El koan de la tacita

21 de febrero de 2021

Los koan son breves historias con las que el maestro trata de aleccionar a los alumnos zen, aunque muchas veces toman la forma de preguntas sin un sentido racional (aporías) para hacer pensar al novicio.

Algunos koan podrían ser considerados microcuentos, como ese en que el maestro le dice al alumno:

—Vete hasta ese árbol y tráeme el pájaro que allí está.

El alumno va hasta el árbol y al poco regresa:

—Maestro, antes de que llegara al árbol, el pájaro se ha asustado y ha volado.

—Si hubieras llegado antes de asustarlo no habría volado.

Este koan mejora si en vez de contarlo se hace al alumno ir hasta el árbol.

Existe, empero, un koan que me gusta utilizar cuando quiero mostrar la lección que contiene, un poco más largo que el de arriba. Pero a mí, que soy cuentista, me gusta contarlo como si fuera un cuento y no como una sentencia.

Y aunque si lo cuento de viva voz lo acorto cuanto puedo, quiero ver qué tal se me da pasar esta historia al formato de cuento literario.

El koan de la tacita

(cuento – 1.204 palabras ≈ 5 minutos)

Había una vez un campeón de artes marciales que había entrenado con los mejores maestros y había aprendido todos sus secretos. Había peleado contra todos los campeones de los demás países y los había derrotado a todos, acudiendo a batallar a cuanto paso honroso tenía noticia.

Peleó también con los campeones de cada estilo con sus propias reglas, e igualmente los derrotó a todos.

Nuestro campeón mejoraba en sus capacidades como peleador, y no cejaba en aprender todas las técnicas que le mostraban. Aprendió y mejoró en todas las facetas del arte de la pelea, ya fuera lucha o combate. Aprendió toda clase de patadas y puñetazos, llaves, presas, saltos, giros. Incorporó a su acervo marcial todas las técnicas defensivas conocidas, todos los sistemas, todas las tácticas, supo preparar estratégicamente sus combates hasta hacerse imbatible.

En cuanto tenía conocimiento de un estilo desconocido para él, por minoritario que fuera, cogía su mochila y viajaba hasta dar con sus maestros y derrotar a sus campeones. Entrenó con todos y llegó el momento en que era experto en todos los estilos.

Pero no estaba satisfecho. Entendía que había algo que se le escapaba. Se le metió en la cabeza que debía existir una técnica secreta de la que se había perdido su conocimiento. Cuando asimiló todos los estilos de lucha y combate del mundo, creó su propio sistema, aglutinando lo mejor de cada uno. Pero aún así no estaba satisfecho porque intuía que faltaba algo.

Entrenaba cada día, aunque ya tenía poco margen de mejora, y continuó peleando y siguió ganando a todos sus adversarios. No tenía rival.

Pero sabía que algo se le escapaba. Algo que debía haberse perdido en la transmisión que de los conocimientos marciales se hizo bajo el manto del cielo.

Volvió a visitar a cada uno de los maestros con los que había entrenado, y a los que había aventajado hacía tiempo. Ninguno supo darle razón de aquello que buscaba. Empezaba a desesperarse. Percibía que debía existir algo que desconocía. Un buen día decidió viajar a los lugares más recónditos, en busca de la técnica secreta.

En todos los pueblecitos donde recaló preguntaba si conocían a algún maestro retirado que pudiera estar en posesión de una técnica secreta. Nadie sabía nada al respecto. Hasta que un día, en una aldea remota que se erigía junto a un río de aguas turbias, un borracho le dijo:

—Hay un maestro, debe de ser muy mayor ahora, si es que sigue vivo, que se retiró hace muchos años en un fértil valle que se halla entre las altas montañas nevadas del norte. Él es conocedor de la técnica secreta que buscas.

Nuestro campeón emprendió su peregrinación a las nevadas montañas del norte. Viajó hasta las estribaciones de aquellas altísimas cimas; luego tuvo que seguir a pie por caminos, sendas y vericuetos, cruzando ríos sobre rústicas puentes desvencijadas. Las señas eran inequívocas. Un fértil valle ubicado entre las altas montañas nevadas.

