Pertenezco al gremio de escritores por decisión propia. Pero soy rara avis in terris. Me da pereza (que dice la juventud ahora) publicar y tener que empezar a culebrear en el mundo editorial. Si pudiera hablar directamente con el editor… pero hay demasiados intermediarios voraces con afán crematístico en ese mundillo.
Igualmente soy rarito porque no me dejo convencer por los últimos postulados del gremio. Cualquier día me echan de la asociación a la que me honro en pertenecer. Mas espero que entre literatos que defienden a capa y espada (es un decir) la libertad de expresión no se siga la moda actual de acallar la voz discordante… amordazarla mejor, si ello es posible, siendo lo óptimo ahogarla y acabar con la fama de su propietario.
De momento mantengo mi criterio propio pero noto afiladas miradas de reojo cuando pongo en tela de juicio las nuevas reivindicaciones corporativas y hasta europeas. Voy a mostrar una de ellas.
Con la última voz se pide equiparar la propiedad intelectual con la propiedad material. La reivindicación fue acertada en origen y con ocasión de esa campaña me sumé al gremio invitado directamente por el presidente, que lo está haciendo perbién, aunque está metido hasta las cachas en esas dinámicas de grupo que no permiten el pensamiento discordante y de las que no es posible salir so pena de quedar como un felón. Es el mundo en el que vivimos, donde la voz discordante se acalla, se amordaza, y mejor si se ahoga. Sucintamente el asunto fue así:
El escritor que se jubilaba tenía que dejar de percibir sus rentas por los derechos que generaba su propiedad intelectual, también conocidos como royalties. Y eso no era justo porque quienes se jubilaban teniendo en propiedad dos pisos, por poner un ejemplo, y uno lo tenían alquilado, la ley les permite jubilarse y seguir percibiendo esas rentas de su propiedad material.
A renglón de este agravio comparativo, tampoco un escritor que se jubilaba –por tener cotizados sus años al Estado– podía impartir cursos y clases magistrales, acudir a presentaciones y ferias, o dar su opinión en los foros de debate a los que fuera invitado. Por supuesto un escritor de prestigio tiene un caché que debe abonársele –que nadie piense en invitar a Vargas Llosa a la tertulia del club de lectura del barrio y que acuda a cambio de la merienda con chóped cortado en finas lonchas y tarta casera.
Cuando más experiencia atesora el escritor es al final de su carrera. Cuando su voz es más válida, para la sociedad y para las nuevas hornadas de literatos del país y en lengua castellana, resulta que al haberse jubilado –para percibir de vuelta lo que lleva cotizado al Estado–, era el propio Estado quien se lo prohibía. Ni acudiendo gratuitamente, porque en la Agencia Tributaria recelaban de la bonhomía del autor.
La comparación aquí con la propiedad material era pertinente. Pero nótese que no hablamos de la mera propiedad sino de las rentas que generaban esas propiedades: la material o la intelectual.
Esto se ha corregido legislativamente casi a gusto del gremio de escritores, que seguro que han quedado flecos sueltos porque la morralla de nuestros políticos es proverbialmente incapaz.
Pero ahora en mi gremio han subido del envite a la chica al órdago al juego sin llevar pares. Y ahí es donde yo mantengo mi criterio personal.
De esta victoria legal –que era de justicia– hemos pasado a la cruzada de reivindicar que la propiedad intelectual tenga el mismo tratamiento que la propiedad material. Por ejemplo, se ve mal que al cabo de 80 años de la muerte del autor su obra pase a dominio público –sus deudos vivirán de hacer bolitas el resto de su vida.
Es cierto que la propiedad material no pasa a ser de dominio público al cabo de 80 años, como ocurre con la propiedad intelectual (80 años en España, 70 años en el resto del mundo… será por aquello de la morrallita política), pero si quieres comparar peces y ranas has de comparar colas pero también ancas. Y es que existen algunas sutiles diferencias. Voy a enumerar tres.
1) Conozco un chaval que nació en el bar de sus padres. Creció entre los taburetes y se educó sobre las mesas. Recuerdo en las tardes de invierno verle hacer las tareas escolares en un rincón. El chaval, entre bromas de los parroquianos, maduró en el bar de su familia. Aún sin edad para trabajar ayudaba colocando mesas y fregando vasos. Cuando la tuvo, comenzó a servir comidas a los obreros. En verano atendía la terraza, echaba sidra como el mejor y nunca hizo ascos a las tareas más pesadas. Cuando acabó el bachiller, fue haciéndose cargo del bar poco a poco. Despachaba a los proveedores mientras atendía en la barra, discutía los precios con el de la merluza y con el del cordero, pagaba y anotaba los gastos en la caja, y el negocio familiar funcionaba a la perfección.
El padre murió y el chaval, para hacerse con su bar, con su bar de toda la vida, tuvo que pagar al Estado para rescatar su herencia. Esto es una salvajada.
Sin embargo, no recuerdo haber leído en la legislación sobre propiedad intelectual que los herederos deban pagar ni un chele para hacerse con los famosos royalties.
Pero esta igualdad los de mi gremio no la demandan. Voy con la segunda diferencia.
2) Todos los años quienes tenemos alguna propiedad (el pisito donde vivimos, una finquita propiedad secular de la familia, o una parcela de garaje) tenemos que pagar un Impuesto sobre los Bienes Inmuebles: el omnipresente IBI con sus continuas recalificaciones. Si no pagas el IBI el Estado se encargará de embargarte la propiedad para que pagues. Así de simple. El Estado entiende que tienes con qué pagar el impuesto por tener en propiedad un inmueble aunque sea a costa de quedarte sin el inmueble. Al Estado se la pela, que dicen los chavales en la calle.
Pero no recuerdo haber leído en la legislación sobre propiedad intelectual que el propietario deba pagar anualmente ningún impuesto ni canon ni tasa por mantener su propiedad, un Impuesto sobre los Bienes Intelectuales… otro IBI por mantener la propiedad intelectual.
Pero esta paridad con la propiedad material los de mi gremio no la solicitan. Vayamos a la tercera diferencia.
3) Cualquiera que tenga una finca en cualquier lugar, sea urbana o rústica, sea próxima a la mar o al monte, sea lindera con el río o con un regato, sabe que en cualquier momento el Estado puede quedarse con la finca y darte dos duros. A esto se le llama expropiación. Y no te queda más que el recurso del pataleo. El precio que el Estado te va a pagar, y que eufemísticamente llaman el justiprecio, no es lo que la finca vale para el Catastro. Conozco quien la tenía plantada de manzanos, cuyos frutos vendía para su procesado ulterior (sagardúa), y no le pagaron lo que dejó de percibir durante los años siguientes cuando se la expropiaron porque la autopista pasaba al lado. TE JO DIS TE, que dice la chavalería hoy día. Encima ni siquiera la tocó el pavimento de la autopista, pero las obras la destrozaron y la dejaron baldía, quedando en propiedad del Estado como sobrante de vía pública.
Mucho cuidado con lo que reivindicamos, amigos, no vaya a ser que Papá Estado nos lo haga realidad y nos diga: pues muy bien, vamos a equiparar la propiedad intelectual con la propiedad material.
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