Escribí este cuento en noviembre de 2013 para un concurso cuyo premio era ver publicado el cuento en papel. Se trata del esfuerzo editorial Calabazas en el trastero, de Saco de Huesos Ediciones. Piden cuentos con temática «fosca», como lo llaman ellos (una especie de cajón de sastre donde entra desde lo retorcido hasta lo horroroso, pasando por lo escabroso y lo tétrico).
Para esa convocatoria el cuento debía versar sobre «empresas». Los cuentos deben tener un máximo de cinco mil palabras, y creo que mi cuento ajustaba esa cifra. Me parece recordar que hubo 64 ó 65 trabajos presentados, de los que se elegían trece para publicar. Este cuento no fue seleccionado, y me llevé una gran decepción… Desde entonces paso de concursar, aunque los amigos me han obligado a considerar algunas excepciones. Quizá este cuento sea malo de solemnidad. Quizá sea bueno pero los otros eran mejores. Quizá el que gran parte del cuento fuera dialogado suponía que se iba a llevar más páginas de las presupuestadas… Total, que no lo eligieron y quizá haya sido lo mejor que me podía haber pasado, porque se me habría subido el pavo en mi primer concurso. Aún así, espero haber conseguido un cuento… ¡inquietante! (y fosco).
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Por una rendija
*(cuento – 4.993 palabras ≈ 21 minutos)
Había vuelto a Bilbao, mi Bilbao natal. Corría el último día de febrero y tenía toda una semana por delante para mí solo. Mis dos hijos hacía tiempo que habían abandonado el nido y a mí, si he de vivir cien años, me quedaba aún la mitad por disfrutar, o sufrir. Mi mujer había encontrado quien le hiciera caso y la atendiera mejor que yo. Simplemente, al marchar los muchachos con sus ansias de independencia nuestra vida en común dejó de tener algo en común.
Había vuelto a Bilbao sin saber para qué. Las cosas no cambian sólo por desearlo. Me ahogaba donde vivía. Quería cambiar de aires, quería cambiar de vida, tenía que cambiar de trabajo porque el que me ataba (o me ata), me ahogaba; pero no se puede dejar un trabajo hasta que no se tiene otro. En un pueblito de zombis alguien normalito como yo destaca. Y destaca como bicho raro, difícil de entender; uno acaba enrocándose en su forma de ser como para justificarse o certificarse a sí mismo en su naturaleza, y al final pierde su identidad, y pierde a su mujer y pierde a sus hijos porque se ha convertido en un tío raro, en otro zombi… Pero aguarden. No hablo de zombis como los de la tele. Mi historia no es para nada fantástica. Son zombis en su aldeanismo: pereza mental y pobreza espiritual. Cierto que tienen Internet, teléfonos móviles y televisión satélite; ya no son los paletos retratados por Paco Martínez Soria, pero siguen entendiendo la vida de otra manera: un contumaz anquilosamiento anímico que a un creativo como yo le es difícil aceptar.
Siempre que vuelvo a Bilbao me gusta desayunar bollos de mantequilla; un dulce muy sencillo (un bollo relleno de mantequilla pastelera) pero que no se elabora fuera del Botxo. Allí estaba yo, con mi café con leche en taza grande, con un par de bollos de mantequilla, en una cafetería del barrio de mi infancia, leyendo un periódico gratuito, como los que se editaban en aquellas fechas, buscando trabajo aunque no con mucha fe, pues era el comienzo de la gran crisis de la segunda década del siglo XXI.
Hojeaba vagamente las escasas páginas del periódico rellenado con noticias que ya había visto por la noche en Internet. Al pasar la página central me topé con la sección de anuncios clasificados, donde se ofertan empleos de lo más variopinto. Le di una ojeada sin mucha convicción mientras el bollo se empapaba del café con leche, y una nota atrapó mi atención: «Cementerios y Ataúdes busca creativo». Eso ponía, sí… Buscaban un creativo sin especificar nada más. ¿Para qué querría una empresa que se llamaba Cementerios y Ataúdes un creativo? Miré la dirección y sentí un leve sobresalto: Calle Tutulu número 1. No le vi la gracia.