Caminó por senderos largamente olvidados, sólo transitados por las bestias; sufrió calor y ventiscas, padeció la lluvia, el granizo y cegadoras nevadas; a punto estuvo de despeñarse en varias ocasiones cuando los caminos se volvieron intransitables, primero cruzando pasos de montaña, caminando por cornisas ignotas, y luego ascendiendo por dificultosas vías que habían de ser escaladas.

Cada vez que coronaba una montaña esperaba ver el valle al otro lado, pero sólo atisbaba crestas montañosas y fragorosos desfiladeros. Continuó su viaje imperturbable, decidido a dar con el viejo maestro.

Finalmente, tras hacer cumbre en una elevada montaña que le llevó al borde de la extenuación, vio a lo lejos un valle fértil, verde y ubérrimo. Nuestro campeón redobló con vigor su caminata. Por fin se vio en la ladera que descendía al valle.

El paraje era frondoso en exceso y pronto percibió que si descendía al valle se perdería entre la foresta y nunca encontraría al viejo maestro. Así se detuvo en la ladera y cuando cayó la noche oteó a lo lejos la llama de una hoguera. Allí debía de vivir el viejo maestro. Se mantuvo despierto para poder fijar la situación en cuanto amaneciera. Al alba reemprendió, ansioso, su camino.

Desde lo alto había trazado una ruta. Atravesar una fronda, vadear un cristalino riachuelo de montaña, cruzar un cañaveral, ascender una colina… Finalmente llegó a la chabola donde el viejo maestro vivía retirado.

El maestro le estaba esperando a la puerta. Le había visto llegar el día anterior y supo que el viajero, una vez fijara su ruta, la reemprendería con las primeras luces.

Le invitó a pasar a la cabaña donde no había más de lo indispensable. Una lumbre, una estera y un diminuto altar. El campeón no podía creer su suerte. Se despojó de su impedimenta y comenzó a hablar.

—Muchas gracias maestro. Llevo años buscándole, aun antes de saber que usted vivía aquí retirado.

Y después continuó presentándose. Le dijo al maestro que era campeón en todos los estilos conocidos. Que había derrotado a todos los campeones con sus propias reglas. Detalló los maestros con los que había entrenado y a los que había logrado aventajar después de mucho sacrificio y entrenamiento. Comentó sus combates, cómo había derrotado a cada cual y reconociendo que cada combate le había proporcionado nuevos aprendizajes. Detalló las técnicas que dominaba, este y aquel salto, giros en el aire, patadas mortales, puñetazos con los que podría partir rocas… «Y he ganado a este y a aquel, y he aprendido con los mejores, y conozco esta técnica y esta otra». Y acompañaba lo que decía con movimientos demostrativos.

Mientras se iba explicando, el viejecito le preguntó:

—Estarás cansado de tan largo viaje. ¿Te apetece una taza de té?

—Sí, maestro. Muchas gracias por su amabilidad.

Mientras continuaba explicándose, analizado sus combates, sus aprendizajes, y sus conocimientos tácticos y estratégicos, el viejecito puso a calentar el agua. Separó con esmero las hojas del té. Cuando el agua estuvo en su punto de calor óptimo, la vertió con cuidado en la tetera. Luego infusionó las hojas en ella.

En tanto observaba al maestro colocar ante ambos las tacitas donde beberían el té, el viajero continuaba relatando lo que había aprendido a lo largo y ancho del mundo.

Cuando las hojas hubieron destilado su esencia, el viejito, sin dejar de mirarle y sin dejar de sonreírle, le sirvió a él primero.

Comenzó a verter el té en la taza del viajero mientras éste terminaba de explicar que el viaje que había emprendido hacía días era para que él, el venerado maestro, le enseñara la técnica secreta que había deducido que existía y que se había perdido entre los avatares del mundo.

Llegó un momento en que la taza del viajero estuvo llena y el viejito continuó vertiendo el té. Una vez colmada la taza, el líquido rebosó y el té se derramó por la mesa.

El campeón se dio cuenta y guardó silencio; nada dijo del descuido del maestro. El viejo, que seguía mirándole a la cara y sonriéndole amablemente, no parecía darse cuenta. Hasta que el recién llegado, tan desconcertado como azorado, le dijo:

—Maestro, no cabe más té.

Y el maestro, sin dejar de sonreírle, le respondió:

—La utilidad de la taza radica en estar vacía.

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