Zumbadas hay en todas las (p) artes

8 de octubre de 2021

He tenido que leer dos veces este artículo o minirreportaje a una tal Rivera Garza que posa como si fuera una diva (tras volver a leer el artículo llego a la conclusión de que así se ve ella a sí misma).

Esta mujer adolece del mal del buenista, esas personas convencidas de que su mundo es mejor y que se sienten con la obligación de catequizar con sus elucubraciones a todo aquel que tenga la desgracia de toparse con ellos.

El artículo (o minirreportaje) corresponde a una serie que obedece al rimbombante título genérico de «Aprende a escribir con…». Quizá por este motivo he estado evitando conscientemente entrar en esta columna que firma alguien apellidado Colomer, pero por circunstancias para mi desconocidas el algoritmo de mi móvil ha seguido insistiendo con cada nueva entrega hasta que hoy, también por motivos para mí ignotos, he calcado en el enlace: qué decepción.

Esta mujer, que para las excesivas y brobdinarianas tres fotos que ilustran tan corto artículo se ha calzado en una patética vestimenta de Wendy virginal, ha creado un cursillo de rango universitario, al que llama doctorado de escritura creativa en español, en los mismísimos EE. UU. (a su edad ignora que el sintagma «escritura creativa» es una redundancia grosera).

Aunque lograr esto durante la Administración Trump no deja de tener su mérito, lo enfanga con el demérito de empeñarse en que todos los futuros literatos escriban según un visionario esquema al cual ella ha llegado tras regresar a la Tierra de alguna de sus transubstanciaciones. Por lo visto es la directora espiritual de una alucinación colectiva que le lleva a propugnar que los escritores deben escribir todos juntos, haciendo piña y creando al alimón, en comandita, como si fueran artesanos estajanovistas.

No quiero ser soez con esta mujer con jeta de asceta, así que voy a evitar contestarle con una frase que empezaría con «Yo escribo como» y terminaría en «me sale de los cojones». Repito, voy a evitar contestarle con una burrada.

Faltaba que viniera una guruesa a decirnos cómo debemos escribir. A nada que lo pensara seriamente se daría cuenta de que cada cual debe escribir como le sale del mismo lugar que a mí me emana.

Dejaré constancia de algunas de sus ocurrencias:

Porque vivir lejos del mundanal ruido puede ser muy inspirador, pero impide que los creadores hablen entre ellos y, en consecuencia, que comparen las condiciones laborales a las que el mercado les tiene sometidos.

Alguien debería explicarle a esta ignara mujer que ahora más que nunca es posible estar comunicado con nuestros pares viviendo en mitad de un bosque sin senderos. Para la conversación que ella propone existe una herramienta llamada Internet.

Si se acepta que yo mismo pueda ponerme de ejemplo, diré que he llevado a cabo durante seis años una colaboración para escribir y publicar cuentos con una persona que vivía en la ciudad de la España peninsular más alejada al lugar donde yo vivía, y sin conocernos personalmente. Y en estos momentos estoy colaborando en la publicación de cuentos con otra persona que vive en la austral Argentina. Y tampoco nos conocemos. Ni siquiera hemos hablado por VOIP.

Da la sensación de que esta santón vive en la burbuja de su propio pensamiento, así que cuando baja al mundo cual ermitaño medieval ocurren desfases como este. Sigo analizando algunas de sus excrecencias:

El día en que los autores se vean a sí mismos como armas de intervención política, concluye Rivera Garza, la profesión adquirirá el rango que sin duda merece.

Ese día, ilusa y cándida señora, será el fin del oficio de escritor. Pero usted a lo suyo, a catequizar ciegos que se dejen guiar por iluminados mosaicos.

Y aún tengo tiempo para otra de sus ideas de bombero:

Considera que todo eso son tonterías que nada tienen que ver con el oficio y, para dejar clara su posición, pone el ejemplo de un albañil que le dijera a su jefe de obra que hoy no sube al andamio porque le falta inspiración.

¿Acaso no conoce la transubstanciada señora que los deportistas se van cargando de manías que utilizan como disparadores de la concentración, que les colocan rápidamente en situación de que su cerebro genere ondas alfa? (las que emite el cerebro en los estados de relajación y concentración).

No tendría más que fijarse en cómo un bateador sigue una rutina personal, cual haka ritual, que le hace entrar en los niveles propios de la concentración. O el pateador del fútbol americano, deporte muy seguido en su país. Cualquier jugador de fútbol antes de un disparo a puerta a balón parado también ejecuta un mismo ritual que si se ve alterado le sacará de su concentración.

Fuera del juego los deportistas tienen sus fetiches que les sirven para entrar por esa puerta que lleva a la ejecución excelsa. Un escritor también necesita esa flor amarilla que ella critica en el artículo, o quizá necesita colocar la estatuilla de Hans Christian Andersen que le ha regalado su hija de forma que mire directamente a su cara. Todos sabemos que ese detalle no proporciona la inspiración, pero la facilita, porque por decisión propia se ha convertido en un disparador, en la puerta por la que se transita del mundo físico a la abstracción en el mundo mental, propio de la creatividad.

Eliminando manías basadas en amuletos y talismanes inocuos se robotiza al escritor, uniformándolo para crear —como si de un mundo distópico se tratara— en lugar de dotarle de la individualidad que le permitirá sentirse a gusto. Cada cual tiene sus manías, costumbres, ritos, fetiches, amuletos, talismanes… Y a fe que son útiles. Y a fe que los robots son manipulables.

Voy hacer caso al chiquito que escribe esta serie, que acaba proponiendo al lector que piense en lo leído… Así lo hago y llego a la conclusión de que esta mujer habita en una burbuja ideal al margen del mundo real… Y cae en contradicción.

La manía de esta cuasi sexagenaria es su declarada compulsión por eliminar cualquier manía manteniéndose alerta obsesivamente para no adquirir ninguna.

Lo cual le serviría al plomizo y plúmbeo Borges obsesionado con la recursividad para atorrarnos con el cuento del escritor que no tenía manías salvo la de no tener manías.

No hay comentarios

Los comentarios están cerrados.