Pero cuando iba a darle el mordisco al bollo recordé que sí existe en Bilbao una calle llamada Tutulu. Recordaba que era una calle pequeña y sin salida, cercana a un barrio donde vivía alguien que tuve por amigo; el muy cabrón me la armó al final. Sólo te pueden traicionar aquellos en quien confías. A aquel cabrón le confié unos vinilos de mi ex mujer (todavía éramos novios) que eran muy valiosos en un tiempo en que nadie los llamaba vinilos sino elepés. Se negó a devolverme la media docena larga de discos, el muy hijoputa. Supuse que lo vería cuando llegara al infierno, porque yo, en aquellos días, estaba convencido de vivir cien años.
Así que en la calle Tutulu alguien había tenido la ocurrencia de abrir una empresa de muertos. Aunque sólo fuera por la socarronería, tenía que verlo. Y allí estaba yo, aterido de frío. Un frío húmedo. La calle Tutulu era corta y estrecha, en cuesta y no tenía salida, tal y como yo recordaba. Estaba sucia: al no darle el sol había verdín a lo largo de una acera con baldosas rotas y otras medio hundidas que sobresalían del suelo por una esquina. Había basuras esparcidas al otro lado de la acera, y todo aquello olía a orín y a humedad. Y recuerdo que yo tenía mucho frío, un frío que me calaba hasta los huesos, y de pronto me entraron unas ganas irrefrenables de orinar, pero por algún motivo sabía que no podía volverme para encontrar un lugar donde hacerlo. Estaba bajando por la cuesta hacia el portal que se veía al final de la calle. Fue entonces cuando me di cuenta de que vestía una camiseta de manga corta de un rojo deslucido con unas desvaídas letras negras. Llevaba unas sandalias y un pantalón de lino. ¿Pero dónde estaba el plumas que me abrigaba cuando entré a desayunar? Y aquella camiseta… sin duda era mía, pero hacía años que había desaparecido de mi vida. La camiseta tenía un olor raro, a humedad rancia, a moho. No era extraño que estuviera tiritando porque en aquel momento comenzó un txirimiri que amenazaba con convertirse en aguanieve.
El portal no era más que un portón metálico. Aquello me daba muy mala espina y tenía ganas de irme, pero por alguna causa que ignoro no era capaz de retroceder. Quería volver, pero no sabía adónde. No recordaba cómo había llegado allí. Aquello era de locos. Me recordaba en la cafetería, a punto de darle un ñasco a mi bollo de mantequilla empapado en el calentito café con leche, pero las ganas de mear eran cada vez mayores. Viendo el estado en que se encontraba la calle bien podía haber hecho mis aguas menores allí, pero… no se me ocurrió. Cuando estuve delante de la puerta fue que me di cuenta de que llevaba el periódico en mi mano izquierda, clavando la uña del dedo pulgar sobre la dirección: Calle Tutulu número 1. Aquello era muy raro, porque yo nunca había tenido la uña del pulgar tan larga. He vivido siempre obsesionado con la pulcritud de mis uñas. ¿Cuándo había crecido tan descuidadamente esa pequeña garra? Estarán ustedes pensando que aquello era un sueño. Pues no, no fue un sueño. Allí estaba yo, muerto de frío y en ropita de verano.
Todo eso de pellizcarse para saber si uno está soñando está muy bien para la ficción, pero en la vida real uno sabe perfectamente cuándo está despierto; y cuando está soñando nadie se acuerda del recurso del pellizco. Aquello fue real. Se lo puedo asegurar a ustedes. Ahora se lo puedo asegurar.
