse a toda la tribu. Y también pan, que en aquel entonces significaba cualquier tipo de alimento; y agua… que se pronunciaba “o”, como en el francés actual. Pero me pierdo en dibujos…

»El caso es que la tribu, antes de acampar, debía inspeccionar los alrededores por si se disponían a pernoctar próximos a una guarida de fieras que pudieran devorarlos mientras dormían. Los bebés quedaron en el suelo, en lo alto de un declive, tras clavar en el suelo unos palos secos, a modo de estaquitas, que por allí abundaban, de forma que si rodaban no cayeran al agua donde se habrían ahogado, o algo peor…

»Los niños, mientras jugaban, fueron encargados de observar a los bebés, que aunque no necesariamente fueran hermanos suyos, los trataban como a tales. Así ocurre cuando se vive en una tribu.

»Estos jovencitos se pusieron a jugar lanzando piedras a unos promontorios que encontraron cerca de allí. En la Edad Antigua estas habilidades eran necesarias y la buena puntería muy celebrada por toda la tribu, pues de una certera pedrada se podía ahuyentar a un merodeador incómodo.

»Los adultos se alejaron varios centenares de metros, y en su exploración encontraron un árbol frutal de una especie que creyeron reconocer. Y así se demoraron en recoger frutos con los que alimentarse por la noche y quizá al día siguiente, pues las provisiones les eran escasas tras aquel verano de sequía, y se debe tener en cuenta que aún no sabían cazar, por lo que su ingesta de proteínas animales quedaba limitada a carroñar, lo que no siempre era posible.

»En esos menesteres andaban cuando la noche les sorprendió, pues por aquellas latitudes los atardeceres son breves… aunque a estos homínidos, habituados a orientarse en un mar de altas hierbas y cañas, tan inacabable como inabarcable, la escasa luz del crepúsculo no les suponía un quebranto.

»Los homínidos decidieron volverse hacia el improvisado campamento, oídos alerta, ojos avizor. Mientras recolectaban no habían escuchado ningún grito de los niños, aptos para defenderse por sí mismos a su edad, pues cualquiera de los dos era capaz de arrear en pleno hocico una pedrada a un depredador inoportuno, hienas las más de las veces.

»Al volver advirtieron un gran resplandor… Sabían lo que significaba… Pero la tarde había sido bonancible y ningún rayo había surcado el cielo para provocar incendio alguno.

»Corrieron como pudieron, a saltos y a grandes zancadas, mientras tiraban al suelo la comida que llevaban y que les hubiera servido para pasar un par de días.

§

Yo había comido apenas vencido el mediodía en Bilbao, ría arriba, a varios kilómetros de donde me hallaba ahora. Después de comer, ajeno aún al encuentro que tendría en la desembocadura de la ría con aquella madre y su hijo, decidí bajar a ver el Puente de Vizcaya. Enfilé por Askao Kalea para tomar el tren que discurre por la margen derecha hasta Getxo, y me apeé en su inclinada estación totalmente techada para cruzar a la margen izquierda utilizando el Puente. Tras doblar una esquina apareció, majestuoso, viejo pero imponente, el Puente Colgante de Portugalete. Fue entonces cuando sentí en mi rostro por primera vez en aquella tarde de primavera la brisa que me anunciaba el final de mi otoño y el inminente inicio de este infernal invierno en el que ahora me consumo.

§

»Cuando llegaron a las inmediaciones del improvisado campamento se toparon con un fuego enorme que lo rodeaba por completo. Toda la maleza seca del entorno ardía con furia y generaba un tremendo calor; un calor tan horrible que los echaba para atrás. Pero un poco más abajo, a la vera del río, rodeados por el fuego, estaban los cuatro niños. Los dos mayores habían cogido en brazos a los dos bebés y se mostraban prestos a salir corriendo a toda mecha, abrasándose a buen seguro los pies, en cuanto el incendio cediese por algún lugar. Entrar en el río no era una opción pues las aguas remansadas y cenagosas ocultaban peligros mortales.

