La leyenda de Francis

15 de enero de 2018

Este cuento, subido a la web en febrero de 2011, lo he recuperado de la web de Mospintoles, un proyecto editorial alrededor de una ciudad ubicada ficticiamemte en el área metropolitana sur de Madrid. En ese proyecto cuentístico orbitan entre sí seis protagonistas, y los cuentos venían firmados por los «cronistas oficiales» de esa ciudad, que utilizan los seudónimos de Cogollo y Mirlitón. Es interesante ir leyendo la evolución de esos personajes mientras trancurren los cuentos y con ellos sus vidas, ahora que andan buscando argumentos para series televisivas. La calidad de los cuentos tienen los normales altibajos de una producción en cadena, pero los hay verdaderamente interesantes.

No es necesario haber seguido las peripecias de los tres protagonistas que aparecen en esta entrega para entender la crítica que se hace en este cuento a varios temas sociales: los tejemanejes del fútbol, los entresijos de la televisión, los enredos de la política, y la pobreza y la miseria ciudadana que por aquel entonces ya empezaban a globalizarnos. Con un cómico retrato que se hace de la policía queda también retratada una crítica al afán de populismo que ya se veía venir en aquellos años tan cercanos, y a la vez tan lejanos, y que hoy en día tiene idiotizada a la población mundial en torno a la Internet y a la «planatonta». La mediocridad se ha inmiscuido en nuestro tejido social y los mandos policiales no iban a quedar al margen (¡ay cuando la mediocridad reinante llegue a la medicina!). Pero justo es reconocer que tenemos una de las mejores policías científicas de Europa y yo diría que del mundo entero.

La leyenda de Francis   
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La leyenda de Francis
*

(cuento – 9.498 palabras ≈ 40 minutos)

El atraco

No eran las 08:40 de una desabrida mañana del mes de marzo cuando el atracador entró en la sucursal de la Caja con la escopeta al hombro.

—Quietos todo el mundo… A ver, tú, abre la caja y llena esta bolsa de billetes. Y de los gordos.

—No podemos abrir la caja, señor. Es de apertura retardada —Aurori, la cajera, trataba de no aparentar miedo ni nerviosismo. Pero como confesaría después, llegó a mojarse las bragas.

—Quietos todo el mundo… A ver tú… —algo pareció romperse dentro de aquella careta de Bob Esponja, seguramente adquirida durante el reciente carnaval—. Cagontó… Tú, mete ahí todo el dinero que pilles —esta vez se dirigió a la subdirectora de la sucursal.

—Apenas hay cien euros… La caja se abrirá dentro de media hora, cuando venga el director —mientras tanto Aurori, disimuladamente, había pulsado el botón de alarma.

—No me toques los cojones, Inés. Tiene que haber más —ambas empleadas y los dos clientes que había en aquella oficina a esas horas de la mañana se dieron cuenta de la metedura de pata del atracador, la primera pista que conduciría a su posterior identificación—. ¿Te estás quedando conmigo? Dale a la máquina como para sacar treinta mil euros.

Inés se dio cuenta de que podía ganar algo más de tiempo, y miró al chavalote que le sacaba una cabeza al atracador.

—Veré qué puedo hacer…

—Cagontó… No me toques los huevos —el atracador pareció perder los nervios y disparó la escopeta de doble cañón hacia arriba. Una sección del falso techo se desprendió y la escayola cayó sobre el mostrador con estruendo—. ¡Hostias!, lo siento. Pero esto pasa por no poner Pladur. Tenéis pasta a mansalva pero os estiráis menos que el portero de un futbolín. Ese falso techo de escayola tiene más de treinta años. Y no dais trabajo al pueblo, ¿eh? Llena más rápido, joder. ¡Apúrate!

El chavalote comenzó a acercarse lentamente al atracador, ahora que estaba riñendo con la subdirectora.

—Quieto tú, gilipollas. ¿Quieres ser héroe? La Caja no te lo va a agradecer. Como te muevas un pelo te descerrajo el tiro que me queda en los huevos, y te los dejo colgando de un campanario —aquella frase del difunto Pepe Rubianes fue otra de las pistas que llevarían a la ulterior detención del atracador.

El chaval, un fornido encofrador, bajó la vista y levantó las manos. Por si acaso, pensó, mejor no tentar a la suerte.

La subdirectora, a quien el tiro y la arenga dirigida al muchachote le habían hecho cambiar de opinión, había terminado de meter todos los billetes que pudo en la gran bolsa de deporte. ¿Para qué tan grande?, pensó. Llena a rebosar de billetes tal vez no la hubiera podido levantar. ¿Qué botín pensaría este mamarracho que se iba a llevar?

—Echa pa’cá. Al que salga en cinco minutos lo dejo seco de un tiro.

El atracador salió a la vía lateral de la Avenida de Toledo, solitaria a aquellas horas, y guardó la escopeta con los cañones recortados en la gran bolsa de deporte. Se la puso en bandolera y se dirigió a una motocicleta que estaba apoyada en un árbol de la mediana que separaba la vía lateral de los carriles centrales. Desde la ventana de la Caja de Ahorros, y tras un gran cartel publicitario, las cuatro personas seguían sus evoluciones. El atracador había dicho que no salieran, pero nada dijo de no asomarse a aquel ventanal de cristalería reforzada a prueba de alunizajes.

Ese ciclomotor en particular fue la tercera pista que llevó a la rápida identificación del atracador. Lo arrancó y salió a toda la velocidad que aquella antigualla podía desarrollar, que no era poca. Los atracados estiraron el cuello todo lo que pudieron viendo cómo algunas decenas de metros más adelante el atracador se desprendía de la careta dejándola caer a la vía pública. ¿Habría suerte de que le detuvieran por circular sin casco? Pocos minutos después llegó una dotación de la Policía Nacional en respuesta a la activación de la alarma, y algo más tarde una patrulla de la Policía local, quienes al pasar por allí se detuvieron alertados por los rotativos de los nacionales.

Las pesquisas
Cuando llegaron Roque y Bermúdez, los dos policías locales, ya se estaba tomando declaración a los cuatro asaltados.

—¿Podemos ser útiles? —la precaución en estas colaboraciones entre cuerpos policiales nunca es poca.

—¡Hombre, Roque! A lo mejor nos venís al pelo —el subinspector Cañeque y el agente municipal eran viejos conocidos… este último le había pitado más de un partido de fútbol regional, a veces con desmesuradas protestas por parte del policía nacional, retirado hacía ya unos años de los campos balompédicos.

—Usted dirá, señor subinspector.

—Déjate de formalidades que todavía me escuece aquella expulsión.

—Fue mano intencionada bajo los palos. Era gol si no la atajas tú.

—Pero sabías que era mi último partido. El resultado era lo de menos.

—Eso díselo a los del Coyote, que si no empataban bajaban a tercera regional.

—Pero si acabaron bajando igual, que fallaron el penalti. Siempre fueron más malos que la carne de pescuezo.

—¿Van ustedes a seguir discutiendo de algo que pasó hace años? Ya no es actualidad, señores —Inés, la subdirectora, no estaba para muchas bromas.

Mientras, Aurori había estado barriendo los escombros que había dejado el trabucazo. Tenía unos treinta años, la guedeja de un rubio natural, de estatura mediana, guapa de cara y gruesa de carnes, lo cual le confería un mayor atractivo. Cuando se dirigió a la zona reservada al personal con la bolsa del escombro, Aurori caminaba de una forma extraña.