Ni recordaba haberme marchado de la cafetería ni recordaba cómo había llegado hasta la puta calle Tutulu, de Bilbao. Pero ya que estaba allí quería averiguar qué cojones pasaba. Así que llamé a la puerta. No me cogió desprevenido el hecho de que la hoja se abriese al contacto de mis nudillos. El interior aparecía bien iluminado y se oía una linda musiquilla; además aparentaba estar caliente, por lo que no dudé en entrar. Supongo que accedí por aquella puerta metálica pintada de azul oscuro, pero una vez dentro reinaba la penumbra y era un sitio frío e insano. Sí que había una luz amarillenta, de esas de bajo consumo, al final de un estrecho pasillo. De la musiquilla ni rastro, al menos para mis oídos.
Avancé unos metros hasta una mesa acristalada que podía hacer las veces de mostrador, pero no había nadie. Llamé en voz alta con un “Holaaa” que se me quebró al final. La puerta a mi espalda se cerró produciendo un eco metálico que me sobrecogió. En aquel momento empecé a acojonarme. No sólo fue el clic sordo del resbalón al encajar en el marco metálico, sino que oí perfectamente cómo se corrieron dos cerrojos: ¡zas, zas!, uno por encima y otro por debajo de la cerradura. Si he de ser sincero, estaba cagadito de miedo. Y me estaba meando, así que no estaba en situación de hacer movimientos bruscos.
—¡Oigaan! ¡Esto no tiene ni puta gracia! –me oí decir con un tono de voz algo más alto de lo que hubiera deseado, pues por nada hubiera querido que se me mosquearan… No recordaba haberle dicho a nadie que iba a ir a la calle Tutulu a preguntar por un trabajo en una empresa llamada Cementerios y Ataúdes.
En aquel momento tampoco podía recordar a quién podía haberle dicho que si no volvía a una hora determinada llamara a la policía. Además, ¿por qué debería haber sospechado? ¿Había sido tan gilipollas de meterme yo solito en una ratonera, en un lugar donde me iban a anestesiar con un gas para extirparme mis órganos? Yo era donante, sí, pero joder, cuando llegara a los cien años, no con cincuenta y en contra de mi deseo… Me armé de valor y decidí aparentar seguridad:
—¡Holaa…a! ¿Hay alguien ahí? ¡Hagan el favor de atenderme!
Se encendió una luz que había al otro lado de aquel mostrador de metal y cristal. Un foco demasiado potente para mi gusto pues me daba en los ojos y me deslumbraba. Tuve que desviar la mirada.
—Bienvenido señor García…
¡Jo-der, si sabían quién era…! Sí, vale, hay muchos García por ahí, pero no tantos como para acertar llamando García al primero que entra. Fue una voz inconfundiblemente masculina, una voz sorda, seca, fuerte, pero a la vez dulce, cálida, con un cierto encanto.
—¿Quién es usted y cómo sabe quién soy yo?
—Viene usted por el anuncio del periódico, ¿verdad señor García?
Lo puse sobre la mesa-mostrador.
—Sí, así es… Buscan ustedes un creativo. Pero por favor, déjese de efectos especiales. Apague ese foco. Me gustaría hablar con alguien y no con una voz.
—Como desee señor Garzsía… –¿había notado esta vez un ligero seseo al pronunciar mi apellido? ¿Un cierto acento berebere?
La intensidad de la luz que partía del foco disminuyó hasta hacerse tenue, muy tenue. Entonces me di cuenta de que la estancia en la que me encontraba, aquel pequeño pasillo, estaba iluminada con luz indirecta. Miré a los lados pero sólo vi paredes blancas con una humedad visible hasta la altura de las rodillas o quizá más arriba. Cuando volví la vista al frente había una pantalla panorámica donde antes estaba el foco. Había una imagen de un hombre, un primer plano de un tipo sonriente. Tenía la piel cetrina, cejas negras, eso lo recuerdo bien porque contrastaban con el cabello corto y la hirsuta barba, ambos pelirrojos, pero de un rojo muy oscuro… almagre. El tipo sonreía y mostraba unos dientes blanquísimos que destacaban en su cara ancha.
—Le hemos llamado porque deseamos contratar sus servicios como creativo. Mas siéntese, por favor.
