La cocina del escritor.—
El cuento, escrito en octubre de 2017, conjuga dos historias que guardan paralelismo. Ambos acontecimientos inciden en la consideración que en realidad tienen las personas de nosotros: por sus hechos los conoceréis, una frase que se me antoja bíblica pero que vete tú a saber por qué vericuetos ha llegado a mi mente.
Lo que nos dicen con la boca y cómo nos tratan con una red tejida de apariencia es una cosa, y otra muy distinta es la estima y consideración en que realmente nos tienen.
Para detectarlo hay que estar atentos a visajes que se esconden tras hechos aparentemente amistosos. Lo que también es válido para la razón inversa de lo que muestra el cuento: aquello de «quien bien te quiere te hará llorar»; pero no voy a escribir una historia sobre una idea ya sintetizada en tan conocido refrán…
He puntuado el cuento con una sola estrella porque no me acaba de gustar cómo se me fue plasmando, que una vez que comienzas a escribir un cuento con todo en mente, luego es muy complicado revertir la tendencia del inicio. En realidad pienso que la historia en sí merece cuando menos una segunda estrella. La lectura que muestra me parece importante: cómo maese zorro nos trata acarameladamente y cuál es la verdadera estima en que nos tiene y que sólo aflora por una rendija de entre sus hechos.
Recogida de basura: la receta del cuento | Mostrar> |
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Recogida de basura | |
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Recogida de basura
*(cuento – 2.284 palabras ≈ 10 minutos)
Al firmar por su nuevo trabajo tuvo que cambiar de domicilio y se fue a vivir a una zona residencial. Con su sueldo no le habría llegado para comprar un chalé con pradito, pero como los planes urbanísticos colocan zonas residenciales en parajes próximos a aldeas y pueblecitos a fin de ahorrar en viales, traídas y saneamientos, las viviendas preexistentes se respetan siempre que no estorben, primero porque resultan caras de expropiar, y segundo porque los alcaldes aprenden a escamotear dineros públicos aprobando una cosa y dejando hacer otra más barata. Por el medio, cual prestidigitador profesional, hacen desaparecer el dinero en bolsillos interiores.
Alrededor de su casa de pueblo todo son chalés erigidos en el centro de una finca verde cerrada sobre sí, con su césped y sus árboles perennes. Sus vecinos son potentados y gente adinerada; mucho exdirector, exdelegado, exgerente y exconsejero.
La casa que ha comprado está en un cruce de caminos; linda con dos de ellos y con una finca privada. No tiene jardín alrededor y por ese motivo la ha adquirido. Así evita gastos de jardinería, no tiene que emplear tiempo en arrancar hierbas y recoger hojarasca. Es una vieja casa rehabilitada, y no ha necesitado invertir mucho dinero en reformas para entrar a vivir en ella.
Desde que se ha mudado aquí ha ido creando relaciones de vecindad con los millonetis. O al menos así lo estuvo creyendo hasta el mes pasado.
Imaginó que le aceptaban tal como era: jovial y proactivo, responsable y trabajador, pero hace un mes comprobó que no era cierto. El gesto que le ha arrancado la venda de los ojos habría pasado desapercibido para cualquier otra persona, pero él analiza y disecciona la realidad, e interpreta el entorno que le rodea con los indicios que capta. Piensa y repiensa las cosas, y trata de asumir una óptica exterior y ajena a los acontecimientos para que no le afecten, aunque no siempre lo consigue. Lleva un mes rumiando que los millonetis ni siquiera son conscientes del rechazo que él les genera. Es algo con lo que viven, algo que sienten y a lo que no dan mente.
Durante todo este mes les ha dispensado un trato más retraído: un hola y adiós. Saluda cortés pero distante y pensativo. No le ha gustado el desprecio de uno de los millonetis y ha decidido distanciarse del trato diario de todos ellos. Sabe que esta actitud no le beneficia, que a la larga él solo se habrá puesto en el ojo de un huracán silencioso. La otra opción es tragar y no dar aprecio al desprecio recibido, pero sabe que si traga, los desaires se prodigarán cada vez con más frecuencia hasta llegar a verse en el ojo de otro huracán: palo si bogas, palo si no bogas, y prefiere apartarse antes que verse abocado a ser bufón de capitostes. Se ve como un intruso que no goza de la consideración y de la estima vecinal. Retraerse, meterse en su casa, dedicarse a su familia. No es que el entorno sea hostil, es que se encuentra en terreno desconocido, abrupto y cenagoso.
Cuando compró la casa no tuvo en cuenta el factor humano. Ahora la única solución que vislumbra es vender su propiedad. No se trata de escapar, sino retirarse. No está a gusto entre tanto tiburón mezquino. Ni siquiera le compensa plantar la batalla de la dignidad; la dignidad de la sardina. Aunque se le permita nadar entre tiburones que no la atacan, la sardina nunca será aceptada en la sociedad de los escualos.
