La cocina del escritor.—
Un cuento del kabuki (teatro japonés) donde las fechorías de la mala quedan impunes y la chica buena sufre en silencio y logra rehacer su vida lejos de la malvada indocente. Quizá la mala, una vez le hayamos arrancado la máscara del kabuki, saliendo del cuento se vea en el escenario y se reconozca, y aún se ría de su mezquindad sin castigo. La vida esconde al monstruo deforme tras puertas decoradas de dignidad (quien se inviste de dignidad muestra su mezquindad).
Protervos y aborreciblas acechan desde el hueco y se amparan en el anonimato que les da la noche, la masa o su superioridad estamentaria, y se retuercen de placer tras comprobar su obra y saberse invulnerables, quizá aforados. La única enseñanza que el bueno puede extraer es que debe apartarse de la senda cuando el malo transita por ella: triste, ¿verdad?
Una historia de kabuki representada por una harpía y una niña: es el bullying del profesor al alumno, del que no se quiere hablar y los colegas de profesión amparan con corporativismos culpables. Quien pecó seguirá pecando mientras no se le imponga sanción. Entren y lean, señoras y señores: la vida misma representada en la pantalla de su casa en un cuento escrito en septiembre de 2020.
María Bacanesa: la receta del cuento | Mostrar> |
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Edito 18.02.2024:
Una vez publicado este cuento se envió a una docena larga de profesores. Más de la mitad podían identificar a Maria Bacanesa, y lo hicieron. Todos, una docena del fraile, criticaron, denostaron, vituperaron y repudiaron la actitud de la profesora. Salvo uno, un zoquete que exigió «retirad el relato», como si él me pudiera compeler a mí a seguir sus caprichos. Sus razones eran dos: que su mujer era amiga de Bacanesa, y que como el daño estaba hecho, no se ganaba nada exponiendo a Bacanesa. Este botarate se ha ganado un poema satírico que retrata lo que pienso de él desde hace treinta años: Al filosofista. Que lo disfrutes…
Por cierto, hoy Helisa es una reconocida ilustradora de fama nacional. Y a Bacanesa se le siguen pudriendo las entrañas cada vez que me ve. Deseo que este cuento haya servido de pantalla para desaojar a Helisa de la mirada abyecta de ser tan ruin, vil, y mezquino.
María Bacanesa | |
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María Bacanesa
***(cuento – 4.831 palabras ≈ 20 minutos)
De la serie Vidas nocivasMaría nació en la mina. Los dmás niños nacieron al aire libre, pero ella nació dentro de un pozo de mina; tal vez la negritud que vio al nacer fuera la que dejó esa impronta de mujer malvada que la haría cometer las fechorías que aquí se recordarán.
Fue una niña falsa, envidiosa, recelosa. Y era cursi, gazmoña y repipi. Y ancha. Engordó en la adolescencia. Le creció el culo tanto que para entrar por las puertas se acostumbró a meter primero una cadera.
Se inscribió en el kabuki, el teatro oriental del pueblo, creyendo que perdería lastre, pero allí lo que perdió fue la virginidad, que tampoco es que le sirviera de mucho, y se dejó unos gramos.
Pero la vida seguía y María Bacanesa tuvo que ir a la universidad. Y allí, como estudiar no le gustaba y pensar no era lo suyo, no optó ni por ciencias ni por humanidades, sino que optó por el arte. Al fin y al cabo el arte siempre será subjetivo y María Bacanesa vio en ello una oportunidad: hizo magisterio, que le dijeron que todos aprobaban, y se especializó en dibujo, que era fácil.
Y como en este mundo traidor los miserables tienen suerte, María Bacanesa encontró trabajo en un colegio de una pequeña población de su misma provincia. No hubiera servido María Bacanesa con su carácter avieso para emigrar fuera de su región.
Nadie diría que María Bacanesa era una mujer amargada. Pero su risa era falsa.