—¿Qué la pasa? —preguntó Roque.

—Se ha meado en las bragas —repuso la subdirectora bajando la voz—, y las lleva a media pierna.

—Pues que se las quite… Con esa falda tan ancha no se va a notar. Si las pone en un radiador se le secarán en un pispás —Roque siempre era tan resolutivo.

—Usted no es mujer —la subdirectora se mostró un tanto agria—. Mejor arregle sus asuntos.

—Que son… —cambió de tercio Roque mirando al subinspector.

—El atracador es alguien conocido. Llamó a la subdirectora por su nombre de pila.

—Está bien… Así circunscribimos el círculo de sospechosos a unas sesenta mil personas —Roque fue irónico sin proponérselo—. Algo es algo.

—Hay más, Roque. Parece ser que huyó en un ciclomotor antiguo.

—Pues entonces no habrá ido muy lejos. Al menos no ha podido tirar por la autopista —Roque abordaba los retos con mentalidad positiva.

—Es un ciclomotor anaranjado…

—¡Hombre!, eso sí que puede ayudar. Que yo recuerde sólo ha existido el modelo University… Y hay muy pocas en Mospintoles y alrededores. ¿Están seguros de que era un ciclomotor y no una moto?

—Sí. Oímos como se alejaba con un ruido constante… No metió ninguna marcha —atestiguó la subdirectora—. Además… era una Mobylette University. Yo tuve una en mis años de instituto.

—El ciclomotor más rápido de aquellos años. Creo recordar que se llegó a restringir su venta por la alta velocidad que adquiría, superior a lo permitido —se complació Roque en informar.

—¿Cuántas University puede haber en Mospintoles, Roque? —preguntó el subinspector.

—Censadas no muchas. Pero ya sabes… Yo ahora mismo tengo en mente tres y no creo que haya muchas más.

—Hay algo que tal vez pueda ayudar, si el tipo es de por aquí —el encofrador había estado escuchando, manteniéndose apartado.

—Díganos, joven —invitó el subinspector.

—Usó algunas muletillas.

—Quizá puedan caracterizarle… ¿Qué fue lo que captó usted?

—Dijo dos o tres veces “cagontó”.

—Me temo que es una expresión bastante corriente —sentenció Roque.

—Y cuando quise acercarme a él me dijo que si lo hacía me pegaba un tiro en los huevos que me los dejaba colgando de un campanario.

—¡Co…raje!, esa frase… Sí que hay alguien que la suelta con asiduidad en Mospintoles… —Roque pareció ensimismarse.

—¿No la decía el Pepe Rubianes de marras, que en gloria esté? —apuntó el subinspector Cañeque.

—¡Eso es! Y todo encaja —los ojos de Roque adquirieron brillo de súbito—. Lo suelta a diario Fracis, ‘El del gol de cabeza’. Y sé que tiene una University… estoy seguro.

—¿¡Francis ‘El del gol de cabeza’!? No jodas…

—¿Quién es ese Francis ‘El del gol de cabeza’? —quiso saber la subdirectora.

—Un infeliz que no tiene donde caerse muerto.

—Los que hemos podido caer muertos hemos sido nosotros, no te jode… —decididamente era un día amargo para la subdirectora—. ¿Pero porque le llaman “el del gol de cabeza”?

La historia de Francis (hasta el minuto 90)
—Francis fue un jugador del Rayo de Mospintoles allá por los años sesenta, cuando nuestro Rayo pastaba por los campos de Regional Preferente —Roque había adoptado la actitud de un docente, no en vano era un estudioso experto en la materia—. Francis no estaba especialmente dotado para el fútbol, pero el equipo no era muy exigente. Casi todos los jugadores eran de Mospintoles y eso mantenía unido al grupo. Tampoco Mospintoles era lo que ahora conocemos.

—Tampoco lo eran los rivales, ni se jugaba tan profesionalmente como ahora en cada categoría —apuntilló el subinspector.

—Terminaba la temporada 1968/69 y el Rayo estaba en posición de ascender a la tercera división. Fijaos que han pasado cuarenta años. Se dio la circunstancia de que el último partido lo tenía que jugar como local contra el Alcorcada, nuestro eterno rival de toda la vida. Y ellos también se jugaban el ascenso en aquel partido. Pero un empate podría dejar a los dos equipos sin pasaporte a Tercera, pues había otras dos escuadras en liza.

—Tampoco existía de aquella la Segunda B —Cañeque volvió a meter baza.

—Ni los partidos ganados valían tres puntos, sino dos. Os podéis imaginar que en aquella época ese encuentro fuera el partido del morbo. No hubiera dado nada por pitarlo. Vino gente hasta de Madrid, y la Guardia Civil, y los grises, la Policía Armada, quiero decir, antecesores de aquí mi colega, tomaron posiciones por miedo a que la cosa futbolera se desmandara. Incluso hay quien asegura que en el Gobierno Civil se llegó a hablar de suspender el partido.

—Lo que es hoy Delegación del Gobierno —el subinspector no perdía ocasión de meter cuchara.

—Ya os imaginaréis que no se habló de otra cosa en toda la semana, y la tensión que hubo para unos chavales que jugaban al fútbol básicamente por divertimento, y la responsabilidad de que se fueron empapando durante los días previos. No había un vecino de Mospintoles que no estuviera pendiente del partido, y se paraba a los jugadores por la calle para exhortarles a la victoria. Una situación así sólo se ha vuelto a vivir el año pasado, pero de forma más civilizada.

—Sí, en aquellos años España era algo salvaje, jeje —Cañeque no quería ser relegado por la clase magistral que estaba dando Roque.

—Cuentan quienes vieron el partido que, pese a lo que pudiera presuponerse, fue de guante blanco. De Alcorcada vinieron varios autobuses para animar a los suyos, pero aunque se dieron varias intervenciones policiales entre el público, los jugadores lo bordaron. Se dice que todos sin excepción estaban enchufados ese día, y hubo muchos nervios entre las aficiones porque los delanteros se imponían una y otra vez a las defensas.

Roque hizo un alto y observó que el subinspector Cañeque, por fin, había dejado de entremeterse y escuchaba atento.

—Corría el minuto ochenta y cinco más o menos y el resultado era de cuatro a cuatro habiéndose alternado en el marcador uno y otro equipo. Otro gol podía caer en cualquier momento dejando al rival sin tiempo para reaccionar. Recordad que no habría prórroga pues se trataba de un partido de liga. El silencio se hizo por fin en torno al campo. Las aficiones, cansadas de jalear y en suspense permanente, contuvieron el aliento durante esos últimos minutos. Había en juego más que un ascenso; planeaba sobre el partido la honra local de cada pueblo. Como digo, los últimos cinco minutos se vivieron en silencio por parte del público, con el alma en la garganta con cada internada, ora de unos, ora de otros. Los chavales estaban exhaustos, pero haciendo gala de pundonor seguían corriendo como galgos.

Roque hizo otra pausa. Él también se había ganado el silencio de su público, nutrido el grupo con varios curiosos que habían acudido a la sucursal al ver el inusual despliegue policial.