»El fuego, virulento, y la maldita brisa que se había levantado al caer la noche, no propiciaban huecos por los que escapar. Antes al contrario, el fuego llegaba ya donde estaban los cuatro niños, generando además tal humareda que amenazaba con asfixiarlos. El suelo de aquel campamento provisional estaba repleto de leñas secas que tras la última crecida del río, allá por la primavera, habían quedado depositadas en el recodo donde horas antes se habían detenido a hacer noche.

»Los adultos, asustados, testigos incapaces de cobrar un protagonismo heroico, desde su sobreelevada posición sólo atinaban a saltar y gruñir, y voceaban el monosílabo que aplicaban al fuego y que decían como si soplaran: ¡fhe, fhe, fhe!

»De pronto el fuego cobró vigor y arreció como arrecian las tormentas en la sabana africana, igual que si no hubiera un mañana y todo debiera ser consumido en el día de hoy.

»Súbitamente una madre, que se había separado del grupo, echó a correr por entre una pequeña puerta que el mismo viento había abierto entre la cortina de llamas. Corrió cuanto pudo y se abrasó los pies, porque aquel espejismo ígneo iba a durar lo que dura un pensamiento. Visto y hecho. Aquellos seres no estaban acostumbrados a pensar mucho y sí a actuar presto.

»La pequeña homínido había llegado hasta donde los niños aguantaban en pie, y ahora toda la tribu se agitaba soliviantada: una hembra adulta y sana moriría abrasada por las llamas, porque nada se iba a poder hacer por los desdichados que se encontraban en el centro de la inesperada pira; perderían una hembra apta para aparearse y parir, asegurando la supervivencia del clan. La mortalidad infantil era alta y costaba varios años sacar adelante una hembra sana que pudiera procrear varios retoños a lo largo de una vida tan breve como azarosa.

»La imprudente madre, a buen seguro del bebé que cogió en brazos, agrupó en torno a sí a las dos criaturas, que no lloraban porque en la Edad Antigua no se conocía el miedo. Se vivía y se moría y no había tiempo para sentir miedo si se quería sobrevivir; la naturaleza se mostraba rigurosa e inclemente con nuestros antepasados y ellos peleaban a diario contra ella por subsistir.

§

Antes de cruzar la ría me apeteció pasear hasta el monumento a la lucha del hombre contra el mar, a pocos metros del puente, para admirar una vez más una alegoría que en esta época del todo a un clic nos recuerda la batalla constante del hombre para dominar las fuerzas de la naturaleza. Tras demorarme allí el tiempo que consideré necesario, regresé sin prisa por el cuidado paseo que transita a la vera de la ría y que conecta ambos monumentos, la escultura y un puente del pasado industrial que, a pesar de mantener hasta hoy su utilidad original, el paso del tiempo ha convertido en otra alegoría mundialmente reconocida. Pagué mi pasaje en la taquilla, entregué el billete al empleado tocado con txapela roja y uniformado de chaquetón azul, y me acodé, esta vez en la barquilla, para disfrutar de la breve travesía cruzando a la margen izquierda.

§

»Aquella madre había cruzado el muro de fuego y ahora los niños morirían acompañados, lo cual no suponía consuelo alguno para una minúscula tribu.

»La pequeña homínido, como comprobaron todos los integrantes del clan desde el altozano donde permanecían agrupados, se agachó y asió un grueso y largo madero, y dando gritos al fuego –¡fhe, fhe, fhe!– comenzó a golpear la maleza y los rastrojos que ya empezaban a arder junto a ellos y que amenazaban con incinerar el suelo entero donde se encontraban, un manto de hojarasca y leños secos.