Nadie diría que María Bacanesa era una mujer alegre, porque su mirada era escrutadora e indirecta.
En fin, nadie diría que María Bacanesa no era una mujer completa, pero no se reprodujo. No deja de llamar la atención que siendo profesora no engendrara alumnos para justificar el oficio que le daba las alubias. Y a juzgar por el tamaño de su culo en esa época, le daba para muchas alubias, rica morcillita y un buen chorizón.
Quiso la casualidad que en el lugar al que fue destinada por la administración educativa viviera un simpático pintor que en sus ratos de ocio impartía clases de dibujo y pintura. El pintor era un conocido artista en toda la región, siendo su mayor cualidad docente la facilidad que tenía para transmitir a sus pupilos las reglas del arte.
La envidia asomó a los ojos torcidos de María Bacanesa el día que una alumna dijo en clase que Danatello, tal será el nombre del artista local, le había explicado una de las reglas del arte de forma diferente a lo que la señorita Bacanesa había enseñado en el aula. Sus compañeros acabaron aplicando para la tarea encomendada la técnica que Danatello había mostrado a su pupila.
A partir de ese día la señorita Bacanesa odiaba a Danatello sin siquiera haber cruzado una palabra con él. Lo conocía por las fotos de la prensa, porque Danatello colaboraba altruistamente con cualquier iniciativa que se le propusiera. Lo mismo pintaba un mural en una pared, embelleciendo el pueblo, que daba unas clases gratuitas de dibujo para niños con problemas de atención.
La señorita Bacanesa lo odiaba a muerte.
La guinda del pastel la puso el director del colegio, que nada sabía de la aborrecible animadversión de la señorita Bacanesa hacia el artista del pueblo, el día que inauguró el imagotipo del centro escolar que el equipo directivo había encargado a Danatello. El logo gustó a todos y fue muy comentada su sencillez de trazos y cómo vinculaba el nombre del colegio y el entorno natural del lugar.
La señorita Bacanesa odiaba ese logo, y la bilis se le escapaba por los belfos cada vez que lo veía. Para colmo pidieron a Danatello que pintara el imagotipo en una pared de contención que había a la entrada del colegio, y cada mañana la señorita Bacanesa llegaba a su trabajo y lo primero que veía era el logo. Al pasar junto a él se le desrizaban los pelos del moño.
Ahora la señorita Bacanesa odiaba al director, odiaba a las gentes del pueblo, que querían a su artista, odiaba llegar a su trabajo y darse con el muro donde estaba pintado el gran imagotipo, pero sobre todo odiaba a los alumnos que iban a clases extraescolares con Danatello.
A los niños que practicaban kabuki, con los que ella coincidía en el teatro del pueblo, les sonreía con toda la falsedad que ocultaba, pero les obsequiaba con nueves y dieces por sus mediocres trabajos de dibujo.
Los trabajos de quienes aprendían las artes plásticas con Danatello eran vituperados constantemente en clase, y obtenían las peores notas. Y aunque la señorita Bacanesa tenía ya unas cartucheras que la hacían caminar de costado por los pasillos del colegio para no acabar con las pistoleras blancas, no era torpe y no suspendía a ninguno. Cualquier inspector, a la vista de los trabajos, la hubiera reprobado.
Pero la última semana del curso la señorita Bacanesa mugía en su casa, es decir, lloraba amarga y desconsoladamente en su casa porque no tenía más remedio que aprobar a los pupilos de Danatello. Y se pasaba horas y horas tirada en el suelo de su salita sin más consuelo que tabletas de chocolate y bolsas de patatas fritas.
Acabó sabiéndose en el pueblo que los alumnos de Danatello eran mal evaluados por la señorita Bacanesa, pero aún debieron pasar cuatro o cinco cursos para que los vecinos, debido a su bonhomía natural, establecieran la asociación de ideas pertinente, que por otra parte jamás podría probarse más allá de una relación casual de trabajos mal evaluados. Como los alumnos aprobaban la maría de dibujo que impartía María Bacanesa, nunca nadie protestó por nada.