Mi acojone había ido cediendo hasta mantenerme en tensión. Pero aquello de “le hemos llamado” era para descojonarse… o para acojonarse aún más. Allí estaba pasando algo que yo no controlaba. Algo raro me había pasado, ¿pero el qué? Decidí seguirle el juego al tipo hasta que averiguara algo más. No sé por qué, pero estaba convencido de que aquel tío acabaría contándome lo que yo quería saber: qué cojones hacía yo allí y cómo había llegado desde mi último momento consciente sentado en una cafetería del barrio.
—Usted dirá en qué puedo serle útil –aventuré aparentando indiferencia.
—Nos gustaría hacer cambios. Darle un giro a nuestra empresa para hacerla más amigable. Últimamente… no recibimos muchos encargos.
Evité hacer una observación sarcástica. No era el momento. Si aquello era una entrevista de trabajo, no es buena idea comenzar importunando al entrevistador.
—¿Y en qué aspecto o aspectos de su empresa tienen pensado plasmar ese giro?
—Para empezar nos gustaría cambiar el nombre, aunque le aviso de que le profesamos gran apego. Llevamos años…, muchos años con el mismo nombre.
Aquello sonó como “llevamos siglos, muchos siglos con el mismo nombre…”, pero me sobrepuse. El tipo de la pantalla me miraba fijamente, como si pudiera verme desde ella. Yo también le observé con atención. Tenía aquel cabello almagre de un corto enfermizo, cortito y rizado, muy pegado al cráneo. Aparentaba una edad indefinida, quizá tantos o tan pocos como yo. Su cabellera estaba en retroceso, dejando ver dos amplias entradas a cada lado por encima de la frente. Debía ser mi imaginación, pero por delante del pelo rojizo y rizado, justo donde acababan las entradas, me pareció ver dos protuberancias. Era demasiado y decidí no pensar en ello. Estuviera donde estuviera, aquella gente no pretendía matarme. Si ese fuera su objetivo, hacía ya varios minutos que podían haber enviado dos esbirros que me hubieran dejado nocaut con una cachiporra.
—Un cambio de nombre es siempre una acción muy arriesgada, ¿señor…?
—Ab_dón.
¡Leches! ¿El tipo había dicho Abdón o Abadón? Joder, es una diferencia sustancial. Conocí un hombre que se llamaba Abdón, nombre bíblico por lo que recordaba. Pero Abadón es el ángel exterminador. Un ángel… fatal, negro, un ángel caído, un diablo, un demonio. Decidí mantener la calma a pesar del frío, de la humedad, del olor a orín y de la gana de mear que tenía, del olor a suciedad, a polvo, un olor a hendidura profunda, como cuando hueles una rendija en una pared de un sótano sin ventilación y notas una corriente de aire malsano dentro de las aletas de la nariz. Sin duda me estaba sugestionando: veía cuernitos que no existían y confundía nombres.
—Pero puedo sugerirle uno si me permite.
—Usted dirá, señor Garzsía…
—Pueden llamar a su empresa “Necrópolis y Féretros”.
Al decir aquello sentí un frío en el cogote, una corriente de aire insano y ponzoñoso que soplaba directamente en mi médula: NECRÓPOLIS Y FÉRETROS. Aún siento un escalofrío cuando repito este nombre, y eso que ha pasado ya mucho, pero que mucho tiempo desde entonces.
—Me gusta… Nos gusta –se corrigió rápidamente aquel Abdón o Abadón o la madre que lo parió. Cuando lo hizo miró hacia abajo y a su izquierda de una forma que me intranquilizó.
Fue como si el tío estuviera subido en un estrado y hubiera gente abajo, muy por debajo de él y mucha gente. Aún quedaba por explicarse cómo el tipo podía verme desde la puta pantalla. Durante nuestra breve conversación me había estado moviendo a derecha e izquierda en la silla plegable en la que estaba sentado, y el hijoputa me seguía con la mirada. Aquella tecnología no existía en la segunda década del siglo XXI… porque allí no había ninguna cámara, puedo asegurarlo.