»Observó que a cada golpe el fuego se escondía… desaparecía por momentos. La temperatura en el centro de aquel horno empezaba a ser insoportable, pero nuestra antepasada era pequeña y disipaba bien el calor en su menudo cuerpo… A cada golpe que asestaba al suelo daba un paso hacia delante… Comenzó a caminar en línea recta golpeando el suelo y observando… Con cada golpe apagaba por breves instantes el rescoldo que ardía… Dio el bebé al niño que tenía sus dos manos libres y agarrando otro grueso palo bateó el suelo para apagar el fuego a su alrededor… Golpe y paso, paso y golpe a dos manos, avanzando poco a poco pero en línea recta: ¡FHE, FHE, FHE!

»Cuando quiso darse cuenta una muralla de fuego comenzaba a cerrarles por la espalda el regreso a un lugar que tampoco era seguro.

»Poseída de un frenesí tal que sólo una madre enfurecida puede albergar, lamentando más la muerte de su bebé que la suya, comenzó a golpear el suelo con furia, a toda velocidad, con ambos palos… En pocos segundos adquirió una velocidad endiablada… Nuestros antepasados no eran accesibles al cansancio, jamás si sus vidas estaban en peligro, y siempre lucharon contra las fuerzas de una naturaleza que les retaba cada día; ahora en la sabana, siglos más tarde contra la mar.

»Golpeó y golpeó y avanzó y avanzó… Y poco a poco pudo ir saliendo del mismísimo infierno que era aquella hoguera que a su vez enfurecida lamentaba perder a sus víctimas por la acción de la insensata madre, y por ello mugía y crepitaba, y gemía y restallaba.

»Toda la tribu corrió al lugar por donde los suyos iban a salir de este anillo incandescente. Aullaban todos de algo parecido a la alegría, porque justo es reconocer que si no conocían el miedo, tampoco la tristeza y menos aún la alegría. Aunque sus mentes entendían que aquello a lo que habían asistido era un prodigio sobre la tierra que jamás los cielos habían podido contemplar hasta entonces: el fuego, terrible fuerza de la naturaleza, había sido vencido.

»Todos sin excepción saltaban mientras ella, la joven y pequeña madre, permanecía excitadísima, objeto de una intensa subida de adrenalina. Ella, exultante, chillaba y gritaba al aire su victoria sobre el mortal fuego abrasador.

»De pronto la tribu retrocedió horrorizada…

»Y la dejaron sola con el gran fuego a sus espaldas…

§

El atraque en el muelle de la margen izquierda fue suave… un pequeño topetazo; tal y como lo recordaba, pero volví a estremecerme con el quejido que producen los hierros al entrechocar. Una vez en Portugalete, y con tiempo por delante hasta la hora de cenar, me pareció buena idea caminar hasta Santurtzi. Iba buscando dónde degustar un txakolí, el vino del país, y dedicar un par de horas a la lectura hasta que llegara el momento de la cena. Estando donde me encontraba sabía que acabaría regalándome con sardinas asadas sobre las brasas de un roble… Y musité la canción, la bilbainada por excelencia: Desde Santurce a Bilbao vengo por toda la orilla…

Animado, atraqué yo a mi vez en una tasca que me pareció apropiada por el mismo motivo que la taberna del mediodía. Un ambiente tranquilo, hogareño, con txikiteros hablando de sus cosas, algunas veces en vasco y otras en castellano. Perfecto el castellano que se habla allí, aunque con un leve seseo como deje, seseo que a veces me recuerda el que produce el ascua.

Me sirvieron una jarrita de barro y un vaso, me apropié de ambos, y tras pedir permiso para sentarme fuera, me dirigí a una mesa de la terraza sobre la que caían los penúltimos rayos del sol primaveral; la clientela en aquel momento era escasa. Y allí estaba ella, la madre, tomando la lección al niño negro que se aplicaba encima de una mesa sobre la que a buen seguro se habían vivido grandes partidas de mus y quizá de dominó en las atardecidas dominicales. Allí la madre velaba por que el hijo aprendiera la lección…

§

»Ella, la madre salvadora, les miraba con los ojos desorbitados, los brazos en alto agitando aquellos dos palos que ahora ardían tras el contacto con el fuego.