Esta historia aconteció en esos primeros años en los que la odiosa y visceral fobia de María Bacanesa hacia los alumnos de Danatello todavía no era de dominio público, aunque terminó por saberse merced a un cuento que le escribieron.
Helisa, nombre ficticio, aunque menos de lo que debería, era una niña con tal afición a las artes plásticas que acabaría obteniendo la licenciatura en Bellas Artes cursada en la capital del reino, tanta era su habilidad con los lápices y los pinceles. Pero en aquellos años en el colegio de aquel pueblecito olvidado hasta de los pájaros, Helisa iba desde muy niña a clases con Danatello. Cuando llegó a la edad de asistir al curso de la señorita Bacanesa, la profesora llevaba dos o quizá tres años bien encajada en su silla de enseñanta.
Y por supuesto no podía ver a Helisa ni los dibujos que Helisa le mostraba. La niña, muy ilusionada por tener en el colegio una profesora que creía titulada por la Facultad de Bellas Artes, corría a mostrarle sus trabajos, no recibiendo más que desconsideraciones, reproches y señalamiento de errores que en los alumnos practicantes del kabuki se saldaban con sobresalientes.
Pero Helisa, ajena a los odios nauseabundos de la señorita Bacanesa, insistía en mostrarle sus mejores creaciones, porque en la bisoñez de su cándida mente interpretaba las críticas de la señorita Bacanesa como acertadas y conducentes a perfeccionar el atávico arte que atesoraba en su interior de forma natural.
Una mañana la señorita Bacanesa entró en clase anunciando que el colegio participaría en un concurso nacional de dibujo en el que había que representar algo sobre el ciclo natural del agua, o quizá fuera sobre la conveniencia de reciclar, o tal vez sobre la necesidad de preservar el medio ambiente. El concurso, apadrinado por una empresa multinacional de implantación continental, se celebraría dentro del organigrama del ministerio: los participantes concurrirían previamente a una fase regional para, después, el mejor de cada región, acudir a la fase nacional.
Helisa asumió con entusiasmo la iniciativa y en las dos semanas que tenían de plazo se esmeró todo lo que pudo con todo lo que sabía. Incluso se quitó de horas de sueño, y en su mente estaba siempre ese retoque, ese trazo, esa línea que perfeccionaría su obra. En suma, Helisa se comportó como una verdadera profesional sin ella saberlo.
Cuando sus compañeros vieron terminado el dibujo, sus trazos y la combinación de sus colores, quedaron maravillados. Todos hablaban en los pasillos y en los corrillos del recreo de la lámina de Helisa.
Y llegó la última hora del viernes, la clase de la señorita Bacanesa, la hora de dibujo y pintura. Y todos los que se decidieron a participar dejaron su dibujo en la mesa auxiliar de la profesora. Llegado el término de la clase, la señorita Bacanesa fue a recoger los dibujos. Pero Helisa, niña al fin y al cabo en aquel entonces, había esperado al último minuto para hacerse merecedora de las alabanzas de su profesora en privado. La señorita Bacanesa algo había oído del dibujo de Helisa en un cambio de clase y en la sala de profesores, y habiéndose fijado en que Helisa no se había levantado para dejar su dibujo en la mesa, habló para la niña y para la clase:
—Helisa, con lo bien que dibujas, ¿tú no vas a presentar un trabajo?
A Helisa se le iluminó la cara y su sonrisa fue tan sincera y llena de agradecimiento como la que jamás se había asomado, ni se asomaría nunca, al rostro avinagrado de la señorita Bacanesa.
—Sí, lo tengo aquí. Quería dártelo en privado.
—No seas tonta. Tráelo aquí.
Helisa se levantó de su sitio y caminó por el pasillo como si flotara en una nube con el dibujo que todo el colegio había celebrado, incluso quienes no lo habían visto, porque sabían que era digna pupila del artista del pueblo.