—Pues si usted no manda nada más, me está esperando mi desayuno en alguna parte… –dije levantándome de la silla de loneta.
—Aún no hemos concluido, señor Garzsía. Hemos de firmar… el contrato.
—La verdad es que se me ha hecho tarde. Mejor envíenmelo a mi casa y lo estudiaré con detenimiento…
—Por favor, señor Garzsía… –me interrumpió–. Mis socios quieren conocerle… Acceda a la estancia que queda a su izquierda y concluiremos con los protocolos.
Juro por dios que en la pared de la izquierda no había ninguna puerta. Aquello era un tabuco, un pasillo pequeño y sobrecogedor; me había fijado en las paredes que me rodeaban y allí no había ninguna puerta. Ahora había una cortina negra colgada de una guía, de esas que separan la rebotica de la tienda. El cortinón se adivinaba pesado… Lo que no adiviné fue el hedor que emanaba cuando lo descorrí para entrar. Era una mezcla de olores rancios, orín, vómito, pachuli y… ¿alcanfor? Al apartar la cortina apareció una empinada rampa de madera que se perdía en una bruma de color verde opaco. Quizá hubiera abajo un juego de luces y el humo fuera esa niebla química que liberan en las discotecas… Según bajaba por la rampa de madera repicaba el golpeteo de mis pisadas, que sonaban como si calzara botas camperas aunque seguía con aquellas chanclas de un color oliva ceniciento. El taconeo resonaba en la rampa como si debajo no hubiera nada, absolutamente nada… un vacío infinito… Según descendía, las tonalidades verdosas oscuras que se advertían entre la niebla fueron convirtiéndose en un color ámbar también oscuro… Y por fin, al llegar más abajo, en un rojo negruzco, un color almagre detrás del humo, porque ya podía decir que aquello era humo, aunque no oliera a quemado.
Tampoco podría asegurar durante cuánto tiempo estuve descendiendo. Lo hice lentamente, pero me pareció que consumía muuuchos minutos. Sentí como si estuviera bajando hacia un profundo garaje donde una banda de heavies o punkis –que yo no los diferencio– se dispusieran a dar un concierto de esa metálica música distorsionada. Pero al llegar abajo lo que oí fue más parecido a ese sonido que llaman house, esa musiquita electrónica que suena en los after hours de los modernos antros de ocio. Una música que te adormece, te entontece, te amodorra… que te envía a la dimensión de las sombras. Aunque yo estaba bien despierto, con los nervios en tensión.
De no sé dónde apareció Abadón (a estas alturas había desechado que el nombre que oyera allá arriba, en la luz, fuera el bíblico Abdón). Abadón en persona, que me sonreía… aunque sin protuberancias. Si alguno de ustedes ansía tener una imagen, añada a lo dicho anteriormente el rostro del mítico Edward G. Robinson, con su papada y sus ojeras y su profunda mirada. Un clon de Edward G. Robinson con un puro humeante que hedía a queratina quemada. Abadón me dijo que el contrato se había demorado, pero que confiaban en mí y que podía comenzar a trabajar. Me pidió que les redactara un anuncio para buscar un informático que les gestionase la web y los pedidos online. Aquello sonaba absurdo, lo sé, pero ya me flaqueaba la capacidad para discernir lo coherente de lo incongruente.
Me sentaron en un estrado –no sé por qué hablo en plural, porque sólo vi a aquel Abadón–, en un sólido taburete de cuatro patas; en el estrado tenía un bolígrafo con la publicidad de “Necrópolis y Féretros” y un par de folios también con el membrete de “Necrópolis y Féretros”, que me parecieron de papel reciclado. Aunque vete tú a saber de qué estaba reciclado aquel papel.
