Estuve trabajando una larga temporada en un local de alterne. No uno nocturno, sino uno vespertino, donde la mocedad pijotera se reunía para discutir y exhibir sus cosas de niños adinerados. Pero los había la mar de educados a pesar del dinero de sus padres. Una noche, con el local ya cerrado y haciendo limpieza, encontré una libreta con algunas poesías y este cuento. Mientras la jefa limpiaba la barra con ginebra (el mejor producto para limpiar la barra de un bar) yo me escaqueaba al almacén para leer el cuento y echarme unas carcajadas. La última fue tan grande que la puerta del almacén se abrió lentamente y asomó la cabeza mi jefa.
Le lancé la libreta, y mientras yo barría la zona del billar y los dardos, ella se fue a leerlo (y escaquearse) al guardarropía. Mientras recogía algún dardo perdido escuché su risotada. Aquella noche cenamos y comentamos animadamente el cuento.
La libreta quedó en depósito en la taquilla, pero nunca vinieron a preguntar por ella. Cuando me despedí, poniendo fin a la relación con mi jefa, me llevé la carpeta. Era septiembre de 2016.
A título de buena vecindad | |
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A título de buena vecindad
*(cuento – 3.127 palabras ≈ 13 minutos)
Filomena Guachipiscante era una muchacha muy maja. Aunque pasaba de muchacha porque ya había cumplido los treinta… Bueno, para ser sinceros, hacía tiempo que había cumplido los 35… Pero se conservaba muy bien. Ágil de cuerpo y mente, era como una chiquilla tontiloca. Y no es que fuera tonta ni que fuera loca, pero sí que obraba un poco (o un mucho) a tontas y a locas, sobre todo cuando se le disparaban una serie secuenciada de hormonas en el orden menos apropiado.
Entonces pasaba por periodos de rápido abatimiento para verse luego elevada a las nubes del entusiasmo para luego deslizarse por el tobogán de la melancolía y al rato verse lanzada como con un cohete de feria hacia las estrellas de la alegría y el optimismo más infundado.
A Filomena Guachipiscante le gustaba mucho conversar. Y no, no es que dijera nunca bobadas, que decía siempre cosas muy atinadas, pero es que era como si se le aflojara media vuelta un tornillo interno, y se ponía a hablar y a contar como si nada cosas de su más íntima intimidad: verborragia que le llaman algunos.
Sencillamente es que cuando tenía esos accesos eufóricos Filomena Guachipiscante no medía. O no medía bien, que para el caso viene a ser lo mismo.
Le gustaba mucho ayudar a los demás, y se embarcaba en titánicas y ciclópeas tareas que hubieran arredrado al más bizarro y sabía salir de ellas con exitosa elegancia. Y por eso todo el mundo la quería a su alrededor, porque no había empresa difícil y complicada que acobardara a Filomena Guachipiscante. A todos decía que sí, a todo decía que sí; Filomena Guachipiscante era feliz ayudando a los demás, de forma y manera que muchas veces y sin ser consciente de ello provocaba ese sentimiento que hace que no aceptemos una ayuda por las molestias que podemos ocasionar… Greng jai, lo llaman en Tailandia. Sus compromisos autoadquiridos le suponían molestias que ella no valoraba porque eso mismo satisfacía su personalidad, su forma de ser.
Sin embargo ella sentía siempre fago, que dicen los ifaluk del Pacífico oceánico, que es ese sentimiento de pena por la persona que necesita ayuda sabiendo que un día la perderemos. Y entonces le venía el bajón… durante unos minutos, porque luego, sumida su mente en la ayuda que prestaba, le volvía a embargar la felicidad por hacer feliz a su vez a la persona a la que ayudaba. Y era entonces cuando generaba en los demás esa sensación que los japoneses llaman oime, que es la gran incomodidad por estar en deuda con alguien.