—Se entraba ya en el minuto noventa, o eso se dijo en alta voz desde uno de los banquillos, cuando uno de los tres Francis que jugaban en el Rayo, el que llamaban Francis “el sereno sereno”, y esto es porque era sereno y abstemio, y compartía oficio con otro que era bastante más borrachín de lo que debía; digo que este otro Francis se internó por la banda izquierda del ataque, la derecha para los defensores del Alcorcada. En ese momento el árbitro, que corría hacía el área de penalti siguiendo la jugada, miró el reloj, y alguien de entre el público, atento al gesto, dijo a voz en grito: “No se te ocurra pitar ahora que atacamos”.

La historia de Francis (desde el minuto 90)
Roque guardó silencio, midiendo los tiempos, y miró a los circunstantes.

—Francis “el sereno sereno” llegó hasta la línea de fondo sin poder colgarla al área porque el defensa le había cerrado muy bien el hueco para el pase. Cuando se le acabó el espacio frenó y quiso regatear volviendo sobre sus pasos, pero otro defensa llegaba a reforzar la cobertura. Desde la esquina, un aficionado dijo en voz alta: “pásala como sea que pitan el final”. Y Francis “el sereno sereno” reaccionó como un autómata, chutando como pudo con la derecha, que era su pierna mala, y cayendo al suelo, desequilibrado. El pase, defectuoso como era de suponer, salió hacia el pico del área opuesto, es decir, hacia el lado derecho del ataque. Allí llegaba este otro Francis, el que suponemos el atracador de hoy, un muchacho un tanto enclenque, escuálido, de fina técnica en el regate pero que tampoco tenía nada más. Le dio de cabeza a uno de aquellos balones de cuero con las costuras por fuera que te dejaban la marca en la frente para tres días. El cabezazo sonó a hueco y Francis también acabó por los suelos, pero el balón cogió un efecto raro y fue hacia la escuadra contraria, a la izquierda del ataque, cogiendo a contrapié al portero del Alcorcada. Aquel balón nunca hubiera entrado tal y como se cabeceó, pero pegó en el poste y con ese efecto raro que llevaba cayó mansamente dentro de la línea de gol. Fue un jarro de agua fría para los del Alcorcada, que nunca más levantaron cabeza, futbolísticamente hablando, y ahí siguen, en Preferente. Al año siguiente, el Rayo que debutaba por primera vez en Tercera, fichó a los mejores jugadores del Alcorcada para reforzarse y mantener la categoría. Esta es la leyenda de Francis y su gol de cabeza.

Los presentes aguardaban el corolario de la exposición de Roque. Todos conocían la historia, pero les gustaba escucharla siempre que fuera bien narrada.

—El gol supuso el despegue futbolístico del Rayo, aunque luego se dormiría en la tercera división, hasta que llegó López con sus billetes. Y hubiera sido olvidado pronto porque al año siguiente Francis no jugó ni un sólo partido, relegado por la calidad de los refuerzos. Pero la polémica quiso que ese gol diera la vuelta a España.

—¿Pero qué fue lo que pasó? —quiso saber la subdirectora, que no era natural de Mospintoles.

—Pues pasó que el árbitro, cuando el balón salió de las botas de Francis “el sereno sereno” y justo antes de que este Francis cabeceara, se llevó el silbato a la boca para pitar el final del encuentro. Para cuando el balón salió de la cabeza del muchacho ya había dado el primer pitido, y justo en ese momento se arrepintió, pero ya era tarde. Cuando el balón pegó en el poste dio el segundo pitido pero tuvo la presencia de ánimo, y los reflejos, de alargarlo, coincidiendo con el bote del balón. Tenía el brazo en alto, pero se giró y lo bajó mientras corría hacia el centro del campo concediendo el gol. Fue todo en un instante. Os podéis imaginar las protestas de los rivales, pero hubo una invasión del campo por parte del numeroso público local, típica en aquellos años, y allí concluyó el partido. Sin embargo, en los despachos, las protestas se elevaron hasta la federación, y fueron llamados a atestiguar los guardias y los policías que estuvieron presentes en aquel partido, todos residentes en Mospintoles. Curiosamente no encontraron a ninguno que hubiera estado atento a los últimos minutos del partido. Al final tuvo que mediar el alcalde de Mospintoles, que tenía mejores contactos en el Gobierno Civil que su homónimo de Alcorcada y el Rayo se aseguró los dos puntos. He sabido que el argumento con que se acallaron las protestas es que con el empate el Alcorcada nada ganaba, y que sería positivo para la zona que al menos uno optara al ascenso.

—Pero entonces el gol fue ilegal…, desde el más estricto sentido del reglamento, quiero decir —la subdirectora casi se lía, pero rectificó a tiempo para no convertirse en impopular entre los vecinos de aquella barriada.

—Estrictamente no lo sé. No se llegó a dar el tercer pitido que señala el final del encuentro. Yo he hablado con aquel árbitro hace unos años, y le pregunté por su precipitación, y por qué no aguardó a que acabara la jugada. ¿Queréis saber lo que me dijo?

La pregunta era retórica, innecesaria, pero Roque saboreó unos instantes más la expectación que había creado.

—Me dijo que cuando vio que el pase del extremo zurdo era defectuoso no pensó que nadie llegara al balón, pues daba por sentado que todos estaban ya dentro del área, y no estaba dispuesto a permitir una segunda jugada porque habida cuenta de la tensión con que se había vivido la semana previa, se daba con un canto en los dientes saliendo indemne del campo. Cuando vio que el balón entraba se dijo que, después de todo, estaba en Mospintoles, y que loco sería si se complicaba la vida él solito. Y pitó gol, porque… ¡ancha es Castilla!

Antecedentes penales
Susana Crespo llegó a la sucursal cuando el subinspector y Roque abandonaban a la carrera aquella oficina de la Caja.

—¡Roque!, ¿qué me puedes decir? —urgió la periodista.

—Poca cosa, Susana. La investigación la lleva el subinspector —Roque no se detuvo porque quería llegar a la casa de Francis antes que el policía nacional.

—Ese tipo no me dirá nada —dijo Susana mirando de soslayo al aludido—. No hasta que se dé cuenta de que puedo serle útil —masculló entre dientes.

—Querrás decir hasta que te deba una —Roque la había oído.

—Prácticamente es lo mismo.

—Vamos a casa de Francis, ‘El del gol de cabeza’.

—¡No jodas! ¿Sabéis ya que ha sido él?

—Bueno, hay indicios. Acércate hasta allí y ya veré qué puedo hacer por ti —y el coche patrulla partió aprisa con las luces de emergencia prendidas pero sin señal acústica.

Mientras tanto el subinspector se había trabado reportando la incidencia a la comisaría:

—…el sospechoso es Francis ‘El del gol de cabeza’ —estaba diciendo—. Me voy con Vázquez hasta su casa acompañados de una patrulla de la Policía local, pero no descarto que tengamos que solicitar refuerzos. El sospechoso no es un delincuente habitual, por lo que podría estar bajo el efecto de una euforia no natural.

Roque informó a su oficina de las novedades durante el trayecto. Quiso el destino que el inspector de la Policía local (el sargento, todavía, para toda la ciudad) salía en ese preciso instante de esas dependencias camino de una reunión con María Reina, por lo que pudo escuchar el parte de Roque. No bien entró en el despacho de la primera teniente de alcalde cuando informó a la edil del suceso. María conocía bien a Francis ‘El del gol de cabeza’. Era miembro de su partido, y uno de los históricos, de los que constituyeron el partido en Mospintoles cuando aún España se desperezaba de la dictadura de aquel general golpista. En aquellos días estaban preparando un homenaje para tres militantes históricos, entre ellos este Francis, a celebrar dentro de dos semanas.

