Horror en el supermercado

15 de diciembre de 2023

La cocina del escritor.—
Mi cuento más reciente, que, tras meses de sequía cuentística, me saltó al magín ya completo a últimos de noviembre, y sólo he tenido que escribirlo. Como siempre me ocurre, es cuando veo el acontecimiento que me doy cuenta de que tengo un cuento. Sólo debo recuperar sedal hasta dar con el comienzo. ¡Pero esta vez no encontraba un comienzo definido! ¿Dónde iniciarlo? Pues retratando a los dos protagonistas. El uno ordenado, embarullada la otra. Y por supuesto me sale un tipo solitario, porque el cuento narra la historia de un acontecimiento y no la historia de los personajes. ¡Bastante que hay un cameo y cuatro quídams para poblar la narración! ;-).

Horror en el supermercado: la receta del cuento Mostrar
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Horror en el supermercado
***

(cuento – 1.897 palabras ≈ 8 minutos)

Brais es de los últimos serenos que quedan en España. Le faltan pocos años para jubilarse. Ayer caminaba hacia el supermercado que está a las afueras del pueblo a por una compra de última hora. Estaba solo en casa, que su mujer se ha ido a la ciudad a pasar esta semana con su madre nonagenaria.

Quedaba una hora para que cerraran. Ayer libraba y no tenía prisa para cenar. Nuestro pueblo, pequeño, cuenta con una pareja de policías municipales, jóvenes, y el veterano sereno. La vida es tranquila aquí, salvo por los beduinos.

Brais llama beduino a todo aquel que viene a instalarse en el pueblo huyendo de la ciudad: «Algo habrán hecho cuando vienen a esconderse en estos campos, con la humedad y el frío invernal». La lógica prosaica de los pueblos.

«¡Ni España vaciada ni leches! Piensan que aquí somos lerdos. Vienen y dejamos que hagan lo que les sale del naipe. Y no hacemos nada para ponerlos en su sitio porque estamos peleados entre nosotros».

Brais no tiene problema en recitar este cantar propio a cualquier vecino-del-pueblo-de-toda-la-vida, pero como profesional, trata a todos por igual. Su trabajo es vigilar el orden y que se observe la ley, aunque él no es agente de la autoridad. «Estoy a medio camino», se sonríe con malicia.

Anoche caía una fina llovizna de otoño y hacía un par de horas que había oscurecido cuando nuestro sereno llegaba al supermercado que está en la entrada del pueblo, y que dispone de un amplio aparcamiento cubierto.

Por la carretera vacía Brais vio venir un coche blanco. Circulaba rápido, hacia el pueblo. Pero al llegar a la altura del supermercado giró de improviso a su izquierda, pasando por encima de una línea continua, en vez de llegarse hasta la rotonda que Brais ya había dejado atrás.

Se fijó que, además de girar en prohibido, entró al aparcamiento por el portón de salida. «Un beduino, seguro». Y quiso averiguar de quién se trataba. «Deformación profesional», dice. Apuró el paso para poder verle la cara.

Desde las vallas, y a contraluz de los focos, adivinó la imagen de una mujer que agarraba un carro. Notó que era de talla mediana, que peinaba una coleta pequeña y tenía una bolsa colgada al hombro. En el mes de noviembre, a esa hora no quedan muchos coches en el aparcamiento. Contó ocho vehículos. Había dos blancos. Alguien metía la compra en una furgoneta roja al fondo. No había más personas en la explanada. Cuando Brais se aproximaba a los coches vio a la mujer de espaldas que entraba en el establecimiento iluminado.

«¡Una mujer…! Será una chavala joven, y en las autoescuelas habrán dejado de enseñar a respetar las normas de circulación».

Se percató de que el coche blanco debió rodar en sentido contrario por el carril que lleva a la salida, y que tuvo que girar por detrás de un tren de carros hasta quedar aparcado en diagonal, ocupando dos estacionamientos.

Así y todo, el sereno quiso cerciorarse. Por si hubiera alguien con señas similares en la tienda y no las distinguiera, quiso tener controlado el coche, para cuando la mujer se marchara, ponerle cara. Estaba dispuesto a averiguar de quién se trataba, aunque cuando lo recordó por la noche, metido en la cama, pensó que mejor hubiera hecho ignorándola.