Cuando lo dejó sobre la mesa, a la señorita Bacanesa, que sonreía en esos momentos con su boca torva, sus dientes desiguales y sus ojos uno más alto que otro, se le congeló el gesto en la cara y se le ensombreció el semblante. Cualquiera que no hubiera sido niño en aquel aula de pintura y dibujo hubiera visto que la señorita Bacanesa estaba azorada. Pero ante los mayores de primaria, en esos años en que están a punto de abandonar la niñez, supo rehacerse y, cogiendo todos los dibujos, se volvió a sentar a su mesa.
Los recompuso, los ordenó y los reordenó y los fue colocando lentamente en su portaláminas, sentada ante su mesa. Contrariada, el último que metió en el cartapacio fue el de Helisa. Y con las mismas, salió precipitada de clase olvidando despedirse del alumnado que en aquel momento empezaban a barruntar algo raro en su comportamiento.
Pero en esas tocó el timbre de la última hora, y todos salieron zumbando para casa, pues era viernes y el lunes caía en festivo. Todos salvo Patricia, que estaba sentada en primera fila y aguardó a que Helisa, que había sido desplazada por la profesora a las últimas mesas desde el comienzo del curso, pasara a su lado.
—Espera, Helisa. Hay algo que quiero hablar contigo. —Ambas aguardaron a que todos sus compañeros salieran del aula, y como ninguno se demoró, estuvieron solas en cuestión de segundos—. Hay algo que tengo que decirte: la señorita Bacanesa no ha metido tu dibujo en su cartapacio.
—Si he visto cómo los metía despacio para que no se estropeasen.
—No, boba, el tuyo no. El tuyo ha hecho como que lo metía y lo ha colado por debajo de su mesa. Ven y verás.
Se acercaron ambas a la mesa de la profesora, que tenía una cajonera debajo que casi rozaba con la tabla superior. Se agacharon, Patricia metió la mano, y sacó el dibujo de Helisa.
—Se le habrá escurrido… —fue cuanto supo decir Helisa.
—No seas tonta, Helisa. La señorita Bacanesa no te puede ver.
—¿Y eso por qué? —quiso saber la futura licenciada.
—Pues será porque dibujas mejor que ella…
—Qué bobada…
—Y porque vas a clase de dibujo con Danatello.
A Helisa se le encendió la cara como quien empieza a comprender pero no quiere saber. En su rostro se pintó la preocupación.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Déjame a mí y ven conmigo.
Patricia, que era resuelta y buena amiga, iniciada en las mil ruindades que tiene la vida, cogió la lámina que tan arteramente había dejado allí la señorita Bacanesa e invitó a Helisa a salir de clase con ella, pero caminando despacito. Miraron por las ventanas del segundo piso. Abajo hervía la turbamulta de alumnos y profesores que se prometían un fin de semana largo. Vieron salir del ala administrativa a la señorita Bacanesa y según caminaban por el pasillo la seguían con la vista. Cuando llegaron a las escaleras echaron a correr hasta llegar al primer piso. Entonces se asomaron con cautela y comprobaron que la señorita Bacanesa abandonaba el recinto escolar con su caminar pesado.
—Ven, vamos a dirección.
—¿A qué?
—Tú ven.
Ahora caminaron aprisa hacia el área administrativa pues era de prever que el director y su gabinete partieran hacia sus hogares con las mismas prisas que los demás en cuestión de minutos.
Llegaron a tiempo. El equipo directivo aún estaban allí conversando.
Llamaron a la puerta entreabierta.
El director dio orden de pasar.
—Adelante… ¡Hola, chicas! ¿Qué se os ha perdido a estas horas? Si cierro no os encuentran hasta el martes…
—La profesora de dibujo, con las prisas, se ha dejado el dibujo de Helisa —terció Patricia.