Quizá no hubiera alcanzado a entender el desprecio de que fue objeto si antes no hubiera meditado sobre la situación que se dio en su trabajo no hará un año. No cree ser orgulloso y engreído, aunque está orgulloso de lo logrado por sus propios medios. Y ahora, reconoce, se ha metido en la boca del lobo por méritos propios. O en la del tiburón.
En su nuevo trabajo debe lidiar a diario con una medianía que han colocado como mando intermedio. En realidad es mando intermedio por su cualidad de lerda: tarda y torpe en comprender.
Le gusta la concreción en el vocabulario, le gusta descubrir la palabra exacta, encontrar le mot juste como epíteto para definir a una persona. El diccionario es rico en insultos. O en epítetos. Se trata de encontrar el que caracterice de forma genuina al sujeto. En este caso es sujeta. Se sabe superior a ella: él sabe que ella sabe que él sabe que ella se sabe inferior mentalmente a él, más lenta, más torpe, menos avispada, menos inquisitiva, nada perspicaz; quizá sea lista para aprovechar la oportunidad pero nunca será inteligente para prepararla. El nuevo trabajo estaría bien si lograra conformarse con la mediocridad que emana de la lerda.
Pero ella, limitada aunque ágil siempre que permanezca en su pecera, sabe jugar sus bazas: está respaldada por quien la ha puesto ahí. Sus errores siempre son minimizados. Los aciertos de él se los apunta ella. Pronto se dio cuenta, y hubo de implementar una solución: guardar silencio, observar y no opinar. Evitar ser proactivo, evitar ser supererogatorio. Cualquier apunte, la más mínima observación que haga será utilizada en beneficio de esta parásita de ideas ajenas. Ahora guarda silencio y ella se ha dado cuenta. Tardó en entenderlo pero supo que algo fallaba. Dejaron de fluir las ideas de él hacia su pequeño cerebro con mirada de hurón. Ella intentó una torpe aproximación tratando de estrechar vínculos personales. Él se mantuvo distante, cortés pero retraído, guardando las distancias para no traicionarse opinando sobre mejoras del servicio. La relación se ha resentido. Ahora vive en el vértigo de un silencioso tornado. Él se limita a sus funciones, que no consisten en aportar propuestas de mejora. Ahora que guarda silencio ha descubierto las bondades de permanecer callado. Alcanzar la eficiencia no es objetivo en la empresa pública para la que trabaja, prefieren repetir rutinas aunque el entorno evolucione. Los cambios los azoran. Pero mantienen a la lerda en su puesto; pagan con pólvora ajena.
En julio del año pasado la lerda organizó un cursillo para niños. En el último día improvisó una minifiesta donde, a imagen de los adultos, los críos comieran de pie en torno a una mesa, picando aperitivos fritos con bebidas carbonatadas.
Llegó a media tarde con seis o siete bolsas de a kilo: variedades de patatas, trigo y maíz fritos, cortados de cien formas diferentes. Dispuso un par de mesas plegables en el parque frente a las oficinas de la empresa y extendió sobre ellas un rodillo de papel a modo de mantel. Sobre la mesa colocó platos y vasos de plástico. Distribuyó el contenido de las bolsas en los platos, a modo de bandejas, y dispuso las botellas próximas a las frituras. Cuando terminó el cursillo, veinte críos salieron al parque a comer esos aperitivos que gustan a casi todos. Él se apercibió enseguida: la lerda no alcanzó a pensar en que un niño celiaco hubiera quedado al margen de la fiesta. Pero estos mandos intermedios que vagan por la vida con sonrisas enlatadas y frases hechas tienen siempre la suerte de cara.
Quién podía esperar que los críos charlaran sosegadamente como adultos: alborotaron, corrieron, saltaron y se empujaron; buena parte del contenido de los platos saltó a la mesa y algunos vasos se volcaron. Terminada la fiestecilla los padres recogieron a sus retoños y la menguada recogió las mesas. Estuvo observándola desde su puesto de trabajo sin sospechar la traca final que le aguardaba.
La lerda, satisfecha, fue volcando el contenido que había quedado en los platos dentro de una de las bolsas de plástico del supermercado. Al terminar cerró la bolsa con un nudo y la posó en el suelo. Estrujó el mantel y lo que había caído de los platos quedó dentro de una voluminosa bola cuyo destino era el contenedor de basura, adonde fueron a parar los vasos y los platos utilizados. Dobló con esmero las bolsas de a kilo, algunas mediadas y otras terciadas, y las introdujo en otra bolsa de lona en tanto él miraba desde el marco de la puerta, ajeno aún al desenlace.
Cuando terminó estas tareas la chica limitada plegó las mesas y las arrimó contra una pared a la espera de que los operarios llegaran a recogerlas. Entonces se le acercó con la bolsa del supermercado donde habían ido a parar los restos que quedaron en los platos de plástico.
—Toma, para Andrés —le dijo con sonrisa hueca.
Se quedó mirándola, atónito. Tardó en reaccionar un eterno segundo.
—Andrés no come sobras.