Tocó primero el capó mojado de uno. Estaba tibio. Luego tocó el capó del otro coche blanco, estacionado tres espacios más allá. Este estaba más frío. Y no tan mojado. A Brais ya no le cupo duda. Y supuso que dada la escasa clientela que había a esa hora, acabaría viendo la cara de mujer tan incívica.

Entró en el supermercado, dio las buenas noches a la cajera que estaba más cerca de la entrada, y buscó por entre los pasillos.

La vio en la sección de bebidas. Talla mediana, vestida de oscuro, con coleta y bolsa de compra al hombro. Y la cara de la dama no le era desconocida: tendría unos cuarenta años y unos rasgos… sin pulir, por decirlo delicadamente. La mujer estaba rompiendo un paquete retractilado de doce botes de cervezas. Sacó tres, los tiró sobre el estante, y metió nueve en el carro con el plástico hecho jirones. Luego salió pitando hacia el fondo del supermercado, donde están los servicios atendidos. Brais, tras ella, se detuvo en el mueble de las cervezas. Llevando un paquete completo, cada bote salía a 51 céntimos. Llevándolos individualmente, cada bote costaba 67 céntimos. Hizo una rápida cuenta mental y dedujo que su economía familiar le hacía ajustar el gasto.

La mujer no era del pueblo «de toda la vida». Sin duda era una beduina. Después de todo Brais es el sereno del pueblo y tiene la obligación moral de conocer a todas las personas que pueden recaer por aquí, aunque vivan en las aldeas tributarias. Un prurito profesional, aunque no estaba trabajando, era lo que alentaba al sereno a averiguar de quién se trataba.

Decidió buscar al encargado de la tarde. Lo vio en la panadería. «Neme, has de decirme quién es una mujer que se me hace cara conocida y no sé de qué». Le dio las señas con discreción. «Ahora te cuento qué acaba de hacer».

El encargado, conocedor de la seriedad de Brais, como todos en el pueblo, fue a mirar. La mujer estaba cerca y Neme volvió enseguida. «Está ahí. No te sabría decir quién es. No la conozco».

Brais le refirió las maniobras que había visto hacer al coche. «¿Y te sorprendes? A esta hora son muchos los que hacen eso». Se miraron a los ojos. Ambos sabían que Brais era cliente del mediodía: «Pues está bueno el patio con tanto beduino».

«Y qué te crees… gente de aquí también lo hace. No darías crédito a algunos nombres».

«Mejor no quiero saberlos». Se alejaban uno de otro cuando Brais le preguntó dónde quedaban los cartones de caldo.

Lo metió en una bolsa de loneta que llevaba y luego fue a buscar unas patatas fritas para la peli de la noche. A sus años, no cabe más plan estando de rodríguez.

Enfiló la línea de cajas y vio a la mujer esperando. No quiso saber nada más de ella, y cambió de pasillo buscando otra caja abierta. A esas horas, con tan pocos clientes, sólo estaba atendida la caja uno, la que está junto a la entrada, y salida. Cuando Brais llegó a casa y rememoró, hubiera preferido no averiguar de quién se trataba. Mejor se hubiera distraído en la tienda mientras la mujer se marchaba.

Antes de que llegara de mala gana a la caja, un vecino del pueblo, Marcelino, un mastuerzo, se puso detrás de la mujer.

Brais se acercó sin prisa y se colocó detrás del vecino. Observó a la mujer. Esa cara… Esa cara que veía de perfil le sonaba de algo. Sabía que había hablado con ella en alguna ocasión. Pero no caía.

La mujer tenía un paquete de gominolas abierto. Antes de darlo a la cajera para que lo ticara, cogió otro par de golosinas, se las metió en la boca, y ofreció el paquete abierto a la dependienta. Hasta tres veces tuvo la empleada que decirle que no quería. Ella insistía mientras masticaba con la boca abierta. Esa cara…

Finalizado el escaneo de los códigos de los productos que la mujer había comprado, y que no eran muchos, Brais, con su bolsa al hombro, hizo una maniobra para enfrentar a la mujer. Era la última oportunidad para verla de frente y cruzar miradas. Como la cajera tenía que despachar antes al mastuerzo, se acercó a la cristalera próxima a la salida, desde donde se veía el aparcamiento: «Igual ahora sale con el coche por la entrada».