Y así era Filomena Guachipiscante, un generador torrencial de emociones a su alrededor, emociones que la embargaban y que no controlaba, emociones que le explotaban en su médula espinal sin que supiera administrarlas, un torrente de empatía a su alrededor, y además era una mujer guapa, juvenil, atlética, emprendedora, alegre, y un poco tontiloca, sin que ello quiera decir que era tonta ni que era loca. Nada más lejos de la realidad; pero sí es cierto que a veces obraba a tontas y a locas, y cuando le invadía esa necesidad de compartir con todos tanto sus sentimientos como sus emociones, entonces la gente que vivía junto a ella se resignaban cual mártires del santoral y hacían como que la escuchaban, asintiendo de vez en cuando y repitiendo sus últimas palabras como para hacerla ver que seguían sus elucubraciones y disquisiciones. Y ella, perdida en busca del vórtice generador de la vorágine que producía su verborrea, no era capaz de darse cuenta de este extremo.
Así que, resumiendo, Filomena Guachipiscante era muy feliz con la vida que llevaba y hacía feliz a sus semejantes que vivían próximos a ella.
Quiso un día enfermarse de una tontería don Eustaquio el escribano, pero precisó de cama y de cuidados maternales sobre todo para tomarse la dosis exacta de la medicina prescrita cuando le atacaba un fiero acceso de tos que le dejaba sin capacidad para respirar.
Y puesto que don Eustaquio era solterón y algo mayor, y no tenía ama de llaves que le cuidara, para allí que se fue Filomena Guachipiscante en cuanto se enteró de que don Eustaquio se quedaría solo en su casa.
Cuando entró en la casa de don Eustaquio éste dormía una plácida siesta después de haber pasado una noche toledana tosiendo como un perro y aspirando como un gato. El hombre dormitaba plácidamente merced al bálsamo medicinal que le había preparado el boticario, amén de los vapores de eucalipto que flotaban en el ambiente y que alguna vecina, siguiendo sin duda recomendaciones de don Fidel Mata Sanos, el médico de todas aquellas parroquias.
Filomena se puso a limpiar la casa de don Eustaquio, a remendarle algún calcetín y a prepararle una buena sopa que tener lista a la hora de la cena para cuando el enfermo despertara.
Fue en ese momento que don Eustaquio abrió los ojos bruscamente por culpa de un nuevo y violento un ataque de tos. Filomena salió disparada de la cocina en dirección a la alcoba de don Eustaquio.
—Bueno, bueno, ya se ha despertado usted. Y de qué humor, señorito. Tosa, tosa usted y expectore esas flemas que le va a venir bien echarlas fuera. Espere que le arreglo mejor las almohadas para que pueda usted estar así de bien, tumbadito ahí… Tosa, tosa usted don Eustaquio que ya me he enterado que lo que tiene no ha de ser muy contagioso que digamos. Y si arranca flemas, ya sabe, escúpalas en la bacinilla, que es cosa muy natural arrojar fuera de sí esos esputos, hombre… ¡Jesús!, qué tráfago tiene usted con esa tos.
Don Eustaquio, que estaba siendo víctima en esos momentos un severo ataque de tos fiera, señalaba sin poder hablar entre tosido y privación de aire el jarabe que se hallaba en la cómoda, frente a la cama, con el prospecto señalando la dosis adecuada para aliviar sus males.
Intentó levantarse don Fidel en busca del medicamento reparador pero Filomena se lo impidió:
—Hale, hale, estése usted quietecico que se va a desarropar de tanto moverse. No, no va a ir usted a ningún sitio, que se me puede caer, que esa tos deja la cabeza dolorida y la privación de oxígeno proporciona mareos. Así que estése usted ahí quietecico que le voy a recolocar la almohada.
Don Eustaquio quedó encasquillado en mitad de un tosido mientras de su garganta emanaba un silbido que ocasionaba el aire que iba saliendo como podía del pulmón y se veía imposibilitado de introducir nuevo aire que le aportaría el reparador oxígeno, por lo que le fallaban las fuerzas para levantarse por sí mismo y apartar a la voluntariosa Filomena.
