Estoy siguiendo las charlas de autores y traductores que ha organizado el Ministerio de Cultura a finales del año pasado. Lamentablemente no encuentro en su web los enlaces a los dos primeros módulos del curso de creación literaria que anunciaron como gratuito (ver programas en pdf en este último enlace).
Como los vídeos de las charlas están en un repositorio, semana a semana voy disfrutándolas con calma (aviso a navegantes: alguno de los enlaces está defectuoso… por ejemplo, en uno de ellos faltan los dos puntos que siguen al protocolo https… en caso de no encontrarlo, seguro que sabes buscar en el repositorio con los datos del conferenciante y del evento).
Hoy he visto la ponencia de César Mallorquí, un señor muy alto y corpulento al que he tenido muy cerca de mí cada vez que he acudido al Celsius 232 que se organiza en Avilés.
De las charlas que llevo vistas es sin duda una de las más provechosas. Pero como cada cual tiene su visión y su experiencia, yo no coincido con don César en las bondades de los concursos literarios. Sí coincidimos en que no todos los concursos son limpios y los hay que, si no están dirigidos, sí es cierto que un escritor desconocido no tiene nada que hacer… Absolutamente nada que hacer salvo engordar las cifras de participación del concurso para mayor gloria de los organizadores. Cómo una editorial va a confiar en la colección de cuentos que envíe un desconocido… Cómo va a vender aquello por lo que ha pagado 50.000€ si lo firma un don nadie… Cómo va a tener confianza en rentabilizar la inversión, no ya de la bolsa del premio sino de toda la infraestructura que lleva aparejada el concurso… Cómo se van a leer más de ochocientos libros de cuentos… y por qué iban a hacerlo si ya tienen un cuarteto de firmas conocidas que abrirá el mercado de sus respectivos países.
Pero aun participando en concursos «legales» la cosa no es tan sencilla como el señor Malloquí dice en el provechoso vídeo de arriba. Ha declarado que ha ganado el 60% de los concursos en los que ha participado, y con toda la humildad que atesora ha reconocido que ha tenido un 40% de fracasos.
Pero es que un 60% de éxitos es una alta cifra difícil de obtener. Piensa que la delantera de un equipo metiera el sesenta por ciento de los chutes que lanza a portería… De diez tiros a puerta serían seis goles. No van así las cosas.
Hay que tener suerte, ha dicho César Mallorquí. Y es cierto. Quizá la haya tenido. O quizá haya enviado lo que el jurado quería leer, o lo que al jurado le gustaba leer.
Me explico con un ejemplo de mi cosecha.
La primera vez que he concursado (no he ganado nunca y hace ya tiempo que he decidido que no lo voy a perder enviando cuentos a concursos) fue a instancias de una buena amiga que se empeñó en que mandara un cuento que le gustó mucho. Y a mí también me gustaba ese cuento, pero tenía un «pero» que es el que detallaré.
Es un cuento narrado en primera persona. El protagonista, que narra su periplo por una ciudad de la que lleva años ausente, acaba contando una historia a una madre que está ayudando con los deberes a su hijo. Hay mucho que apartar en esa doble historia… Una madre blanca con visos de ser abuela aleccionando a un niño negro como un tizón en las mesas de un bar vacío. Un niño atento a las explicaciones de la señora y luego al cuento del viajero. El protagonista pone patas arriba la ancestral teoría sobre el dominio del fuego. Peeero…
El narrador comienza relatando el viaje que hace en su visita a Bilbao, y a la vez que va ensalzando Bilbao, compara la ciudad que conoció con el Bilbao que está visitando.
El cuento fue enviado a un Ayuntamiento de la Comunidad de Madrid. Y nada más enviarlo me di cuenta.
Imagina que distribuyen los ciento y pico cuentos que participaron entre seis, ocho o diez personas, y el mío va a caerle a una persona que odia Bilbao y lo que representa, pon que por motivos políticos y personales. Me temo que nada más ver el nombre de mi ciudad, el cuento habría ido a la incineradora.
Y eso es algo que desde mi mesa no puedo manejar.
No voy a ser malo del todo y voy a contar la segunda parte. Envié al año siguiente el mismo cuento (con lo que a mi entender podía ser alguna leve mejora) a un concurso al que tengo especial afición organizado por el Ayuntamiento de Bilbao. Tampoco ganó…Ni siquiera sé si pasó el primer corte.
Un año después, con un amigo andaluz que me ha fallecido hace ahora un año, hice el periplo que narro en el cuento, porque a mi amigo Juan el cuento también le gustó mucho. Y fue entonces que me di cuenta de que una de las singularidades del cuento había desaparecido. Se trata de una estación de tren con una característica única, y es que hacía una curva, y el convoy quedaba inclinado hacia el centro de la vía, con lo que siempre quedaba un hueco que a mí se me antojaba enorme entre los vagones y el andén.
Para empezar ese tren ahora es metro, o quizá metrotrén. Pero… si el jurado del concurso eran todos jóvenes, ¿cómo iban a conocer esa estación? Mi cuento les habría sonado a error de documentación. Y en consecuencia su destino también habrá sido la incineradora.
No tengo ningún problema ni con los posibles antivascos jurados de cuentos en Madrid, ni con los posibles bisoños jurados de Bilbao, ignaros de la peculiaridad que tenía la estación de Las Arenas y que cuando escribí el cuento di por sentado que seguía en su sitio. Quién iba a pensar que las nuevas estructuras ferroviarias del Gran Bilbao se iban a cargar una estación tan elegante…
Con este cuento quiero decir que hay cosas que ocurren en el interior del concurso que uno no puede prever. Todo sin olvidar que es probable que mi cuento fuera malo, cosa que no descarto, jajá…
Y no olvido que mis cuentos no son de los que ganan concursos, porque buscan espeluznar a los lectores, situarles ante un espejo con el que ven su interior.
Y no es que yo escriba para mí, pecado que también ha señalado don César, es que escribo lo que me gustaría leer, como cuentos de frontera.
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