Tengo observado un efecto que se da en el mundo editorial cuando se recurre a asesores para que aporten una visión profesional. Tras los análisis llegan las disquisiciones. Pero trataré de ser breve, sucinto y conciso (y no lo estoy siendo con tanto sinónimo).
Sucede cuando un autor novel acude con su obra a un corrector de estilo. O cuando quien escribe un texto en una lengua que no es la suya entrega el borrador para ser supervisado por un traductor (bien un cuento, bien un artículo de investigación que se precisa publicar en inglés).
En ambos casos los profesionales consultados (o las empresas que les pagan) se ven obligados a justificar su trabajo proponiendo equis número de cambios en los textos originales.
Existan o no fallos en el estilo o en la traducción enviada, el asesor se ve forzado a acreditar sus tarifas aportando una ringlera de correcciones. Aunque el texto que se les envíe esté correcto, deben encontrar algo que pueda ser cambiado (por delante llegará la factura, que morosos hay en todos las artes y oficios).
Es muy posible que tras el cribado del profesional, el texto pierda el alma, la impronta que el autor ha puesto en él, convirtiéndolo en algo plano y antipáticamente uniformado.
Otro tanto ocurre con los asesores de imagen. Siempre hallarán algo que corregir para ratificar la necesidad de contratarles; no están dispuestos a soltar la presa y dejarla volar sola.
También he observado este efecto en la organización de eventos. Cuando se recurre a los servicios de una empresa de comunicación el evento comienza a perder el sello personal que se ha logrado imprimir en las ediciones previas, organizadas artesanalmente. Se acaba aceptando lo que los profesionales dicen alegando que ellos sabrán que para eso son profesionales. Pero ocurre que el profesional, por economía y comodidad, acaba vistiendo todos los eventos que organiza con la misma camisa, y el pagador acaba sucumbiendo a la tiranía del asesor.
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