Y aquí sigo… Sin saber qué hacer, anquilosado, sin que me venga una sola idea a la cabeza para redactar el puto anuncio. Llevo aquí… no sé… una eternidad… Mentiría si dijera que llevo cien años… Debo llevar muchos más… Tal vez mil… Mil años con todos sus meses, sus días, sus horas… Con cada uno de sus minutos y sus segundos. No me canso de estar en la misma postura, no siento necesidad de comer ni otra necesidad fisiológica salvo que las imperiosas ganas de mear siguen ahí. Simplemente están ahí. No he vuelto a ver a Abadón, y no sé por qué cojones no he escrito ni una puta línea en todo este tiempo. He pensando en levantarme y pedir explicaciones, pero no puedo moverme, o no tengo voluntad para ello. Estoy sentado ante el estrado en posición muy parecida a la que tenía en la cafetería, delante de mi bollo de mantequilla. Abro los ojos, pero veo oscuridad.
Aguarden un poco… Si miro de reojo parece que veo algo… ¡Sí!, es la cafetería… ¿Estoy sentado en la cafetería pero no puedo moverme? ¿Y qué ha pasado en el local durante tooodo este tiempo? Permitan que mire otro poco… Pero sólo veo el establecimiento cuando fuerzo el reojo, y me hago daño en la vista; me duelen los ojos y no puedo mantener la visión mucho tiempo. Ahí está la camarera que me acababa de traer otro azucarillo… Pero está en la misma posición. No se mueve. Como una imagen congelada…
Voy a mirar en la otra dirección. Ahí está el ventanal, y al otro lado hay un tío con un perro amarrado con una correa. Sí, recuerdo al tipo. Estaba en la cafetería cuando entré, y el puto perro estaba amarrado a la puerta, en la hoja que no se abría. Recuerdo que casi tuve que pasar por encima del chucho. Coño qué gente tan poco cívica. Que se metan el chusquel por el culo y que no molesten… Pero aguarden, el tipo está también como congelado… y el perro. Está hocicándole los pantalones a otro tío que parece que está hablando con el dueño del animal. Pero están todos paralizados en una posición estática. Si fuerzo la mirada hacia arriba veo a una chavala joven que lleva un pantalón rojo de esos ajustados. Yo sigo con esa sensación de frío y humedad, y con las ganas de mear, pero no recuerdo haber tenido frío en el bar ni ganas de ir al baño. Joder, a ver si voy a estar muerto y todo cuanto veo es lo que podía ver en mi último momento… ¿Pero cómo puede haber ocurrido? ¿Un infarto? ¿Y qué hay de mis otros cincuenta años, los que me quedaban por vivir hasta los cien? ¿El frío que siento es la última sensación que tuve antes de espicharla? ¿Y la gana de mear viene del hecho de que se me relajaron los esfínteres en el momento de la muerte? Joder, vaya papelón si me he muerto de golpe y cuando me han ido a socorrer estoy to’ meao… Y qué pasa, ¿que voy a estar así por el resto de la eternidad? Pues menuda gracia me hace. Pero espera un momento. ¿Y el Abadón de los cojones? Estuvo aquí hace ochocientos años o mil; ¿dónde se habrá metido?
A ver si lo veo por aquí… Pero como no me puedo mover, cuando fuerzo el reojo veo otra vez el interior de la cafetería… Espera, espera, espera un poco… Hace un rato, o quizá hace un año…, la chavala que veo cuando fuerzo los ojos hacia arriba tenía un pantalón rojo muy ceñido, pero ahora tiene uno no menos ceñido pero es azulón… Algo ha cambiado, aunque… sí, ella está en otra posición… Sí, es ella, le veo la cara, pero… el pelo lo lleva de otra forma… Joder, qué raro es todo esto… Raro dentro de lo extraño, porque, a ver, si en mi última luz vi un pantalón rojo, no puede ser que ahora sea azul y la tipa esa tenga el pelo mucho más corto, que antes lucía una melenita…
¡Leche!, y el tipo del perro ahora ha cambiado de postura y el chucho va a mear una rueda. En realidad, cada vez que echo una nueva mirada veo cambios a mi alrededor… Pero sólo tengo tres vistas: a la derecha la cristalera, a la izquierda la camarera y arriba la chavala del pantalón ajustado. Pero… oigo pasos… como un taconeo… Sí, lo huelo… es Abadón y su puro. Ya está aquí. ¡Leche! Ahora puedo cambiar de posición, aunque no puedo levantarme. Le miro a la cara, y me está diciendo algo:
—Bueno, bueno, bueno… Ha pasado un tiempo prudencial y no ha escrito usted nada.