—Y dale… Y dale con querer levantarse —y Filomena retiró con firmeza la mano que don Eustaquio sostenía de apoyo para incorporarse de la cama haciendo que el enfermo cayera pesadamente contra las enormes almohadas que le servirían en su lecho para reclinarse y no tumbarse—. En cuanto se le pase el acceso le voy a traer unas sopas que no se imagina el médico qué pronto le van a sanar: una buena sopa hortelana. Tosa, tosa usted, mi alma, y déjeme a mí arreglarle la ropa de cama, y este embozo que ya parece casi cualquier cosa.
El casi agonizante don Eustaquio no lo podía creer, pero su mente comenzaba a obnubilarse y a tratar de calmarse para que la tos remitiera y poder hablar a fin de decirle a Filomena Guachupiscante que debía darle el medicamento.
Pero quiso el destino que algo que no andaba muy bien en sus bronquios se acelerara de nuevo y allá que le dio un nuevo acceso de tos.
—Jesús, pues sí que está usted bien cogido, Madre del Amor Hermoso… Tenga, tenga la bacinilla y expectore con gana que quedarse ese pote ahí dentro no puede ser cosa sana —y mientras esto decía, Filomena Guachupiscante continuaba obviando los esfuerzos de don Eustaquio por indicarle el lugar donde descansaba el salvador medicamento—. Y mire usted que pesadito con esa mano siempre hacia delante, hijo mío, que parece usted Cristóbal Colón, el que está en la ciudad de Barcelona. ¿Ha estado usted alguna vez en Barcelona, don Eustaquio?
Al ya senil don Eustaquio, pero que aun senil y todo bien que le gustaría vivir treinta años más, se le iban los ojos de las cuencas con los tosidos secos y sordos que emitía. Como no era capaz de coger oxígeno se iba quedando primero rojo del esfuerzo que le suponía toser, pero en seguida se fue poniendo pálido para pasar luego a un azulado lívido y luego a un color endrino.
Y mientras aquel hombre se moría, Filomena Guachipiscante le iba rehaciendo con mimo y devoción las sábanas que mantenían la cama con aspecto de cama, porque don Eustaquio ahora ya botaba en su lecho y la colcha y también la encimera caían una por cada lado de la cama.
—Estése usted quietecico, hombre, que lo está usted deshaciendo todo —y Filomena luchaba contra aquella mano, ora zurda ora diestra, que se estiraba vacilante en dirección a la cómoda pero que habida cuenta de que su propietario se encontraba poco menos que atado a la cama nunca iban a ir mucho más lejos de lo que alcanzaban ahora—. Pues sí señor, servidora sí ha estado en Barcelona, y ha visto con estos mismos ojos míos la estatua a Cristóbal Colón, gran almirante de la mar océana al servicio de sus majestades los reyes de España… Que digo yo, que si hubiera sido su empresa en este siglo que ven nuestros mismos ojos, los suyos y los míos, lo mismo le empapelan por cruzar en patera el mar para llegar hasta aquí. Porque aquellas naves eran casi pateras, don Eustaquio. Que sí, que se lo digo yo, que he visto una de esas carabelas, o una réplica, vaya usted a saber, en la ciudad de Santander. Oh, qué bella ciudad, tan bonita o más que Barcelona, porque sabe usted, ambas dan al mar, y las ciudades con mar son todas muy muy requetebonitas. Que aquí, donde usted me tiene, una ha viajado, sí señor, y el viajar es cultura o da cultura que tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando. Que ella era muy reinona y muy suya, don Eustaquio, que aquí, donde usted me ve, una lee y gana en cultura, sobre todo leyendo novela histórica y no esas frivolidades de novelas de evasión. Uy, y lo que hay hoy en día en la tele… Bueno, para qué le voy a contar, que usted también es hombre de mundo, ¿verdad don Eustaquio? Si lo sabré yo. Pues porque tiene usted muy mala color, don Eustaquio, pero que una sabe que si tuviera usted 20 ó 30 años menos, usted y yo haríamos hasta buena pareja, porque a usted le gusta viajar y a una servidora pues ídem de ídem.
