Se me antoja que echando la vista atrás podemos delinear el perfil de un narrador que atraviesa cada siglo. Si estoy en lo cierto no será más que un cliché, lo sé, pero vamos a jugar a trazar ese contorno.
El narrador del siglo XIX tiene un lenguaje petulante y educadamente almibarado para los estándares del incipiente siglo XXI. Es un narrador al que me gusta leer pero que empalaga. Y quienes escribimos corremos el riesgo de recrearnos demasiado en estas delicuescentes gramáticas de autores decimonónicos. Se debe huir de quererse imbuir y dejarse influir por esos textos melifluamente sonoros al buen gusto y a las buenas maneras. Hoy en día el narrador trata al lector de forma más directa. Con respeto pero sin contemplaciones, paños calientes, ni circunloquios algodonados.
Vamos ahora al objeto de este artículo, el narrador del siglo XX. Quizá pueda extraerse alguna conclusión. Todo un siglo de literatura no puede condensarse en un único narrador, lo sé también. Pero algo inasible me dice que una década es un espacio de tiempo insuficiente para extraer tendencias del inconsciente colectivo. Quizá pudiera personalizarse un narrador por cada uno de los cuatro quintoquinquenios que tiene un siglo.
El narrador que vertebra el siglo XX se encuentra más cerca de la erudición del ensayo y de su forma corta, el artículo de opinión, que de la aparente espontaneidad de la tradición oral.
Es un narrador distante, correcto, despegado, pretendidamente (muy) objetivo para la medida imperante en nuestro nuevo siglo, relamido, grave, acendrado; escrupuloso en sus formas y en cierta medida pedante o al menos marisabidillo, y quizá hasta enciclopédico; pomposo y engolado cuando tira de la herencia que le ha dejado el siglo anterior. Un narrador extradiegético –que se sitúa fuera de la narración, que no participa de los hechos que narra más que para contarlos– y aséptico que no soltará un taco exabrupto y que evita dar su opinión para no contaminar al lector.
Ciertamente es una sabia medida no chocar frontalmente con las ideas del lector cuando se le va a manipular, o indisponer, o predisponer con el punto de vista de la historia que se cuenta y el tono que se adopta para contar la fábula.
Sabido es que quien escribe desea comunicar y hacer participar de sus ideas, y a ser posible ganar para sí cuando no convencer, a todo lector que caiga en sus redes cosidas o encoladas por los lomos.
Así, quien tenga conciencia de manejar con acierto las reglas del arte se cuidará de escribir un cuento en el que prevalezcan las tesis contrarias a su visión de la realidad.
Que exista un patrón de narrador definible durante un siglo es un cliché discutible. Quizá otros cuentoheridos tengan a bien añadir, suprimir o sustituir mis conclusiones por otras. Incluso negar que tal patrón exista. Sabemos que cada escritor tiene su estilo. Pero sabemos que todos tenemos influencias más o menos declaradas, más o menos conscientes, y así, nos vamos adhiriendo a un patrón de narración.
Al narrador que se perfila en estos comienzos del siglo XXI le veo un exceso de protagonismo, narrando en una primera persona muy protagonista. Para el autor que escribe en primera persona es sencillo adoptar el punto de vista del protagonista, lo cual le hace vago y temeroso de adentrarse en las formas del narrador dios, que todo lo ve y todo lo sabe. O tomar partido equisciente por uno de los personajes, o hacerlo en cada pasaje (gracias Cortázar por La señorita Cora). O convertirse en una mera cámara objetiva y contar los hechos sin pasión ni alardes lexico-gramaticales.
Hemos de reconocer que vivimos unos años en que desde el más tonto al más mediático (quizá tengan el mismo cociente intelectual) exponen sus vergüenzas en los canales al uso: blogs, redes sociales o en los medios de comunicación tradicionales que operan digitalmente, vertiendo comentarios y opiniones en ellos. Lo mismo ocurre en las televisiones, donde pseudofamosos que no han empatado con nadie muestran sus vergüenzas y sus carencias sin tapujos y hasta con vanidad y alegría. Otro tanto sucede en los canales multimedia de los insufribles influentes (de vídeo o de sólo sonido) en cualquiera de sus versiones, incluidos los llamados booktubers (¿no sería más propio llamarlos videorreseñistas?). He leído no hace mucho una reseña en la que el reseñista embutía datos de su vida personal, lo cual es absurdo, pero como que hace falta dar esa nota, como que se echa de menos el apunte personal pues vivimos en un permanente escaparate.
En nuestra decadente sociedad cada hijo de vecino se muestra a los demás abiertamente, y en consecuencia el narrador que está prevaleciendo en estos tiempos hace lo mismo. Narrar sus odiseas en primera persona y contar sus intimidades es la norma. Con el añadido vergonzante de que los modernos narradores, cuentistas y novelistas, realmente cuentan sus miserias personales y familiares en algo que han dado en llamar ficción autobiográfica, lo cual se me antoja un oxímoron repeluznante.
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