Un error (forzado) que cometen las editoriales, que tampoco es que tengan tiempo para mirar por la ventanilla del tren en el que están subidas, es ignorar a los autores sin rostro, sin nombre en concursos (leo cuentos estremecedores que jamás ganarán un concurso y he leído los cuentos insípidos de una escritora que gana todos los concursos), y sin título universitario que respalde una formación reglada. Olvidan que la vía académica no es la única vía para adquirir conocimientos válidos.
Digamos que la creatividad te la matan en la universidad, sobre todo si con la que te han echado al mundo es limitada hasta para felicitar las pascuas.
Así que a mayor titulación (licenciatura, máster, doctorado) te es más difícil salirte del pasillo que te has trillado en los años de uni. Ese pasillo te acompañará a lo largo de tu vida; avanzarás, pero sus paredes serán tus límites. Y en carreras humanísticas más que en las científicas. Un científico (un cirujano traumatólogo, por ejemplo) está siempre pendiente de la innovación.
Seamos sinceros… la innovación nutre al científico; el humanista la teme.
La editoriales españolas están copadas por filólogos, traductores, científicos de la información (!?!), algún filósofo (más bien alguien con una licenciatura en Filosofía), algún que otro teleco, y mucho hispanoamericano que viene con el encanto del habla bajo el brazo. (No seas tan acémila de confundir xenofobia con la constatación de un hecho).
En el acervo literario de nuestro país hay voces distintas que nadie escucha desde la panoplia editorial. Existe otra forma de contar que no nace de los claustros universitarios, y en consecuencia, alejada de los cánones seculares y anquilosados que se perpetúan escuchándose a sí mismos.
Las vanguardias de hoy son los clásicos de mañana, dijo alguien que se atrevió a asomarse por encima de la tapia y a mirar sin complejos al horizonte. Pero las editoriales dictan las lecturas del lector, que no puede leer aquello que no se publica.
Apostaría a que el engranaje editorial silencia esas voces sin malicia, sólo por sus propias limitaciones autoimpuestas.
Columbro dos soluciones interesantes para todos. Una, que las editoriales creen esa figura tan extendida en el mundillo del fútbol: el ojeador de talentos. Pero si van a confiar en un filólogo re-masterizado no saldremos de la rosquilla.
La otra, si alguien me preguntara, la diré si de verdad veo interés en ponerla en práctica.
Es una lástima que quede sin aprovecharse tanto talento patrio, talento nacional, talento español… (con el auge de los «ofendiditos» no tengo claro qué debo escribir).
Lo digo por escritores con buenas teclas a los que felicitan por su manuscrito agregando coletillas como «nos ha gustado su obra pero tenemos cerrada la edición para los dos próximos años» o «su obra ofrece un valor añadido pero no encaja con el perfil de nuestra editorial».
Desde luego que hay escritores con mucha energía cinética, pero me voy topando con valores con gran energía potencial que si nadie aúpa quedará desaprovechada. Quizá aquí haya un claro ejemplo, aunque la escenificación es grotesca (no le pidas peras al olmo).
Entiendo que un perro (editorial) no suelta el hueso que tiene entre los dientes para coger otro (esta metáfora no pretende herir a nadie; sólo me ha parecido muy muy gráfica). Quizá el perro debería pararse a mirar por la ventanilla del tren que le lleva hacia un destino brumoso sobre el que, una vez lanzado, ya no decide.
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