Durante toda esta parrafada don Eustaquio había perdido cualquier capacidad de reacción, su tos se había vuelto apagada, y el pecho le subía y le bajaba como si quisiera golpear en el techo para luego hundirse en la cama y volver a subir en dirección al piso superior.
A don Eustaquio le quedaba un hilillo, un huequecillo por el que el aire, ya insuficiente le entraba en los pulmones. Se estaba asfixiando y Filomena seguía feliz y contenta sin prestar atención más que a sus palabras, a sus idas y venidas por la habitación donde se hallaba convaleciente don Eustaquio, y al destino que daría a su cháchara absurda para rematarla antes que a las señales inequívocas que el cuerpo de don Eustaquio le enviaba.
—Íbamos a dar mucho que hablar en el pueblo, sí señor, pero nos iba a dar igual, ¡ja!, porque íbamos a estar bien poco por aquí. Porque la ciudad que yo quiero ir a ver ahora es Bilbao. Estuve cuando niña y siendo niña ya noté yo que era una ciudad gris, con todas aquellas fábricas en su extrarradio, pero todos los que vienen de allí llegan diciendo que la ciudad está muy cambiada, y que hay que ver esos edificios del Ensanche, cómo les han clareado la apariencia, y la ría, la ría está tan cambiada que ahora hasta hacen pruebas del ‘triatletismo’ ése, y luego el funicular a Artxanda, ese monte que vigila Bilbao y desde el que se ve todo el Botxo. ¿Qué cómo sé yo todas estas palabras vascas? Toma, pues porque las estudio en la Internet, que me las leo y no se me quedan y me digo: “Filomena, vuélvetelas a leer para que se te queden, que si a los naturales de allí no se les olvidan es porque han cogido soltura con la práctica, y tú tienes que practicar”. Que mire usted qué nombres tienen algunos. Una vez me aprendí de carrerilla un apellido vasco… Espere espere a ver si lo recuerdo ahora… huuum… Elorduizapaterietxe. ¡Hala!, que así dicho suena largo pero si hay que aprendérselo suena más largo que Etxazarreta. ¡Ay!, estos vascos qué tendrán que a una le alegran las pajarillas con ese acentazo cantarín que a una le dan ganas de irse a dormir con un vasco sólo para que por la mañana la despierten a una con esa melodía: “Ahí va la hostia, Filomena, si estás más buena que la pata de un pollo, neska polita”. Jajaja. Eso es lo que me dijo la Engraci que le decía uno de Bilbao con el que fue novia hasta hace poco. Y es que a él le salió un trabajo en Asturias, cortando troncos en las fiestas de los pueblos, porque el mozo era aizkolari, y seguirá siendo, que se veía en las fotos que mandaba la Engraci que era sano sanote, puro machote, que también me he aprendido eso de aizkolari y lo de harrijasotzaile, y el mozo desayunaba todos los días dos filetes bien gordos con patatas, don Eustaquio, que no se lo va usted a creer, como yo tampoco me lo creí hasta que la Engraci me mandó un vídeo con el mozo bebiendo sagardo y desayunando dos filetes como dos soles que se salían del plato.
La cabeza de don Eustaquio golpeaba ahora contra las almohadas, casi transparente de sin color que estaba, pero la buena y atenta de Filomena Guachipiscante era incapaz de darse cuenta porque estaba disfrutando en ese momento del acceso de felicidad que le procuraba la ayuda desinteresada al prójimo.