—No podía moverme –me justifico.
—Pero podía escribir… Y no lo ha hecho…
—Podría terminar el encargo en un par de minutos, pero… ¿me dejará volver a mi vida?
—¿Su… vida? Su vida ya ha pasado señor Garzsía…
—No, no es posible. Está ahí… la he estado viendo. Sigo en la cafetería, a punto de comer el bollo…
—¡Ah!, esa vida ya ha pasado. Lo que usted ha estado viendo son sus otras vidas, otras posibilidades.
—¿Qué otras posibilidades?
—Cada vez que usted ha tomado una decisión su vida ha cambiado. A veces de forma drástica, como cuando decidió dejar que su mujer se marchara de casa y no luchó por retenerla.
—Siempre he creído que era lo mejor para ella. Yo me había convertido en una compañía incómoda…
—No le estoy juzgando, señor Garzsía… Nunca nadie juzgará su vida. Solamente le estoy informando. También toma usted muchas otras decisiones a lo largo del día que no suelen afectar a su vida drásticamente: volver a su ciudad natal, entrar en aquella cafetería, o coger el periódico para leerlo. Todas esas decisiones crean un sinfín de posibilidades que existen fuera de su conciencia y que siguen dándose.
—Pero eso es imposible. Yo sólo tenía conciencia de una vida…
—Sí, en la que estaba su conciencia de usted. Pero sus otras vidas también son reales, y en ellas usted también tiene conciencia solamente de lo que hace allí.
—Espere, espere, espere… ¿Me está diciendo que hay una vida por cada cambio que hago, y que luego de ese cambio también se dan otras existencias por cada cambio posible?
—Sí, así es.
—Pero eso supone un gasto de energía incalculable…
—La energía, como usted sabe bien, ni se crea ni se destruye… Y en cuanto al cálculo… es sencillo. Existen infinitas posibilidades, y todas ellas se dan.
—¿Aunque sea una decisión nimia?
—Sí… Por ejemplo, decidió usted pedir un sobrecito extra de azúcar, y eso supuso un cambio… Provocó que la camarera volviera a la mesa…
—¿Pero entonces también existirá una vida mía en la que en vez de café hubiera pedido un zumo de naranja?
—Sí, claro, existe.
—¿Como la chica que está junto a la entrada a los baños, que la he visto con pantalón rojo y con pantalón azul? ¿Las decisiones de ella se funden e interactúan a la vez con mis decisiones?
—Eso es.
—Eso es de locos.
—No, señor Garzsía… Simplemente su mente no puede abarcar la entera y completa realidad, y en cada una de sus vidas sólo es consciente de una realidad, la que usted elige.
—¿En las otras vidas también soy yo?
—Usted mismo, pero su conciencia sólo puede procesar una realidad y se segregan sus conciencias. La suma de todas ellas, eso es usted.
—Bueno, y después de estos minutos de revelación, ¿va a permitir que vuelva a mis quehaceres?
—En cuanto me redacte el anuncio que le he pedido. Necesitamos un informático, ya se lo hemos dicho hace mucho, mucho tiempo –y ha sonado como refiriéndose a muchos muchos siglos.
Le redacto el anuncio en un abrir y cerrar de ojos. Cuando lo tengo listo se lo entrego y asiente satisfecho.
—Muy bien señor Garzsía. Ahora dígame cuándo quiere volver a su vida.
Esto tiene trampa… ¿Por qué tengo que decirle “cuándo”?