Susana había subido al utilitario familiar y siguió la estela del coche Z de la Policía nacional, que también se abría hueco entre la circulación con los rotativos luminosos. Pero no alcanzaba a vislumbrar a qué las prisas, pues Francis vivía en una calle perpendicular a la Avenida de Toledo, tres manzanas más arriba. A decir verdad, vivía en el caserón de un apartado callejón que daba a esa perpendicular, en lo que era uno de los primeros ensanches del antiguo Mospintoles, lugar donde se amontonaban unos edificios desvencijados que tendrían que ser derruidos cualquier día por motivos estéticos, de seguridad y de necesidad urbanística.

Llegaron los dos coches patrulla en una sin par carrera, y detrás Susana. Cuando se apeaban los policías, el inspector preguntó a Roque por Susana:

—¿Qué hace aquí esa?

—Te habrá seguido —propuso Roque.

—¡Joder qué mierda!

En la comisaría de la Policía nacional se habían estado documentando sobre este Francis. Todo mospintoleño conocía a Francis, ‘El del gol de cabeza’, y como resultado pronto afloró su pasado más notorio: que si jugador de fútbol destacado, que si militante activista comprometido, con dos o tres ingresos en prisión en la España pre-democrática, que si trabajador en la cantera abandonada al oeste de Mospintoles. ¿Qué de qué había trabajado Francis en la cantera?, había preguntado el comisario. Pues de dinamitero.

El comisario, conocedor del carácter impulsivo del subinspector, no se lo pensó dos veces y dio aviso a la Unidad de Intervención Policial, acuartelada al norte del municipio de Mospintoles. En consecuencia, la UIP se apertrechó para la contingencia y abandonó su cuartel. En menos de diez minutos estarían a la entrada del callejón donde vivía este Francis, ‘El del gol de cabeza’.

Aquello era una zona deprimida, rodeada de almacenes y de pequeñas industrias no contaminantes. A un costado de aquel callejón había un patio donde media docena de negros jugaban al baloncesto contra una escacharrada canasta que alguien había arrancado de uno de los parques de la ciudad. Bolsas de basuras se encontraban desperdigadas aquí y allá, pero aparte de los ocasionales jugadores y de un perro que hocicaba en una de aquellas bolsas, allí no se veía un alma. Y con la llegada de la policía se cerró alguna que otra contraventana, aunque los negros siguieron jugando como si tal cosa.

Susana tomaba nota mental de cuanto veía; tenía en mente una conexión telefónica con la emisora y una crónica magistral para El Heraldo; lo suyo era el deporte, pero no le haría ascos a un poco de acción. Aunque en verdad no esperaba mucha del septuagenario Francis.

Roque, el subinspector y el oficial Vázquez se estaban poniendo de acuerdo sobre la forma de actuar.

—Déjame intentarlo —le estaba diciendo el policía local al subinspector—. Francis me conoce y no debe temer nada de mí.

—Es arriesgado, Roque. Crees que Francis es el mismo de ayer; pero ayer no hubiera atracado ni a una vieja, y hoy tienes un boquete en el techo de la Caja de Ahorros. Algo le ha pasado, algo ha tomado que le tiene trastornado. No y no.

Bermúdez, previsor, se estaba dedicando a cortar la inexistente circulación con la ayuda de la cinta de balizamiento de la Policía local y unos conos que llevaban en el maletero. Susana buscaba su cámara Réflex digital entre los cachivaches que llenaban el habitáculo trasero de su utilitario. Roque seguía insistiendo.

—¡Que no, leche! Además, necesitarías una orden judicial para entrar en el piso.

—No si me invita a entrar.

—Roque —intervino Vázquez—, a lo mejor te invita a un poco de plomo. No seas terco. Déjanos hacer a nosotros, que somos profesionales…

Aquello indignó a Roque, que en ese momento decidió mantenerse al margen.

—…quiero decir, que estamos más acostumbrados a los tiroteos —Vázquez se estaba metiendo en un atolladero y sintió la mirada displicente del subinspector—. Bueno, déjenme a mí. Ustedes dos tienen familia y yo soy soltero —la heroicidad de Vázquez vino motivada por su metedura de pata.

Roque y el subinspector se miraron sin decir nada. No discurrían nada que oponer, aunque Vázquez les hubiera dado una veintena de razones para que le retuviesen.

—Sea —acabó diciendo el subinspector—. Pero sin temeridades, Vázquez. Sólo te asomas a ver cómo está la situación. ¿En qué piso vive el viejo, Roque?

—En el primero.

—Venga pues; sube hasta el rellano, pero a la primera duda te vuelves.

En aquel momento una Mercedes Sprinter de la Unidad de Intervención Policial (UIP) entró en la calle que daba acceso al callejón llevándose por delante la cinta de balizamiento, seguido de una vieja furgoneta blanca, una Nissan Vanette de serie. Se abrieron las puertas y siete policías vestidos de negro saltaron del vehículo. Se presentaron ante el subinspector y el oficial Vázquez. Al mando de la operación iba a quedar el inspector Rosales.

—¿Quién cojones les ha llamado? —quiso saber el subinspector.

—Modere su lenguaje, Cañeque —ordenó Rosales—. No es usted consciente de la situación.

—¿Ah, no? ¿Y cómo es que entonces han sabido dar con el domicilio del sospechoso?

Rosales informó en presencia de Roque del pasado de Francis, este Francis, ‘El del gol de cabeza’: tres ingresos en prisión por disturbios, asonadas y revueltas ciudadanas, y destacado dinamitero profesional. Amén de atracar una sucursal con una escopeta de cañones recortados.

—Todo eso ya lo sabíamos, Rosales —dijo lentamente Cañeque—. Lo que usted parece olvidar es que de momento sólo es un sospechoso de setenta años. Nosotros íbamos a hablar con él.

Dos hombres equipados con sendas cámaras de televisión habían tomado posición detrás del inspector Rosales. En la tapa aparecía el logo de TeleMadrid. Cañeque interrogó con la mirada a Rosales.

—Tienen permiso de Jefatura. Están rodando un documental sobre la UIP.

—Ahora lo entiendo todo… —ironizó Cañeque—. Vázquez, vámonos. Retirémonos a nuestro coche patrulla. Feliz medallita, Rosales. Se va usted a coronar con un anciano infeliz.

Aquel sarcasmo hirió a Rosales. Roque quedó allí de pie, sin saber muy bien qué hacer. Después de todo, ningún inspector de la Policía nacional podía darle órdenes directas. Los negros del baloncesto ahora miraban indolentes aquel despliegue policial y de medios técnicos. Susana había reconocido al operador que se quedó al cargo de la unidad móvil como compañero de la Universidad.

Rosales dispuso a sus hombres, que tomaron posiciones. Un francotirador partió en busca de un enclave elevado. No le sería difícil encontrarlo.

En ese momento entró en la calle a la que se abría el cada vez más poblado callejón otro coche de la Policía local, que también se llevó por delante la cinta de balizamiento que acababa de ser repuesta por Bermúdez. El sargento, que conducía este coche patrulla, hizo una extraña maniobra y luego dio marcha atrás. Se bajó ágilmente y movió hacia el coche unos contenedores metálicos de basura que disponían de ruedas, parapetando así su vehículo de cualquier posible tiroteo.

—¿Será cagón…? —Rosales estaba empezando a pensar que el día acabaría torcido. Sin embargo a Roque no le hizo mucha gracia la observación.