—Y si no se lo cree usted, pues peor para usted, pero Bilbao está ahora muy bonito, muy cambiado, con el Palacio de Euskalduna convertido en un teatro de fama mundial, que hasta Montserrat Caballé dijo en la visita que hizo a su inauguración que era el lugar más bonito y con mejor acústica donde había cantado nunca. Y oiga una cosa, don Eustaquio, sepa usted que allí la gente es muy agradecida. Se enteró todo Bilbao por la prensa y el día del concierto que con motivo de la inauguración daba la Caballé, fue salir la diva al escenario, y el público expectante se puso en pie y estuvo más de diez minutos y hasta quizá más de veinte aplaudiéndola antes siquiera de que la catalana abriera la boca. Y allí mismo la hicieron de Bilbao, que los de Bilbao, dicen, que nacen donde les da la gana, pero yo eso no lo entiendo, porque yo no he nacido donde he querido sino donde me han echado al mundo y aún así no he nacido en Bilbao, que de haberlo hecho estoy segura de que ahora ya tendría un novio de Bilbao, que los del pueblo sólo quieren mandanga, usted perdone por esto y por lo que le he dicho antes, que ya sabe usted que a mí a veces se me va la canica y no dejo de hablar, pero túmbese, túmbese hombre de dios y descanse de esa tos de una vez.
Don Eustaquio se agarraba la garganta, ya en el postrer estertor, y realmente agonizaba ante los ojos de Filomena Guachipiscante… Bueno, ante lo ojos no, que nunca se supo dónde tuvo la muchacha los ojos puestos durante toda aquella agonía, sino mirando para dentro de ella misma y en su persona.
—Sí, sí, yo también estoy contenta de estar aquí, porque tiene usted una casa muy bonitísima, seguro que un poco menos que el palacio ese donde cantó la Caballé, pero usted, picarón, que ha permanecido soltero hasta ahora, que me sé yo de buena tinta que se traía usted tontas tontitas a todas las mozas de los contornos y a sus padres que le veían a usted con muy buenos ojos, porque usted iba para mucho más que para escribano del pueblo, que usted valía para mucho más, pero quiso quedarse anclado a la tierra, y no fue usted a Madrid a trabajar, o a Bilbao, ya puestos, y seguro que allí habría tenido mejores médicos que este don Fidel, que con todos los respetos debidos quiero decir que es para mí un poco carca, y yo tengo para mí que desde que acabó la carrera de medicina, allá por los años en que Napoleón debía aún ser cabo, no ha vuelto a abrir un libro de medicina, que siempre cura con los mismos remedios y ya ve usted, a usted no le hacen efecto ninguno, porque sigue con esa misma tos que no se le quita y que no le deja dormir. Estése usted quietecico, así, así, que yo tengo que hacerle la sopa hortelana la mar de nutritiva que verá cómo con ella le recompongo yo a usted, que en tomándola muy calentita le aflojo yo esos bronquios, bronquiolos y alveolos y luego le doy unas friegas con unas hierbas que mi abuela me enseñó a seleccionar y verá usted como en dos o tres periquetes se le quita esa dichosa tos. Que mira tú por dónde ahora parece que empieza a remitirle.
Finalmente los ojos de don Eustaquio se vidriaron y la vida se escapó por vía de la asfixia de su enjuto cuerpo. Filomena, al oír que el escribano por fin había dejado de toser y retorcerse, le miró y le sonrió:
—¿Ve usted como no era para tanto, Don Eustaquio? —dijo quedamente como para no quererlo despertar—. Duerma, duerma usted, que se lo tiene merecido. Yo mientras tanto voy a ver cómo va mi cocimiento que me parece que hoy cenaré yo aquí con usted, porque después de todo tendré que darle la sopita a la boca para que usted no se canse. Eche, eche usted otro sueñecico que verá qué bien le sienta. Se va usted a levantar descansado, como si tuviera otra vida.
Losange Sable
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