Presten atención al concepto que muestra el título de este artículo: apropiación cultural…
Quizá debo ubicar el debate para quienes no estén duchos en materias delictivas. A riesgo de aparecer como un leguleyo, tiraré de fondo de memoria de cuando trabajé como agente de la autoridad.
En el habla coloquial usamos el verbo robar como hiperónimo, pero la ley hace distingos. Permítanme explicarlo en un sesquipar de párrafos.
Si usted pasea llevando debajo del brazo la última novela de Víctor del Árbol y yo, a punta de navaja, o propinándole un mal golpe, o mediante un tirón, me llevo el libro, la ley lo considera robo, aunque el libro cueste veinte euros, porque me he hecho con él bajo amenaza o con violencia.
Pero si usted deja un cuentario de Sara Mesa en el asiento del coche, y se ha dejado la ventanilla abierta, y yo me hago con el libro, la ley lo considera hurto porque me lo he llevado sin violencia y porque el valor del objeto del deseo no supera cierta cantidad (en mi época eran 50.000 pesetas, pero creo que hoy, para ser considerado robo, el valor de lo sustraído tiene que ser más que los equivalentes 300 euros). Sin embargo, si rompiera la ventanilla de su coche para quedarme con el libro, sería robo por haberme valido de fuerza o violencia.
Empero, si usted me presta ese poemario de Javier Lostalé que tiene de cabecera y yo no se lo devuelvo (y me niego a reintegrárselo), será una apropiación indebida. Ni robo ni hurto, pero la apropiación indebida también es denunciable en el juzgado o, en su defecto, en la comisaría de Policía o en el cuartel de la Guardia Civil.
Tras esto, llego al busilis de mi artículo, la apropiación cultural (que obviamente no es quedarse con discos, revistas o libros ajenos).
El concepto es nuevo y llega en plena era de la globalización. Pero mejor que yo (acaban de ver lo mal que me expreso) lo explican en estos dos enlaces.
El doble filo de la apropiación cultural (noticia, 16.06.2019)
Apropiación cultural (opinión, 17.08.2018)
Si ya los ha leído, creo que estoy en condiciones de disertar (lamento que suene a amenaza).
Como parte muy pequeña del entramado cultural de mi país (España, que con esto de la globalización se me puede leer «literalmente» en todo el mundo) quiero posicionarme al respecto. Vaya por delante el reconocimiento de que se trata de un tema muy complejo.
Mi postura es de comprensión pero no de compartición. Comprendo a los colectivos que se sienten alienados, expropiados o exonerados (en la segunda acepción que nos da el DRAE), pero esta apropiación cultural la veo como un choque de derechos, o quizá intereses que entrechocan. Y como siempre que se confrontan derechos, debe prevalecer el interés general. Pero aquí el interés general no es el de las comunidades o colectivos que se sienten «robados», sino que debe prevalecer un interés común mucho más amplio, el de la entera humanidad.
La humanidad debe tener derecho a utilizar su propia cultura, la cultura que la humanidad ha creado en cualquier tiempo y lugar, generando a su vez más cultura y ampliando el espectro cultural.
Como en todo debate complejo, aparecen puntos de sombra, claroscuros que provocan trampantojos.
¿Es cultura el diseño de joyas, perfumes o unas zapatillas deportivas? Hombre… eso es un negocio. Sólo muy colateralmente podríamos considerarlo cultura.
¿Es cultura la composición de un disco que se reproducirá millones de veces y llenará multitudinarios aforos de conciertos? Hombre… eso es negocio, pero también es cultura.
¿Es cultura el rodaje de una película de aventuras? Pues pienso como en el caso anterior, y lo mismo para una película documental.
¿Es cultura la creación de una novela? Creo que se dan las mismas circunstancias que en los dos últimos casos: es cultura pero también es negocio, pero es lícito ganar dinero creando cultura.
Entonces… ¿si se gana dinero prevalece el concepto de negocio sobre el de cultura?
Pues he ahí la pregunta. ¿Qué es cultura y cuándo es cultura?
Casi por definición, nadie debería aceptar convertirse en árbitro de lo que es cultura… Las vanguardias de ayer son los clásicos de mañana (la frase no es mía, y tal vez, por tirar de memoria, haya alterado algún tiempo): los conceptos cambian con el tiempo.
Ya he dicho que comprendo pero no comparto. Lo cual es negarles esos derechos a los colectivos afectados. Pero he aquí una nueva pregunta: ¿existen esos derechos?
Los derechos son una convención humana, y llevan aparejadas una serie de obligaciones. Sabemos que un delito que no está tipificado no puede condenarse como delito en los tribunales (y mucho me temo que la apropiación cultural no esté tipificada como delito). Con los derechos ocurre algo similar: si no están reconocidos, no existen.
¿Se trata, pues, de reconocer ahora esos derechos? ¿Y a quién compete reconocerlos? En los enlaces proporcionados arriba nos hablan de un trabajo de la ONU: la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas. Pero ocurre como con la caza de ballenas: si unos los respetamos y otros no, y no existe ningún tribunal vinculante que juzgue, condene y obligue a reparar la agresión a los pueblos indígenas y a las ballenas, me temo que la declaración de la ONU no pasa de ser un brindis al sol.
Resolver esta cuestión no es un asunto baladí, y no podemos mirar para otro lado. ¿Qué hacer? Como apuntan en los últimos párrafos de ambos enlaces, quizá sea útil proyectar en el futuro las restricciones que la sociedad se autoimponga hoy: pero pensemos que si se gravan medidas restrictivas nadie podría escribir o interpretar sobre aquello que no es. (Yo apostaría a que quien se arrogue el derecho a regular llegará a la conclusión de que pagando se permita y se acepte, lo mismo que la Iglesia con sus bulas desde hace casi mil años).
¿Y (pienso) no se estaría cercenando algo tan valioso como la creatividad individual y colectiva? ¿Reconocer esta apropiación cultural no será otorgar unos derechos de autor a una serie de personas que nada han creado?
Tras proyectar en el futuro revisemos nuestro pasado. Nuestro adorado Jules Verne aparecería hoy como un impostor (nunca sobrevoló medio África en globo). Al igual que Harper Lee, mujer blanca que escribió Matar un ruiseñor. Y por citar algún ejemplo más y aprovechar para dejarles un sesquipar de edificantes lecturas, Erskine Caldwell nunca debió escribir el cuento La hija, ni el Nobel John Steinbeck legarnos El linchamiento, ni tampoco Sherwood Anderson incomodarnos con Manos.
Les pido perdón por citar autores estadounidenses, pero entenderán que ante las olas de globalización que me asolan, mi mente viaje fácilmente por el continente norteamericano aunque no tenga ni repajolera idea de la lengua inglesa.
No hay comentarios
Los comentarios están cerrados.