Vio por el reflejo del cristal que la cajera le miraba y que sin dilación atendía al ceporro. Brais no iba a escaparse con la compra al hombro…

Mientras la mujer terminaba de meter su compra en la bolsa de rafia, Brais se giró para quedar de frente a ella en el momento de salir. Y la mujer, empujando el carro ahora vacío, levantó la cara.

—¡Meca…! ¡Brais! ¿Cómo estás?

Esa expresión y esa voz aguardentosa. Las piezas empezaron a encajar en el cerebro de Brais.

—¿Cha…rito…! ¡Qué tal…!

—Pues mira, este finde nos hemos acordado mucho de ti.

—¿Sí? ¿Entonces?

—¿Te acuerdas de cuando evitaste que violaran a la Yoli?

—¡Cómo no! Fue antes del verano.

—Acabando mayo. Pues al final la han violado este fin de semana, en las fiestas del pueblo ese que está subiendo al monte.

—¿¡Qué me dices!? ¿Pero no hablaste con ella?

—Pero qué más da. Siguió saliendo con esa panda. Le dieron algo este sábado y la han violado entre dos.

—¿Y habéis puesto denuncia?

—Para qué… Si va a seguir saliendo con ellos.

—¿Al menos tendrían protección? Los chavales, digo.

—Ni lo sabe. Ya le he dicho que como se cargue tendrá que abortar. Si no, se lo saco yo a hostias.

En este momento Brais se dio cuenta de que la mujer hablaba en voz alta. La cajera, que tiene dos hijas, tenía la boca abierta y había dejado de escanear. Marcelino, que tiene una hija, tenía las manos en la cabeza, a la altura de las sienes. Y por los pasillos habían empezado a asomar dependientes de los diversos servicios. Neme el encargado también. La tienda estaba casi vacía y la nave era una caja de resonancia. Brais no hubiera sabido decir si cuando entró la música ambiente estaba apagada, pero ahora era fijo que no se oía ningún hilo musical.

—Pues no sabes cómo lo lamento, Charito. ¿Y cómo está Yoli?

—Ella… bien. Dice que no fue tan malo.

Brais pensó unos instantes y decidió ofrecer al auditorio la información completa.

—¿Y cuántos años dices que tiene ahora Yoli?

—Quince. Y ya ha tardado en perder el virgo. Pero mira, que espabile, que ya va siendo hora.

—¿Y qué dice el padre?

—¿Ese…? Nada, qué va a decir… Que ya le dijo que esos chavales no eran de fiar.

—Así que… en las fiestas de san Odón.

—Ya ves, Brais. Si hasta rima.

—¿Qué rima?

—En san Odón, te violan sin condón. –Brais no supo qué decir–. Espero que lo tuvieran puesto. Pero a todo… esta juventud no tienen fuerza para empreñar a nadie.

—Eso espero, Charito. No tiene Yoli edad para un hijo.

—¡Ay… y cuántos años te crees tú que tenía yo cuando quedé embarazada de la Yoli?

Un rápido cálculo y Brais corrigió su error. No estaba en los cuarenta sino en los treinta. Gastada y acabada.

—Bueno, salúdala de mi parte.

—Ya le diré que te he visto. Ella siempre habla muy bien de ti en casa. Te quiere mucho.

Por algún motivo Brais hubiera preferido no escuchar esto último.

Charito salió al aparcamiento y Brais no tuvo interés para quedarse a comprobar si el coche blanco salía por la entrada.

En ese momento todo volvió a la vida en la tienda. La cajera pasó por el escáner los dos últimos productos, el mastuerzo dejó caer las manos mientras cabeceaba mirando al suelo, y cada empleado, lentamente, eso sí, volvía a sus quehaceres. Dos clientas miraban boquiabiertas en silencio. Junto a los pies de una había unos plátanos. Cinco, contó mentalmente Brais, como es habitual en él. Deformación profesional, seguro.

Losange Sable
noviembre 2023

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