Psicólogos y filósofos (los que puedan quedar con criterio propio) están de acuerdo en que esta sociedad se va al garete por estar infantilizada, y al igual que los críos anteponer los sentimientos a la razón.
Cierto que no son personajes influentes y apenas gozan de la atención de los altavoces mediáticos. Pero cuando alguien les da voz se les escucha alto y diáfano. Tan claro lo dicen que molestan. Molestan a los indigentes mentales que ponen los sentimientos por delante de la razón, entre los que se encuentran muchos dirigentes de la sociedad (no sólo políticos, ¿eh?).
Un ejemplo palmario ha sido la consigna, que algún zoquete difundió, y caló en esta sociedad sin norte ni futuro, de SALVEMOS LA NAVIDAD.
Una estulticia sin precedentes que cayó cual semilla nueva en tierra abonada.
Ahora otro imbécil dice SALVEMOS LA SEMANA SANTA. Y volvemos a las andadas porque la sociedad carece de memoria y nuestros gobernantes carecen de bemoles y gobiernan a golpe de like y dislike feisbukero.
Yo diría SALVEMOS VIDAS, pero carezco de altavoces mediáticos.
Y aunque los tuviera mucho me temo que no oiría más que el eco de mi voz y alguna risita. Porque lo que importa es la fiesta y lo que mola es saltarse las normas. Está de moda saltarse las normas y no se lleva exigir responsabilidad social a cada uno, que eso es antiguo y retrógrado, o facha que diría alguna. Por eso, quizá, es que dejamos que nos gobiernen descerebrados que sólo son eruditos en teorías y expertos en nada.
Esta semana santa volveremos a salir de fiesta, de alterne y de vacaciones como si la muerte no rondara en cada pasamanos: tiramos de tancredismo como si fuéramos bobos. A lo mejor una hecatombe es lo que hace falta en un mundo sobrepoblado donde ha dejado de funcionar la selección natural. Yo, por ejemplo, con la miopía que arrastro desde hace cuarenta años, ya hubiera desaparecido en las sabanas africanas al no ver al león.
Igual es que debemos desaparecer la mitad o más. Lo que ocurre es que no se extinguen los más gilipollas, sino que una vez lanzados los dados cualquier vecino productivo para la sociedad saca el fatídico doble seis.
Si tras el confinamiento por imperativo legal todos sin excepción nos hubiéramos confinado voluntariamente, a estas alturas estaríamos más bien próximos a erradicar un virus que nos va a obligar a llevar mascarillas durante los siguientes cinco años según mis cuentas de buen cubero (o malo). Porque no veo afición en mis compatriotas para erradicar al virus chino del planeta. Debe ser que siempre se mueren los otros.
El egoísmo es otro de los males de esta sociedad distópica. Pero no sólo un egoísmo material, sino un egoísmo sentimental que desprecia la razón, conocido también como pancismo: lo exhiben quienes exigen que la sociedad respete sus sentimientos. Mejor lo explico con el ejemplo de un abuelo de Gijón.
El tipo, octogenario viudo, activo e independiente, dijo alto y claro a su entorno que no iba a permitir que la pandemia le alejara de sus seres queridos, que no quería volver a confinarse, y que si tenía que prescindir del calor de su familia y amigos prefería morirse. Cuando terminó el confinamiento obligatorio retomó su vida social: la partida en el bar, las visitas a casas de amigos, las salidas a los centros comerciales en el transporte público. No le dio tiempo a SALVAR LA NAVIDAD.
Agarró el virus chino y se murió en menos de dos semanas allá por octubre. Pero sí tuvo tiempo a contagiar a su divorciada hija sesentona, que estuvo ingresada en la UVI durante tres interminables meses, sufriendo una agonía continua, y a punto estuvo de irse detrás del viejo.
No acabó aquí la cadena. La sesentona hija del viejo contagió a su hijo treintañero, éste a su novia, la novia a sus padres, que fueron ingresados no sin antes contagiar a sus respectivos hermanos… Todo por el capricho de un viejo egoísta que antepuso sus sentimientos a la razón y logró lo que buscaba: morirse, aunque no con el calor de los suyos porque murió solo en el hospital.
Bueno, en realidad uno siempre se muere solo, eso también es cierto.
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