—Qué pasada. Vaya dibujo. Qué bueno, Helisa. Seguro que ganamos el regional. ¿Cómo se lo pudo dejar olvidado la señorita Bacanesa?
—Es que lo puso aparte para que lo viéramos toda la clase, y con el jaleo que se ha montado al tocar el timbre, la mujer se lo ha dejado.
—Lo pongo con los demás. Aquí los tengo, que me los acaba de dejar. Menos mal que habéis estado listas. Esta misma tarde tengo que llevarlos a la Consejería de Educación.
Helisa estaba callada y ruborizada hasta los párpados. Pero ambas salieron de dirección y el dibujo acabó esa tarde en el despacho del consejero, que alabó la pericia de una alumna de un pueblo periférico a la que no conocía.
Lamentablemente esta historia no acaba aquí…
La fase de puntuación del concurso regional se celebró a puerta cerrada como era preceptivo. Y resultó ganador el dibujo de Helisa. Y fue clasificado para la fase nacional.
A la fase nacional acudió el consejero de educación de la región con otros gerifaltes políticos, que acuden a estos actos protocolarios con la voracidad del cardumen al macizo. Y de tan orgulloso que estaba, llevó el dibujo de Helisa personalmente. A la final asistieron los jóvenes artistas ganadores de cada fase regional, sus profesores y sus padres.
La señorita Bacanesa, con un ánimo de circunstancias, supo bailar el agua a todos los presentes, incluido el director del colegio, que fue invitado por el consejero.
La multinacional organizadora había dispuesto un par de actividades culturales previas. Pero por fin llegó el mediodía del domingo. El auditorio estaba lleno a rebosar. La prensa se había acreditado y todo eran flases y entrevistas. Muchas personalidades políticas del país estaban presentes. La ceremonia estuvo a la altura de otros actos institucionales donde se otorgan eximios galardones a lo más granado del arte y de la cultura nacional.
Varios expertos en arte habían sido invitados para integrar el jurado, del que también formaba parte el ministro, el director general, el presidente regional anfitrión, y otros seres. También habían sido convocados expertos en literatura y en oratoria, porque la ceremonia final incluía un acto que no había tenido lugar en las fases regionales: cada pequeño artista tenía que subir al estrado y vencer su miedo a hablar en público para explicar con sus palabras lo que con su dibujo había querido transmitir sobre el tema propuesto.
Por orden alfabético fueron saliendo los seleccionados de cada región. Helisa fue de las primeras. Se quitó los nervios de la espera, pero perdió de antever la actuación de los otros ganadores para ajustar la suya. Y siempre se ha dicho que las últimas impresiones pesan más en el ánimo del jurado.
Cuando salió Helisa hacia el estrado las luces se apagaron, y un cañón de luz iluminó a la futura artista licenciada en su deambular por el pasillo. Subió a la palestra. Su pintura, colocada sobre un atril, fue presentada a todos los espectadores mediante un proyector que reproducía la imagen sobre una enorme pantalla.
Helisa no dudó ni en una de las comas. Soltó su discurso como si fuera una veterana oradora. Al terminar, la sala entera le dispensó una ovación que se le hizo eterna. Helisa no conocía los protocolos, y aseguró después que no sabía si tenía que irse para que dejaran de aplaudir, o si seguir allí para no hacer un feo a toda la concurrencia.
La actuación de Helisa y su lámina fue la preferida de la prensa. En realidad fue la preferida de todos. Hasta de muchos otros concursantes que también reconocieron la magistral pequeña obra de arte de una vecina de la periferia rural. Helisa nunca antes había visto tanta gente junta.
Por fin terminó la gala y todos fueron a comer. Los padres de Helisa, más que orgullosos, recibían los plácemes de personas que no conocían; vecinos de un remoto pueblo al fin y al cabo, no distinguían a un galerista de un rector. Todo el mundo quería saludar en persona a la que daban como fija ganadora del festival.