—El sargento es un veterano de las COE, señor Rosales. No creo que tenga tanto miedo de Francis —Roque enfatizó la nota sarcástica que no pasó desapercibida para Rosales.

El veterano sargento corrió hacia donde se encontraba el grupo para recabar información de su agente.

—Aquí, el inspector Rosales, que se trae a TeleMadrid para coronarse a cuenta de Francis.

—Un respeto, chaval… —comenzó a exigir Rosales.

—¿Y sabemos si Francis está en casa? —indagó el sargento.

Rosales palideció. Iba a quedar en evidencia, pero Roque salvó el honor del policía nacional sin proponérselo:

—La moto, al menos, la tiene ahí. Y si él es el atracador, huyó en ella no hace ni media hora.

El inspector decidió que ya era hora de pasar a la acción. Comprobó que los cámaras de TeleMadrid llevaran puesto el chaleco antibalas, pero después de todo él también esperaba que Francis, este Francis, ‘El del gol de cabeza’, fuera un infeliz.

Los miembros del equipo de la Unidad de Intervención Policial comandados por el inspector Rosales ejecutaron lo que para ellos era una rutina, y fueron accediendo por turnos al portal. La vivienda amenazaba ruina. En la fachada se veían varios desconchones, y se podían observar algunas ventanas que carecían de cristales. En el interior, lúgubre, las escaleras de madera rechinaban cada vez que una huella soportaba el peso de la bota un hombre armado.

El sargento abandonó el escenario seguido de Roque y se llegó al coche patrulla parapetado tras los contenedores metálicos para informar a María Reina. Ella aguardaba allí, en silencio. Uno de los cámaras, que se había vuelto, pasó a toda prisa por aquel punto para llegarse a la unidad móvil, donde Susana ya estaba intercambiando información con su condiscípulo. María reconoció al cámara de anteriores ocasiones en que TeleMadrid le había destinado al ayuntamiento y recordó que había departido con él y que era afín a su partido. Pudieron escuchar que el cámara informaba a su compañero de que la escalera era tan estrecha y oscura que se estorbaban unos a otros.

—Se ha quedado Arturo, que tiene una cámara más moderna, con mejor sensor de luz que el mío. ¡Mierda!, me quedo fuera…

María Reina aprovechó la ocasión para abandonar su refugio, pese a las indicaciones en contrario del sargento, y se dirigió a la unidad móvil.

Dentro del edificio los policías habían ganado sin complicaciones el rellano del primer piso. La puerta de Francis estaba al fondo de un corredor. Una vez que sus hombres estuvieron apostados a uno y otro lado de la escalera, Rosales intentó encender la luz de la galería. No funcionaba. Ordenó que subieran iluminación portátil del vehículo policial.

Cerca de la unidad móvil se habían arremolinado un grupito de curiosos. Bermúdez los mantenía alejados. Junto al volante del vehículo María Reina intercambiaba impresiones con el veterano cámara y Susana, ahora en la parte de atrás, lo hacía con su excompañero de aulas.

Entre aquellas dos mujeres se había instalado una gélida tensión. María sabía que su marido había salvado a Susana de ser ultrajada, y Sebas se deshacía en alabanzas para la joven morena evidenciando algo más que admiración. Susana, por su parte, sentía también más que gratitud hacia Sebas, y había logrado averiguar que su matrimonio no pasaba por un buen momento. Quizá se mantenía unido con el engrudo que daba la cercanía de los próximos comicios municipales. Susana no deseaba engañarse; sentía algo más que agradecimiento hacia Sebas, y no estaba dispuesta a abandonar hasta conocer qué se sentía estando junto a todo un hombre de verdad, uno que no había vacilado en exponer su vida para defenderla. Pero ningún otro de los allí presentes participaba de esta retorcida situación.

Mientras María trataba de convencer al cámara para acallar la pésima publicidad que sin duda la detención de Francis supondría para su partido político prácticamente en vísperas de la campaña electoral, en la parte de atrás el cadete, deseoso de impresionar a Susana de su flamante destino laboral, había contactado con el centro de retransmisiones.

Allí se había informado a la conductora del programa de la mañana que uno de los equipos de producción propia estaba rodando una peligrosa misión donde se trataba de detener a un peligroso atracador, experto en explosivos.

La presentadora, sabedora de que el share se dispararía, pidió al realizador que pinchara la cámara que grababa la actuación policial para pasar un adelanto del documental en fase de producción a los televidentes.

La idea del avance pareció bien a todos los reunidos en la cabina de realización y quiso el destino que estuviera allí en esos momentos uno de los directores del canal, quien dio el beneplácito, y aquella cámara de la galería del caserón donde vivía Francis, que no grababa, sino que enviaba la imagen a la unidad móvil en previsión de que el material rodado quedara inservible como consecuencia del peligro que arrostraban, comenzó a emitir en directo.

López tenía por costumbre estar conectado permanentemente al canal autonómico, ávido de cualquier noticia donde se le mencionara o que pudiera serle de utilidad. Silenciaba o elevaba el volumen del aparato según estuviera solo, reunido o hablando por teléfono. Quiso el destino que en aquel momento estuviera a solas revisando un informe, pero como estaba concentrado permaneció ajeno a lo que se emitía.

El cadete había pedido permiso para que una compañera de profesión de la localidad, desinteresadamente, se sumara a la conexión informando de viva voz de los datos que tenía: la presentó como “la voz de Mospintoles”. Susana, que vio en ello una oportunidad, no lo dudó y sin adornos desgranó los cuatro datos de que disponía. Bien pensado, no tenía contrato en exclusiva con nadie.

Fue la familiar voz de Susana la que alertó a López sacándole de su introspección:

» Nos encontramos apostados frente al domicilio del principal sospechoso del atraco que tan sólo hace cuarenta y cinco minutos se perpetraba en la sucursal de la Caja de Ahorros de la Avenida de Toledo, en Mospintoles.

El veterano cámara, avisado por su compañero de lo que estaba ocurriendo en la trasera de la unidad móvil, dejó a María con la palabra en la boca y empuñó su cámara para mostrar a todo Madrid el rostro que les hablaba, que en esa entradilla había sido una voz en off sobre la retransmisión desde el interior del edificio. Ahora Susana miró a la cámara.

» Sendas unidades de la Policía nacional y de la Policía local de Mospintoles se llegaron hasta este lugar para acordonar la zona.

Después de todo, era lo único que habían hecho.

» Una dotación de la Unidad de Intervención Policial desplazada desde el acuartelamiento al norte de este municipio se ha hecho cargo de la situación hace sólo unos instantes. El principal sospechoso, repito, sospechoso, es un vecino septuagenario de esta ciudad.

A Susana se le estaba acabando el repertorio. Y decidió añadir algo más de información, que al fin y al cabo es el deber de todo reportero.

» El sospechoso es una persona entrañable, conocido por todos los vecinos como Francis ‘El del gol de cabeza’. Con un pasado turbio tras haber ingresado en prisión en tres ocasiones por motivos políticos, se le reconocen méritos laborales como excelente dinamitero (estos datos se los había facilitado su colega de profesión, que los había recabado en el cuartel de la UIP).

«…¡Qué hija de puta! Esta tía es gilipollas. ¿Pero cómo puede decir eso?». María Reina pensó en arrancarle el micro de las manos y de paso borrarle su cara de putita de una buena hostia. Pero recordó que estaban emitiendo en directo. Su plan de silenciar la militancia de Francis, este Francis, ‘El del gol de cabeza’, se estaba yendo al garete en cuestión de segundos, delante mismo de sus narices.