—¿Por qué tengo que decirle cuándo? ¿No voy a volver al momento en el que me disponía a comerme el bollo remojado en café con leche?
—Me temo que ese momento ya ha pasado, señor Garzsía…
—¿Cómo que ya ha pasado? Yo sigo ahí, he podido verlo al forzar el reojo.
—Como usted ha observado, puede volver cuando la chica que interrumpe el acceso a los lavabos viste pantalón rojo o pantalón azul…
—¿Y qué más da?
—¿Otros cambios pueden haberse producido en su vida, señor Garzsía?
—¿Cómo que otros cambios? ¿A qué se refiere?
—Usted se ha colado por una rendija de la realidad cuando leía un anuncio. Y ha venido a parar aquí. Durante todo este tiempo han ido pasando a una velocidad vertiginosa todas las posibles realidades que sean consistentes con ese momento en la cafetería.
—¿A qué velocidad si puede precisarlo?
—Imagine una baraja en su mano –no sé por qué pero imagino una baraja francesa–, y deja pasar una a una las cartas deslizando el pulgar por uno de los laterales. ¿Cuántas puede pasar durante todo un segundo?
—Pues no lo sé, pero supongo que casi todas.
—Correcto. A esa velocidad están pasando las realidades que se pueden dar en su vida, y lleva usted aquí mucho mucho tiempo, señor Garzsía. Y siguen pasando mientras hablamos.
—Pues como que me da igual…
—No debería darle igual, señor Garzsía. A lo mejor dentro de unos minutos, o unos días, o unos decenios engancha usted con una realidad que le viene mejor.
—Pero no puedo saber qué realidad me conviene más. Quizá en otra realidad no me haya separado de mi mujer, en otra tenga ya una nueva pareja, o en otra haya tenido éxito en mi trabajo, y en otra, quizá estaré sin trabajo y sin casa.
—Correcto… Va a volver usted a una realidad en la que está sentado a esa mesa del bar, no se lo niego. Pero puede usted estar sentado en una silla de ruedas, con las piernas amputadas por un accidente.
—Vaya panorama, ¿no?
—Puede usted hacer otra elección señor Garzsía.
—¿Y cuál es?
—Quedarse aquí… y desaparecer de su realidad.
—O sea… morirme… Pero me quedan otros cincuenta años por vivir.
—Eso siempre ha sido cosa suya. En unas realidades ya está usted muerto hace tiempo, y en otras sí vivirá hasta los cien años, y más. En otras no le quedarán tantas esperanzas de vida en el momento en que regrese.
—¿Y qué pasará con los cambios que haya habido en mi vida? ¿Cómo me adaptaré?
—Los irá reconociendo a medida que vaya hacia ellos. Si usted es propietario de otro vehículo, sabrá dónde lo tiene aparcado y lo reconocerá nada más verlo, y las llaves estarán en su bolsillo… a menos que las haya perdido, que puede ocurrir.
—Pero esto es una embajada… Tengo que elegir sin saber qué y sabiendo que puedo entrar de nuevo en mi vida para peor.
—Es lo que hay.
—Supongo que he llevado una vida media, así que hay tantas probabilidades de entrar con una mejora como de entrar con un empeoramiento.
—Cuando entró en la cafetería se quejaba usted de su vida, criticaba todo y despotricaba contra todo.
—Supongo que está en mi carácter.
—¡Ah!, y su carácter también puede haberse forjado de otra manera, me olvidaba decírselo…
—Pues no sé qué hacer.
—Debe darse prisa, yo no puedo gastar una eternidad con usted. Contaré de diez a cero y en tanto debe usted decidir si se va o se queda. Si quiere irse diga sencillamente “ya” y en ese momento reingresará en su vida. Si llego a cero sin que usted haya decidido nada, se queda aquí con nosotros. Nueve… Ocho… Siete…
—No me da usted ninguna opción… Ninguna pista… Ni siquiera puedo pedir ese estúpido comodín del público para preguntar qué harían ustedes.
—Cuatro… Tres… Dos…
Losange Sable
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