La señorita Bacanesa, que comió en la misma mesa que Helisa y sus padres, y con el director del colegio, quien no cabía en sí de júbilo, tenía una mueca de sonrisa cuajada en su cara. Sus ojos no veían, sus oídos no escuchaban, su estómago no aceptaba lo que su boca le vertía. Apenas comió, y cuando el director se lo hizo ver dijo que se encontraba afectada por la emoción y atenazada de los nervios ante la posibilidad de poder llevarse el trofeo nacional al colegio de un pueblecito rural ubicado entre macizos montañosos.
A las cinco de la tarde sonó una fanfarria y convocó a los presentes al auditorio. Todos felicitaban a Helisa como la segura ganadora. Helisa no sabía dónde meterse. Tal era su humildad que sólo atinaba a decir «gracias» a todo el que se le acercaba a felicitarla.
La señorita Bacanesa ardía por dentro. Su odio la consumía. Sentía la basca continuamente en la garganta. El estómago era un vórtice, el pecho un abismo, las sienes le explotaban, sus papilas no recordaban otro sabor que el de la bilis. Pero Helisa ganó.
La prensa nacional no pudo reproducir la lámina porque las bases del concurso no lo permitían. Pero hicieron varias descripciones muy acertadas. La prensa regional tituló en portada la victoria de la pequeña aldeana salida de un pequeño pueblo de provincias.
¿Y ahora?
Pues había que ir a Tallín, a Riga o a Vilna, ya nadie recuerda en cuál de las tres capitales bálticas se celebraba la final continental.
Quedaba lejos. Muy lejos. Y la multinacional sólo contemplaba el viaje de la ganadora y de un padre o, en su defecto, de su profesor de dibujo. Los padres, en trámites de divorcio, declinaron la oferta y delegaron en la señorita Bacanesa la seguridad de su hija. La niña viajó a la capital nacional con su profesora, y aunque iba muy contenta ya había empezado a recelar de la señorita Bacanesa.
El viaje en avión de la también periférica región a la capital nacional se desarrolló sin contratiempos. La señorita Bacanesa estaba muy animada. Había asumido la victoria de la niña. Al fin y al cabo ella también iba a viajar fuera del país. Pasarían cuatro días en un hotel de lujo. Las visitas a monumentos y a museos estaban en su lista de tareas. Helisa caminaba tras ella por la terminal del aeropuerto. Ambas comieron lo mismo, un par de bocadillos que adquirieron con los vales de viaje que la empresa les había hecho llegar sin restricciones. El tránsito entre vuelos era escaso y el tiempo apremiaba.
La señorita Bacanesa, que en sus largas vacaciones de profesora sin hijos ni responsabilidades aprovechaba para viajar, supo orientarse con pericia en la zona franca y caminaba aprisa dando pesadas zancadas. Helisa la seguía con sus pasitos menudos, y cargada con la bolsa de viaje que su madre, previsoramente, había recargado. La señorita Bacanesa, más acostumbrada a viajar ligera de equipaje, llevaba una mochila y un cartapacio nuevo con la bandera regional por ambos lados que el consejero le había hecho llegar al colegio junto con una nota felicitándola por el excelente magisterio con el que se había desempeñado preparando tan acertadamente a su pupila.
El vuelo a la capital báltica transcurrió sin contratiempos. Allí todo el mundo hablaba inglés, y la señorita Bacanesa tenía soltura en esa lengua franca. Para Helisa todo era enorme: los puentes, las avenidas, las estatuas, las plazas, los edificios. La señorita Bacanesa hablaba a su pupila desde el taxi que las acercó al hotel de todo cuanto veían. Mezclaba arte con historia, y la historia la salpimentaba de semblanzas. Se había documentado de cuanto iban a ver.