El sargento, intrigado por el interés que la detención del sospechoso había despertado en María hasta el punto de hacerla abandonar la Casa Consistorial a la carrera, cancelando la reunión que tenían programada, miraba imperturbable la situación. Pero captó la crispación de María. Y se ofreció a prestarla ayuda. No en vano, todo el mundo daba por sentado que sería su futura jefa. Y siempre es mejor iniciar con buen pie una relación laboral. Incluso antes de que ésta dé comienzo.

» Veterano jugador del Rayo de Mospintoles, ahora en la segunda división española, Francis destacó a finales de los años sesenta logrando el ascenso del equipo a la tercera división, en la que el Rayo había permanecido desde entonces hasta la llegada del pujante empresario, propietario del holding Industrias López y Asociados, el señor López.

—¡La puta que la parió! —exclamó López en su oficina a escasas manzanas de allí—. Nos ha jodido vivos. ¡Basáñez! —llamó a voz en grito a su mano derecha.

» Desde Mospintoles, para TeleMadrid, Susana Crespo.

De esta forma Susana creyó haber quedado bien con todo el mundo.

En el interior del edificio la profesionalidad del equipo de la UIP se había impuesto. Tenían el largo pasillo bien iluminado y al fondo se veía una vieja puerta de madera entreabierta.

—¡Francis! ¡Francis, ‘El del gol de cabeza’! Le habla la Policía nacional. Salga con las manos en alto —el vozarrón de Rosales, que no precisaba de megáfono, se había sucedido a la perfección con el reporte de Susana, como si lo hubieran ensayado. En el plató los contertulios estaban en suspenso, al igual que la audiencia. Las llamadas telefónicas empezaron su labor de boca a boca y en poco tiempo la práctica totalidad de Madrid fue sintonizando el canal autonómico.

En la galería del ruinoso edificio donde vivía Francis, ‘El del gol de cabeza’, el equipo de la UIP permanecía expectante ante el silencio que siguió a la conminación de Rosales. El cámara comenzó a sudar. Tenía el potente foco justo detrás de él, el rellano apenas gozaba de ventilación, y la situación podría complicarse de un momento a otro. Pensó que si Francis tenía dinamita y decidía volar el edificio, inmolándose, él sería recordado como el imbécil que días antes había alardeado de llevar una de las cámaras más modernas de la cadena.

El Estado aprieta pero no ahoga
Sonó el móvil de María, sobresaltándola. Era López.

~¿Estás viendo el canal autonómico, María?

~No me hace falta —María se mostraba fría, contrariada como estaba. Ni siquiera la voz de López la animó, y el empresario captó la dureza en la inflexión de voz de la dama.

~¿Qué quieres decir?

~Que estoy aquí mismo. Ahora tengo que dejarte —y colgó sin mediar más palabras.

López maldijo para sus adentros. El Rayo se disponía a celebrar una serie de galas para homenajear a sus viejas glorias, y Francis, éste Francis, ‘El del gol de cabeza’, iba a ser el primero. Ya estaban informadas las dos federaciones —la madrileña y la española—, los clubes vecinos y los clubes madrileños de primera y segunda división. Todos habían aplaudido la iniciativa y habían mostrado su disposición para acudir cada cuatro jueves a Mospintoles durante cuatro meses. Todos conocían la historia de Francis ‘El del gol de cabeza’. Con esta añagaza López pretendía aumentar su agenda de contactos, no precisamente con objetivos futbolísticos.

—¡Francis!, por última vez; salga con las manos en alto. En treinta segundos derribaremos la puerta y accederemos a la vivienda.

Esta vez el silencio fue interrumpido por la voz ronca de Francis, ‘El del gol de cabeza’:

—La puerta está abierta, panda de cretinos.

—Muy bien, salga con las manos en alto, donde las veamos bien visibles —Rosales pensó en lo mal que quedaría esta redundancia en el documental, e hizo una nota mental para doblar personalmente aquella parte. Aún ignoraba que la señal se estaba emitiendo en directo para toda España a través del canal de TeleMadrid en la plataforma digital.

Tras otro largo silencio la voz serena de Francis volvió a llenar aquella insana galería.

—Gánese el jornal, jefe. Entren a por mí. Estoy descansando.

—Puede ser una trampa, inspector —adujo el oficial del equipo, atento al quite—. Podría haber colocado un dispositivo que hiciera volar el edificio si dispone de la dinamita suficiente.

Era cierto que los barreneros, en tiempos de la cantera, disponían de facilidades para sisar dinamita a diario; no existía el control actual.

Rosales pensó rápidamente:

—Está bien, Marcial. Vaya abajo y tráigame la pelota de baloncesto que tenían esos negros. ¡Corra!

El oficial bajó raudo los escalones. Ya en la calle se dirigió al patio donde los negros habían reanudado el baloncesto callejero. El veterano cámara enfocó al oficial Marcial desde la unidad móvil. También el policía ignoraba que se estaba retransmitiendo en directo. Pidió la pelota a los negros, que se negaron a entregarla. La situación se le complicaba.

En ese momento llegó López en su 4×4 acompañado de Basáñez. No vio la cinta de balizamiento que Bermúdez había vuelto a colocar y se la llevó por delante. La cinta estaba rota por tantos sitios que el policía, pacientemente, se dispuso a sustituirla por una nueva. El sargento, enérgico, se fue hacia López, que conducía aquel Audi Q7, dándole el alto. María, reconociendo el lujoso vehículo del empresario, llamó al veterano de las COE pidiéndole que les dejara acercarse a la unidad móvil.

—¿Qué está pasando? —López, junto con Basáñez, se llegó hasta donde estaba María—. Se está enterando todo Madrid de que Francis es una vieja gloria del Rayo…

—A estas horas la señal debe estar en el canal internacional —cortó María malhumorada—. No me digas nada. En el partido íbamos a homenajear a Francis dentro de quince días.

—¡La semana que viene organizábamos una gala para homenajearle por aquel gol de cabeza! Estamos jodidos… —concedió López reconociendo que María también iba a ser víctima de una nefasta publicidad.

En la canchita de baloncesto se había iniciado una discusión. Marcial, que no estaba dispuesto a que unos negros indocumentados se le subieran a la chepa, decidió pasar a mayores hablando en voz baja y tensa al maromo que retenía la pelota.

—Mira hijo de puta, como no me des la pelota ahora mismo te empapelo hasta los huevos. Y como estés ilegalmente en mi país te van a dar por el culo a ti y a toda tu puta familia. Por mis cojones que salís cagando hostias de aquí —dicho lo cual echó mano a la cartuchera sin desenfundar el arma reglamentaria.

El gesto no pasó desapercibido para la audiencia, que sin saber qué ocurría exactamente sí notaba la tensión en el patio. El negro que tenía la pelota y que se había plantado, ajeno también a la retransmisión en directo, dejó caer la pelota y la pisó. Luego la empujó hacia el oficial.

Marcial acogió el gesto por donde venía: así que el puto negro quería hacer que se agachara delante de él… Le miró desafiante a los ojos y pateó la pelota hacia el portal de Francis.

—Cuando esto acabe, como estéis aquí, vamos a ver vuestros papeles, ¡mamón!