»La tribu había retrocedido, y enloquecida, chillaba y le hacía gestos para que arrojara al suelo aquellos palos del diablo, de un demonio que por entonces no existía. Y se desgañitaban: ¡FHE, FHE!

»Ella, la madre vencedora, miró a los palos, y lejos de asustarse los enarboló en símbolo de victoria.

»Ella, la madre victoriosa, había derrotado al fuego, y ahora, por primera vez, no le temía… era capaz de ver arder un palo al extremo de su mano y no sentir temor por aquello que podía ser vencido.

»Ella, la madre, sonrió enfervorizada y les persiguió con el fuego en el extremo de sus manos, y corrieron asustados, chillando como posesos. Y es que, además de la victoria sobre el fuego, uno de los suyos ahora sonreía y eso tampoco, nunca jamás, lo habían visto antes… Demasiadas emociones para un día.

§

—El coraje de una madre, mi querida señora; fue una madre la que dominó el fuego y no un macho valiente que se acercó a un arbolito prendido para agacharse y coger una ramita que ardía tímidamente.

Tras mi relato el muchacho me miraba con la boca entreabierta dejando que un hilillo de baba comenzara a deslizarse por una de las comisuras de su boca. Luego, sonriendo bobaliconamente, miró a su madre. Entonces volví a hablar.

§

—El incendio se había originado porque en aquel terreno abundaba el pedernal, y al lanzar uno de los niños una piedra de este mineral y acertarle de lleno a otra, había saltado una chispa que prendió entre la hojarasca seca.

»Sabemos que era niña la que reflexionó sobre lo ocurrido mientras se acurrucaba entre las hediondas pieles para pasar la noche bajo la luna del otoño africano. Apenas durmió aquella noche víctima de las emociones vividas; el olor a chamusquina que empapaba todo el ambiente le recordó toda la noche la chispa que originó el incendio. Mucho antes de que amaneciera se puso en pie y sigilosamente se dirigió hacia un risco apartado donde comenzó a ensayar entrechocando piedras de pedernal hasta que prendió una pequeña llama que enseguida cogió fuerza. En un primer instante se asustó, aunque recordando la acción de aquella madre el día anterior, de una patada extinguió la incipiente fogata. Inteligente, se guardó algunas de aquellas piedras y ocultó a los demás el secreto. Tiempo después, hechicera de la tribu merced a su capacidad para crear fuego, alcanzó el poder de dirigir el clan.

»Durante miles de años las hembras de la especie fueron depositarias del secreto y, acuclilladas, creaban lumbre entre sus piernas: una misma posición para crear luz y dar a luz; una misma posición para alumbrar vida y para alumbrar la oscuridad.

Y así concluí, mirándola a sus cálidos ojos, como son siempre los ojos de una madre.

§

Terminada mi historia la mujer me miró entre agradecida y sorprendida. Como no cabía añadir nada más, me levanté y recogí mi abandonada lectura; saqué mi monedero para abonar la consumición pero me detuvo poniendo su mano sobre la mía y diciendo que ella me invitaba. Noté el calor de su mano en la mía… y se me antojó el calor del fuego vital que aquella mujer, niña y madre, alumbró en tiempos prehistóricos.

No podré volver a Bilbao… mi tiempo se apaga en este frío infierno. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué esta obsesión? Debo pagar por mi amor al fuego. Pero pude estar por última vez en Bilbao y tiznar de hollín mi último cuento.

(…)
tostarse allí un anciano,
volverse todo tea,
oír como vocea,
¡qué gusto!, ¡qué placer!

(Fragmento de La desesperación, de Juan Rico y Amat)

Losange Sable
febrero 2017

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