En el hotel fueron recibidas con honores por una legación oficial que esperaba a las delegaciones nacionales. Las alojaron en una suite. Como contaría Helisa más tarde a sus padres, la habitación era más grande que todo el piso en el que vivían con su hermana, aunque ahora eso había cambiado. Para Helisa todo era fastuoso. Para la señorita Bacanesa eran unas vacaciones pagadas que tenía muy merecidas.
A la mañana siguiente, cuando Helisa despertó, la señorita Bacanesa no estaba. No sabía su teléfono y no pudo llamar a casa pues no sabía explicarse en inglés en la recepción del hotel: ni tenía soltura ni conocía los protocolos de las conferencias internacionales. Tampoco nadie le explicó que existía el roaming y como no lo tenía activado no pudo usar su propio teléfono móvil para comunicar con sus padres. Poco a poco fue descubriendo la clave del wifi de esa planta del hotel y hacia mediodía comunicó con los suyos por mensajería instantánea.
Les dijo que ambas estaban visitando la ciudad, la señorita Bacanesa y ella. Que estaba aprendiendo un montón de cosas, que la señorita Bacanesa se lo explicaba todo. Y que todo el mundo era muy considerado con ellas.
A la hora de la comida, Helisa se atrevió a bajar al bufé. La reconocieron por el identificador que colgaba de su cuello y la atendieron. Al menos comió. La señorita Bacanesa no dio señales de vida en toda la tarde. Helisa volvió a bajar sola al bufé para cenar. Hacia la medianoche la señorita Bacanesa entró en la suite. Helisa se había aguantado las ganas de llorar toda la tarde. Se sentía sola y desamparada.
—Ah, estás despierta. Chica, cuando salí no quise despertarte, pensando que volvería pronto, para desayunar contigo. Pero luego me lié y al final me perdí. Y no sabía el teléfono del hotel. Estuve vagabundeando por ahí. No te has perdido nada, que he ido a dar a barrios marginales.
Helisa la sonrió desde la ventana y la señorita Bacanesa zanjó:
—Chica, me voy a la cama que vengo muertita.
Helisa trazó un plan para el día siguiente. Cuando la señorita Bacanesa se despertó Helisa ya estaba vestida.
—Ah, ya estás preparada. Bueno, baja conmigo, que vamos a desayunar y luego vamos a visitar algunos sitios que te van a encantar.
Bajaron a desayunar y cuando terminaron, la señorita Bacanesa le pidió que la esperara allí, que se había dejado la cámara de fotos en la habitación. Salió del bufete aprisa y ya no volvió. Otro día más Helisa se iba a quedar sola en una capital extranjera donde no conocía a nadie ni a nada. Una capital de medio millón de habitantes es todo el orbe para una niña de un pueblo de dos mil almas. Se atrevió a salir del hotel y caminó por algunas calles. La moneda europea era de curso legal allí y valiéndose de señas compró unos pequeños recuerdos para sus padres, sus abuelos y su hermana.
Helisa contactó con sus padres, por separado, a lo que estaba forzada por las circunstancias familiares, y se obligó a mentir. Celebró no tener que hablar, porque no dudaba de que acabaría llorando y no quería disgustarles.
Descubrió que había un pequeño ordenador en un secreter y estuvo todo el día trastabillando en el pc y botoneando en el móvil. También contactó con algunos compañeros de clase a los que nada dijo.
La señorita Bacanesa volvió a medianoche y Helisa, que no quiso oír sus disculpas, se hizo la dormida.
El sábado era el gran día. La ceremonia nacional quedó pequeña comparada con la celebración europea. Banda de música, confeti y serpentinas cuando salían los representantes de cada país al estrado; se adelantaban sus respectivas banderas solemnemente y sonaban unas breves notas recordando su himno nacional. Todo estaba preparado. Helisa se expresaría en su propio idioma y varias intérpretes reproducirían su discurso en los diferentes idiomas de los distintos países de la Unión Europea. Auriculares nuevos estaban a disposición de los asistentes, sólo tenían que introducir la clavija en la salida de audio que había en una consola en el reposabrazos y seleccionar el idioma de salida.