Y diciendo esto dio media vuelta y se dirigió hacia el portal. De camino elevó la pelota con la puntera de la bota en dirección a la pared, y tras rebotar en ella la agarró y subió, pronto, el tramo de escaleras.

López se dirigió a Susana y la llamó aparte, pero no lejos del oído de María.

—Señorita, tu intervención ha sido profundamente desafortunada.

A Susana se le apagó la sonrisa. Esperaba una felicitación por dar publicidad al Rayo en TeleMadrid. López adivinó la perplejidad de la joven.

—Nos has jodido pero bien, Susana. No sé como agradecerte el negro agujero que has abierto ante nosotros. Ahora somos el club de un atracador. Un club que justamente la semana que viene iba a homenajearle. Ya estaban todas las invitaciones enviadas.

—Yo… —Susana, azorada, empezó a comprender—. No pensé…

—“No pensé” lejos de ser una disculpa es la confirmación del error.

María aprovechó para malmeter:

—Jovencita, has hecho una labor digna del mejor relaciones públicas… del enemigo. Con tu propaganda nos has jodido a todos. A Mospintoles tampoco le interesa saber que uno de sus vecinos más queridos es un delincuente —María hubo de comerse su malhumor; después de todo su partido no pagaba el sueldo de la joven periodista— ¡Que te jodan, Susanita, rica!

La concejal no podía esconder su frustración y, crispada, dio media vuelta antes de proferir una nueva incongruencia. Por un lado estaba el daño que recibiría su imagen y su partido, por otro la baba que le caía a Sebas en casa cada vez que Susana hablaba por la radio.

López sin embargo todavía albergaba planes para Susana. Y decidió que aprovecharía este desliz de la inexperta periodista para volver a ponerla en una situación delicada con respecto a él a efectos de obtener un beneficio.

Rosales ya había recibo la pelota de baloncesto, y en un alarde de valentía salió a pecho descubierto —en realidad llevaba puesto el chaleco antibalas— y lanzó con potencia la pelota en dirección a la puerta, que se abrió de par en par con estrépito, golpeando contra la pared, pero apenas rebotó pues el tope de goma hacía años que había desaparecido.

—Vais a romper la puerta, ¡payasos! —la voz de Francis volvió a dejarse oír—. Aunque me importa un huevo. No es mía.

—Francis, por última vez, salga con las manos en alto.

—Eso has dicho hace cinco minutos, ¡chamullador! Ven a por mí, ¿o tienes miedo de que te vuele las pelotas y te queden colgando de un campanario? Ya te he dicho que estoy descansando y desarmado.

Si los constantes desafíos de Francis le significaban como el autor del atraco, aquello lo avalaba. ¿Por qué si no iba a hacer mención a armas de fuego?

—¿Dónde está la escopeta de cañones recortados del atraco? —Rosales no sabía muy bien qué hacer. Necesitaba una orden judicial para acceder a la vivienda… aunque la invitación de Francis para entrar debía estar quedando registrada en la cinta. Además, la puerta había permanecido abierta desde el principio.

—¿Pero aún no la tenéis? ¿Qué mierda de policía tenemos en el país? ¿No habéis registrado la Mobilette?

Pues no. Se les había pasado por alto echarle un vistazo. Con tanta gente entrando y saliendo en el callejón, Rosales había perdido el hilo de la rutina protocolaria. Envió de nuevo al oficial a inspeccionar el ciclomotor. Marcial estuvo de vuelta en un santiamén, con la escopeta.

—¿Y el dinero? —quiso saber el inspector.

—Ni rastro de él —informó el oficial.

—¿Lo habrán cogido los negros?

—No se habrían quedado si lo tuvieran…

Rosales decidió interpelar nuevamente a Francis:

—¡Francis!, ¿dónde está el dinero sustraído?

—Aquí, conmigo. Me estoy bañando con él.

Aquello no tenía mucho sentido, y Rosales comenzó a pensar que al viejo se le había ido la pinza. Quizá estuviera bajo los efectos de algún estupefaciente.

—¡Francis!, vamos a entrar.

—¡Joder, macho! Sois un montón y todavía dudáis. A ver que os cuente… tres, cuatro, cinco…

Esto hizo que cada hombre se encogiera. Francis los estaba viendo. ¿Pero desde dónde?

—Y encima os traéis a TeleMadrid. ¿Es que sois idiotas?

Rosales palideció. ¿Cómo sabía Francis…? Sin duda había línea visual directa y podía ver el logo que lucía en la cámara.

—¡Francis!, no queremos hacerle daño. Sólo entréguese…

—A ver, macho, estoy en pelotas. Entra con la cámara y me detienes. Os estoy viendo por la tele… Bueno, por la del vecino, que yo no tengo. La veo desde el ventanal, por el patio…

Rosales se volvió hacia el cámara:

—¿Estás retransmitiendo en directo, gilipollas?

—Yo sólo envío la señal a la unidad móvil. No tengo ni idea de qué están haciendo allá abajo.

Decididamente el día se había torcido. Rosales dio la orden. Cada miembro del equipo sabía lo que tenía que hacer.

El inspector avanzó, esta vez sin excesiva cautela. Algo en la voz de Francis le decía que no tenía intención de montar una carnicería. Quizá su última parrafada. Sin embargo el cámara decidió quedarse y grabar desde la escalera cómo accedían a la vivienda.

Al llegar a la puerta Rosales volvió a recordar la necesidad de una orden judicial, ahora que sabía que la detención se estaba retransmitiendo en directo (ya pensaría con qué colgar por los huevos al responsable de esta astracanada), y llamó a la puerta con la boca del cañón de su Heckler&Koch:

—Francis… ¿se puede pasar?

—Adelante caballero —brindó socarrona la voz de cazalla de Francis.

Rosales entró al interior. Lo que vio le sobrecogió. Era una vivienda destartalada, apenas amueblada, escasamente iluminada y sucia, donde se respiraba el olor dulzón del orín y la humedad. Tras la puerta, un recodo giraba a la derecha y desde allí comenzaba un largo y ancho pasillo que giraba al fondo. Era una morada grande pero humilde, desordenada y desatendida. Allí ni siquiera había lo imprescindible para vivir. Lo primero que vio, a su derecha, fue la cocina, iluminada por la ventana que daba al patio interior. La puerta de la nevera, descascarillada, estaba desajustada, y había una pila de ropa a medio lavar junto a una pileta. Una pequeña mesa redonda, posiblemente traída desde la terraza de un bar, y una solitaria y fría silla metálica eran todos los muebles que había en aquella pieza. Dio dos pasos más y supo que la siguiente estancia era el baño, y entonces recordó que Francis había dicho que se estaba bañando con el dinero… Pero allí no había nadie.

Un poco más adelante, a la izquierda, se abría un gran salón lleno de periódicos, unas bolsas cuyo contenido no pudo identificar, y un plato con unos ennegrecidos restos de comida diseminados por el suelo, posiblemente para alguna mascota. El plato era pequeño, por lo que dedujo que no debían temer el ataque de un perro de presa; era posible que el viejo Francis padeciera el síndrome de Diógenes. Rosales siguió avanzando lentamente, sin hacer ruido.

El cámara, que ya no podía grabar más acción desde su puesto, decidió asomarse a la puerta de entrada, y tras el recodo se abría el pasillo donde vio a los policías. El olor a humedad, a sucio y a orín le provocó una arcada.