Ella alzó las cejas, dijo «Ah», y sin más tiró a una papelera cercana la bolsa del supermercado con lo que acaba de ofrecerle.
El detalle le puso a reflexionar: «Tu sobrina va a clase con mi hijo. De habérmelo ofrecido con buena voluntad, al decirte que no lo quería habrías dicho que se lo darías a la niña, y no lo hubieras tirado inmediatamente a la basura. Podías haberme ofrecido parte del contenido que te llevas en la bolsa de loneta, pero la comida limpia está destinada a tu sobrina. Podía haber cogido lo que me ofrecías y haberlo tirado a la basura delante de ti, pero has sido tú quien lo ha tirado. Habrías quedado mejor si me dices que, al no quererlo para Andrés, se lo darías a tu sobrina, aunque una vez lejos de aquí lo hubieras tirado a la basura. El gesto de tirarlo a la papelera delata tu desprecio hacia mi hijo, y por ende hacia mí».
Otra persona no le habría dado tantas vueltas. Pero cada uno es dueño de su cerebro y el suyo gira rápido. Lleva más tiempo expresar lo que vio y sintió, aún con su gusto por la concreción, que la décima de segundo que le llevó razonarlo.
Pero no juzgó que el gesto de la medianía contuviera maldad ni malicia. Sabía que tras ello estaba sólo la estrechez que la caracteriza. El principio de Peter es palmario en los mandos intermedios, que saben plegarse y arrastrarse ante el empleador, aunque se trate de un cargo público que está de paso. Con el siguiente que llegue, de nuevo sus babas lubricarán las baldosas por las que se arrastran.
Diez meses después de este incidente, durante el entrelubricán, salió de casa a tirar la basura. En ese momento Federico, milloneti jubilado y vecino, salía de su finca marcha atrás, y tuvo que parar y apartarse para no ser atropellado. Cuando esta gente sale a la vía pública poco les importa quién vaya caminando. No supo si era producto de la prepotencia, de la chochez, o ambos factores amalgamados en distintas proporciones.
Cuando Fede le vio parado junto al coche, bajó la ventanilla apretando un botón mientras el vehículo continuaba deslizándose unos metros más hacia atrás. Creyó que era para disculparse:
—¡Hombre!, ¿qué vas, a tirar la basura…?
Sólo sonrió, negándose a confirmar lo evidente, aunque vista la sorpresa de Federico igual debió de explicarle que los pobres generan basura. Que él supiera, el camión de recogida no entra en su finca para llevarse su basura. O quizá los millonetis no hagan basura. Pero en aquel anochecer aún estimaba a Federico.
El milloneti se le quedó mirando desde el puesto del conductor con un aire de suficiencia y autoridad que aún no supo apreciar. Mientras él permanecía de pie el hacendado quedaba sentado por debajo de su cabeza. Esta situación la valoró más tarde, cuando percibió el insulto en toda su magnitud. Quizá hasta ahora no había dado importancia al trato que le dispensaban y había preferido creer que se trataba de la forma arrogante en que se comportan las personas acaudaladas ante los nadie de Galeano.
El milloneti le miró a los ojos y le paseó su mirada hasta la cintura, a la vez que daba pequeños toques de asentimiento con su cabeza. De pronto le habló:
—Estoy limpiando basura del garaje. Cosas de mis hijos que voy a tirar, porque ya son adultos. Ha aparecido un Scalextric, y antes de tirarlo a la basura me he acordado de Andrés. Igual lo quieres para que juegue el nene.
Tomó aire. Sintió ganas de decirle que Andrés, con diez años, no juega con las basuras de los demás. Sin embargo se forzó a sonreír:
—Lo siento, Andrés no juega con Scalextric.
Milloneti le miró a la cabeza, pero no a los ojos. Levantó el hombro izquierdo como quien se quita de encima una mariposa que incordia a la vez que metía primera con la mano derecha.
—Está en buen estado; si cambias de opinión, lo tiraré este fin de semana.
Lentamente aceleró y se alejó sin despedirse.
Hay quien entendería el ofrecimiento como una falta de tacto. Él percibió un insulto. Pero la inmensidad de la vejación le llegó de vuelta a casa, analizando lo ocurrido.
Entendía que Federico no le había agraviado por ofrecerle un juguete con el que sus hijos treintañeros no van a jugar. Pero sí se sintió afrentado por ofrecerle su basura, y eso horadó la capa exterior de su dignidad.
Pero sintió su impotencia cuando comprendió lo que esa gente piensa de él y de su familia y la estima en que les tienen: aquí tienes mi basura para que tu hijo se divierta jugando con ella.
El desprecio y la desconsideración siguen siendo las ofensas preferidas de las clases adineradas hacia los nadie, a quienes no les queda más pan que su dignidad.
Sabe que en este lugar no tiene amigos y que está completamente solo. Pero para un cerebro que analiza cuanto ocurre a su alrededor, esta situación no es más que un reto.
Losange Sable
octubre 2017
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