Helisa se sintió nerviosa: la magnificencia del lugar y la responsabilidad la sobrecogieron. Pensó que de alguna manera representaba a su país, y que debía dejarlo en buen lugar. Y quería ganar.
Llegar allí ya había sido un premio para una pequeña muchachita de pueblo, sólo tenía que dejarse ir y disfrutar; tal fue el consejo de su padre. Y así lo haría. No quería presionarse.
La señorita Bacanesa estaba muy locuaz. Se había puesto un vestido azul que no disimulaba su silueta de pera. A poco queda encajada entre los reposabrazos al sentarse en su asiento. Para salir, como siempre, tendría que tirar primero de media cadera hacia arriba.
Helisa estaba feliz. Había olvidado las desconsideras escapadas de la señorita Bacanesa. Ganara o no ganara, su dibujo era campeón nacional y estaba entre los mejores.
Esta vez hubo un sorteo y los diferentes países comenzaron a desfilar por la palestra en el orden que el bombo determinó. Hubo dibujos muy bonitos, elegantes, vistosos, originales. Helisa guardaría para siempre el librito que les regalaría la organización a los participantes con todos los dibujos finalistas. Los demás asistentes tendrían que comprarlo por un módico precio. Allí se estaba codeando con artistas, todos de semejante edad, pero artistas que ya apuntaban calidad. No en balde el concurso nacional había servido de criba.
Cada ganador nacional salía con su dibujo y lo colocaba sobre un atril, desde donde se reproducía con total nitidez en una pantalla gigante sirviéndose de una cámara, para que toda la sala lo viera. Cuando dijeron el nombre de su país, ya de los últimos, Helisa primero sintió un ahogo y enseguida una liberación. Miró a la señorita Bacanesa, allí al lado, junto a ella, que la miró sonriente:
—A ganar, Helisa. —Y sacó del portaláminas con la bandera regional el dibujo ganador de Helisa. Sólo que no era el dibujo de Helisa. La niña sintió un frío que le recorrió toda la médula.
—Este no es mi dibujo —atinó a decir.
—Ya, pero es el que me gustó a mí. Ahora sal ahí y explícalo.
—Pero cómo voy a explicar un dibujo que no es mío; no sé qué han querido decir.
—Tú sal ahí y explícalo como puedas.
—Pero no es el mío —protestó Helisa.
—Eso nadie lo sabe y a nadie le importa. Sal ahí y no me jodas más.
A miles de kilómetros de sus padres, Helisa no pudo reprimir los lagrimones que le cayeron durante el intento de explicar algo que no conocía y para lo que no se había preparado. Fueron muchos los que creyeron que los nervios no dejaron expresarse convenientemente a Helisa, y no entendían cómo un dibujo tan mediocre podía haber ganado su concurso nacional. Helisa, y su país, quedaron clasificados en último lugar.
Al llegar a casa sus padres, separados, sólo preguntaron si le había ido bien. Sin fastos a los que acudir, nadie en el colegio, ni en la consejería, ni en el ministerio se encargó de visualizar la ceremonia.
Han pasado doce años. Helisa ha recuperado su nombre original jugando con las letras que lo componen, es licenciada en Bellas Artes y trabaja en la capital del país.
Sus padres se divorciaron aborreciendo el corsé del matrimonio, pero vuelven a estar casados en segundas nupcias.
El director cambió de aires y ahora da clases en un reconocido instituto de la capital regional.
Danatello ha seguido ganando prestigio y le solicitan continuamente para impartir clases de dibujo y pintura por toda la región. Sus exposiciones se cuentan por éxitos.
María Bacanesa vive en el pueblecito perdido entre montañas, da clase de dibujo y acude al kabuki, pero jamás ha expuesto ni expondrá. Su figura de pera persiste y ella está encantada de haberse conocido.
Losange Sable
septiembre 2020
Un comentario
Al filosofista – Qué cuento