Delante de él Rosales apoyaba con sigilo el talón de la bota; luego la planta del pie. No deseaba hacer ruido, pero las tablas del entarimado crujían bajo el más leve peso.

En el estudio de televisión del programa de la mañana los contertulios contenían el aliento. En Mospintoles no quedaba a estas horas una vivienda o un bar donde no se hubiera sintonizado TeleMadrid. En la calle, María y López miraban en un monitor, por encima del operador de la unidad móvil, la imagen que se estaba grabando y retransmitiendo por aquellos aparatos.

Rosales levantó una mano y la comitiva se detuvo pegándose a las paredes del pasillo; todos excepto el cámara, que andaba buscando un pañuelo para mitigar el hedor. Absorto en una infructuosa búsqueda por sus bolsillos el operador alcanzó a Rosales, que se había detenido ante la siguiente puerta, la de un dormitorio.

Allí estaba Francis ‘El del gol de cabeza’, enjuto de carnes, totalmente desnudo, tumbado sobre un viejo, mugriento y descosido colchón que estaba tirado en el suelo, rodeado de los billetes obtenidos en el atraco. El cámara captó al viejo en aquella pose extraña. Cuando Francis vio la cámara sonrió hacia ella y se revolcó en el jergón, levantando una nube de billetes con la mano y restregándose el cuerpo con ellos, como si fueran una esponja.

—¡Jo-der! —la exclamación del cámara se coló en todos los domicilios de la Comunidad de Madrid.

Francis se levantó e invitó al cámara a pasar, y con él a toda la audiencia de la cadena de televisión.

—Nunca había tenido tanto dinero junto —dijo—, y no vean lo bien que sienta…

—¡Joder, Francis! ¡Tápese, hostias! —ahora fue la voz de Rosales la que atronó a través de las ondas.

Ante aquella visión en algunos domicilios se escucharon exclamaciones de sorpresa, pero en otros fueron de horror. En los bares se prorrumpió en exclamaciones jubilosas, llegando en algunos casos al aplauso generalizado.

—¿Qué es eso que lleva el viejo entre las piernas? —Susana, embargada por la reprimenda de López, no estaba en condiciones de juzgar con ecuanimidad lo que veía.

—¡La-hos-tia-pu-ta! —exclamó atónito el cámara veterano.

—¿Qué va a ser, niña? Es su aparato… —María también estaba anonadada ante las dimensiones de aquella cosa que colgaba entre las piernas de Francis—; su aparato urinario —acertó a concluir la teniente de alcalde.

López y Basáñez sólo atinaron a mirarse entre sí y hacer un gesto cómplice reconociendo la desmesurada virilidad de Francis ‘El del gol de cabeza’.

—¡Arrea! ¡Vaya tranca! Ahora entiendo lo poco que saltaba Francis para rematar de cabeza —nadie supo si Roque trató de ironizar o expuso una conclusión.

A partir de este momento todo se precipitó. La cámara mostraba imágenes del domicilio de Francis mientras Rosales buscaba algo con qué taparle para conducirlo a comisaría a prestar declaración. El inspector ordenó al oficial Marcial que recogiera el dinero, y éste, ante aquella perspectiva nada halagüeña, derivó la orden en uno de los subalternos:

—¡César!, ocúpese de recoger todo el dinero.

Tampoco la orden fue del agrado del tal César. Aquellos billetes y el cuerpo desnudo del anciano habían estado en íntimo contacto: ¡y quién sabe qué grado de intimidad habían alcanzado!

Vistieron a Francis apresuradamente mientras en el plató de televisión se daba por finalizada la conexión con el avance de aquel documental de producción propia. La cadena estaba satisfecha, augurándole un éxito de audiencia. Ellos se encargarían de promocionarlo adecuadamente para su estreno.

María ya no tenía nada que hacer allí y abandonó el lugar precipitadamente en compañía del sargento antes de que bajaran a Francis para evitar una escena que anticipara la publicidad negativa que iba a caer sobre ella y su partido.

López decidió esperar en compañía de Basáñez. Después de todo, poniéndose a disposición de Francis podría transmitir calidad humanitaria, cierta imagen filantrópica de cara a los invitados que de todos modos la semana siguiente se reunirían para homenajear a cualquier otro ilustre veterano.

Los negros hacía rato que se habían ido. Marcial fue convincente en su amenaza de rebuscar en sus permisos de residencia. Los operadores de TeleMadrid aguardaban a su compañero. Y Susana… Susana había hecho mutis por el foro y se había ausentado a la francesa. Roque también se había ido; no así el subinspector Cañeque, a quien el deber obligaba a mantener la posición. El francotirador había regresado de su atalaya.

Cuando apareció Francis, esposado de forma que la cámara que le seguía no pudiera captar que iba engrilletado, los dos ejecutivos se acercaron a él.

—Francis —llamó López en voz alta para que su voz quedara registrada en la señal de audio—. Si necesita algo, cualquier cosa que necesite, no dude en contactar con el club.

—Lo que necesito es que su abogado se cerciore bien de que me metan entre rejas el máximo tiempo posible —Francis había dicho esto dirigiéndose a Basáñez, al que conocía.

Aquello dejó estupefactos a los presentes. Fue Basáñez el que tomó la palabra.

—¡Querrá decir el menor tiempo posible!

—No, no. Si he hecho esto es precisamente para que me encierren.

—No entiendo… —balbució, perplejo, el abogado de la firma.

—Mire usted, señor Basáñez. Tengo una pensión de mierda al haberme prejubilado cuando cerró la cantera, pensión que ahora me van a recortar. A finales de mes me iban a desahuciar de este piso por impago. Me subieron la renta hace un año y el dinero no me alcanza para pagarla. Durante estos inviernos fríos puedo caer enfermo y tampoco dispongo de mucho dinero para medicinas. Así que, ¿dónde mejor voy a estar que en la cárcel? Estaré atendido médicamente, no tengo que pagar alquiler alguno, tendré comida suficiente… Y sin tocar ni un céntimo de mi pensión —rió Francis.

—Pero hombre de dios —exclamó Basáñez—, ¿no ve que perderá su libertad?

—¿Libertad para qué, señor Basáñez? No tengo ni un duro. Apenas salgo de casa porque no tengo dinero para gastar… y ya ha visto mi casa —Basáñez la había visto por el monitor—, lo he ido vendiendo todo. Ni siquiera puedo ir al bar a diario. El dinero de la pensión apenas alcanza para la comida y algo de ropa, la luz, el agua… Me espera vivir de la caridad ajena. En la cárcel estaré mejor, sin mendigar, y con calefacción. Y ahora será el Gobierno —Francis debió decir el Estado— el que pague mi comida, las medicinas, la vivienda, el agua, la luz y el gas, y sin tocar mi pensión. Después de todo llevo pagando impuestos toda mi vida.

—Pero no podrá ir a ninguna parte. No podrá salir de allí… —insistió Basáñez.

—¿Pero aún no se da cuenta? ¿Para qué tiene tantos estudios? Yo ya estaba preso en mi casa. No podía ir a ninguna parte porque no me lo puedo permitir. Ahora incluso podré ver la tele. Y los partidos del Plus…

Basáñez empezó a entender, aunque se le hacía complicado aceptarlo.

—En ese caso… podrá aumentar su condena si desacata al juez.

—¿Y eso cómo se hace? —quiso saber Francis.

—Si me lo permite, le asesoraré sin cobrarle un céntimo. Prepararemos juntos su… antidefensa.

Losange Sable

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