Tal vez exista un cuento mejor que «El pecho desnudo», de Italo Calvino, para ejemplificar lo que quiero explicar, pero me parece que al gremio de los llamados editores independientes puede aprovecharles este cuento a tenor de lo leído en el minirreportaje ‘Nuevo capítulo crítico para los independientes del libro‘.
El artículo o reportaje muestra la situación de los editores llamados independientes (aunque dependientes de don dinero, como todos nosotros para casi todo) ante el panorama que nos va a dejar la pandemia (panorama sobre el que ya me he explayado en este blog hará cosa de un mes).
Nos vienen a decir que los lectores son los que hay y que han de encontrar nuevas estrategias para promocionar su negocio (no olvidemos que el libro es cultura pero también es negocio, no vayamos a caer en el cinismo propio de la casta política, incluso de los descastados convertidos en casta por mor del ministerio).
Al igual que el señor Palomar, los editores dan vueltas alrededor de una conclusión y obvian la más directa, quizá la más certera: invertir en aumentar el número de lectores.
Eso sería promocionar la cultura… y sería negocio a medio plazo (no mucho más). Pero si se tiene prisa por vender (lo cual es muy lícito), entonces sí es cierto que los lectores son los que hay, y no más.
Bien podrían haber comenzado antes… ahora tendrían hollado ese camino. Y si no comienzan a andarlo, dentro de un año estarán en el mismo punto.
Tal vez aguarden a que el ministerio haga sus deberes y fomente la lectura… Con un ministro futbolero me vais a dejar que lo ponga en duda (hay en este blog referencias al ministro Uribes y al plan de lectura del gobierno… usad el buscador interno si os apetece).
Dejo al señor Palomar con sus disquisiciones sobre mirar o no mirar el pecho desnudo de la asoleada bañista, y paseando alrededor de la mejor solución, al igual que el gremio de libreros independientes.
¡Pero anda, leche…! Promover la lectura también beneficia a los grandes sellos. Si este es el motivo de no invertir en ampliar el universo de lectores, harán como el soldado que pidió sacarse los dos ojos para que a su rival le sacaran uno (aunque la historia contada por Quevedo es sensiblemente diferente).
Por si alguno de estos editores se interesara en averiguar de qué hablo, estaba en negociaciones para testear un programa para habituar a la lectura en las edades de instituto (12 a 18), que es donde cabría invertir esfuerzos. Y digo esfuerzos, no dinero. Mi email está en la barra vertical de la derecha.
Petición extraña En la corte de un rey de Sicilia vivían dos soldados que pasaban por envidioso el uno y por avariento el otro. Queriendo divertirse el príncipe, llamolos a su presencia y, después de haber elogiado sus servicios, manifestoles su intención de dar a cada uno el premio que deseasen, haciéndoles observar, no obstante, que el primer solicitante recibiría el objeto de su deseo, y el segundo, duplo del primero. Silenciosos y meditabundos quedaron largo rato los dos soldados, no queriendo ninguno de ellos adelantar su solicitud El avariento decía para sí: «Si empiezo yo, me tocará la mitad menos que a mi compañero»; asimismo, el envidioso, discurría en sus adentros: «Jamás consentiré que a ese grandísimo avariento le toque más que a mí». El príncipe gozaba al contemplar tal indecisión, y después de mucha espera resolvió terminar aquella escena. Dirigiéndose al envidioso le ordenó que se adelantara y manifestara su deseo. Vaciló éste un momento, diciendo entre sí: «¿Qué favor pediré, o de qué estratagema me valdré para que este avariento no se lleve más que yo? Si pido un caballo, dos habrá para él; si una casa, dos conseguirá; si una renta, doble le tocará… «¿Qué cosa puedo pedir…? ¡Canastos!, ya lo sé; ahora caigo en la cuenta: pediré un castigo para que él reciba dos». Y dirigiéndose en el acto al príncipe, díjole con tono decidido: «Suplico a Su Majestad mande se me arranque un ojo». Cuando esto oyeron rey y cortesanos, soltaron una ruidosa carcajada; todos hicieron chacota del envidioso, echándole en cara su bárbaro atrevimiento, y él, con su insulsa petición, sólo logró poner de manifiesto la fiera pasión que le dominaba. Francisco de Quevedo |
No hay comentarios
Los comentarios están cerrados.