Si nos hacemos una herida y, mientras sana, hurgamos en ella, alteramos su cicatrización y corremos riesgo de infección.
Podemos utilizar este elemental principio de primeros auxilios como símil para las heridas sociales, aunque corremos el riesgo que conllevan los símiles: en su esencia, sólo una patata se parece a otra patata.
NO ENTIENDO cómo algunos escritores se han puesto a escribir con alegría de los años de plomo que nos infligió la ETA. Quizá les sea aplicable la fábula de los ratones que querían ponerle un cascabel al gato y sólo cuando la banda terrorista dio su último coletazo es que estos pequeños roedores se han atrevido a poner negro sobre blanco su particular visión.
Explotan el dolor ajeno para beneficio propio, sin importarles si la herida está cicatrizada o no. Quizá hayan encontrado la olla de oro enterrada en el patio de su casa y se crean con derecho a esquilmarla (»final del segundo párrafo). Pero la olla es de todos los que la padecieron, y deberían pedir permiso a todos los damnificados, que los hubo, como en todo conflicto.
Me van a argumentar que no pueden conseguir tal permiso; pues entonces no pueden escribir de ello hasta que la herida esté cerrada. Transcurrieron cuarenta años antes de que el maestro cuentista Juan Eduardo Zúñiga empezara a publicar su Trilogía de la Guerra Civil (1980, 1989 y 2003).
Uno que se peina con ancha raya al medio, «recuerda» lo ocurrido con la banda criminal desde sus vivencias en otro país. Tiene bemoles que cuando cree que no le leemos se atreva a recriminar a escritores de su región si han sido o no han sido valientes durante aquellos años en que no sabíamos cómo podía acabar un paseo de domingo por Bilbao (generalmente siempre acababa bien). Él estaba a salvo de la marca fría con tres fronteras de por medio y más de 1.300 kilómetros en línea recta. Ay si el gato de Schrödinger en vez de muerto estuviera dormido, qué susto llevaría ese vendedor de oro alemán.
Podríamos aplicar también el símil de la herida física a las heridas del espíritu (el ánimo, la mente, la psique, el alma, como mi indulgente lector prefiera). Leo entrevistas donde escritores llorosos explican que sienten la necesidad de conjurar su dolor escribiendo del padre o del hijo muerto. Sí es muy doloroso ver morir a un ser querido, y si escribir de ello les hace bien, adelante pues. Pero tratándose de algo tan íntimo, NO ENTIENDO por qué estos escritores llevan esos textos a la imprenta para venderlos al mejor postor a la vez que añaden que se sienten desgarrados por dentro. ¡Qué triste!
A otro perro con ese hueso. Si quieres que tu mente se estremezca con vivencias fuertes y personales para sacar de dentro tu magnífica vena de escritor magnífico, alístate como mercenario en cualquier guerra, que sigue habiéndolas en las esquinas olvidadas del mundo… Ellas también pueden alistarse, que un arma la empuña cualquier mano.
Hay que ser jeta para vendernos los versos a la muerte del padre. Ni Jorge Manrique vendió sus coplas, ni Franz Kafka comerció con sus sentimientos más personales. Otra cosa será que el escritor se muera años después de su familiar y entre sus papeles o discos duros aparezcan esos escritos personales, y un heredero sin escrúpulos y sin dinero los venda a la imprenta para continuar viviendo de las rentas del padre.
He hablado del maestro cuentista Juan Eduardo Zúñiga. Ha fallecido hace un par de días con 101 años. Nació, pues, en 1919. Según sus biografías autorizadas, su primera obra de narrativa la dio a la imprenta en 1951, cuando tenía 32 años. La segunda, en 1962, cuando había cumplido los 43.
NO ENTIENDO a esos jóvenes, muy bienhablados, que se dan más prisa en publicar con 22 años que en ocuparse en vivir la vida, y pretenden explicarnos a quienes peinamos canas los claroscuros de un mundo que no han tenido tiempo de catar. ¡Ah!, pero son escritores…
¿Qué puede trasladarnos una muchachita bien, que lleva un lustro viviendo su madurez? Claro que existen casos excepcionales, como el de Matthew G. Lewis, que con 19 años nos legó El monje. Pero son excepciones. Y que se dieron en una sociedad donde pronto salían de casa para correr mundo y vivir sinsabores. Ya en el siglo XX, con veintidós años, Carson McCullers nos regaló El corazón es un cazador solitario. Hoy, con escritores que no dejan el nido paterno hasta bien entrados en los treinta, muy próximos a los cuarenta, no me pondré a leer obras de juventud a pesar de que este comunismo-consumismo pretende venderlas como obras de madurez [olé Olmos; con ese artículo se ha consagrado…].
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