Totalitarismo cultural

1 de mayo de 2019

Resumen:
El totalitarismo ha entrado en la cultura. Vivimos una distopía… hemos creado el peor de los mundos que podíamos crear (podemos imaginarlos peores, pero siempre habrá fuerzas que lo dificulten).

Antecedentes:
Quien haya leído 1984, quizá la más famosa novela de distopía, recordará el Ministerio de la Verdad, donde trabaja el protagonista Winston Smith.

En él, sus funcionarios se dedican a falsificar la verdad histórica, alterando o eliminando documentos para que la verdad oficial coincida con las informaciones a que tiene acceso la población, y viceversa.

En el Miniver se reescribe continuamente la historia según convenga en cada momento a los intereses del gobierno (o a las personas que dirigen el gobierno).

Orwell denuncia con su novela (escrita en 1948) el totalitarismo. Ya lo había hecho tres años antes con Rebelión en la granja, fábula en la que los jerarcas manipulan las normas autoimpuestas por la comunidad, aunque en esa ocasión sus acertados dardos iban dirigidos al totalitarismo izquierdoso. No es necesario recordar que el mundo se despertaba en aquellos años de la pesadilla del totalitarismo derechoso. Y es que el totalitarismo es ambidextro (y ladino, y taimado).

Actualidad:
Han pasado setenta años y el género de las distopías ha crecido sobre un puñado de novelas distópicas que todo lector conoce. Lejos de ser ficción, hoy nos toca asumir que vivimos esas distopías en nuestra sociedad.

Alguien, acertadamente pienso, ha puesto nombre al buenismo, una forma de pensamiento vertical que se nos ha colado por una rendija de esta sociedad advertida contra los totalitarismos: hoy, quien se oponga públicamente a las doctrinas que emanan de ese pensamiento buenista, amorfo y voraz, acabará maldecido socialmente.

Las tesis del buenismo son indubitables, aunque sean estúpidas. Porque el buenismo nos ha llegado de la mano de las (estupidizantes) nuevas tecnologías y de la mediocridad que el propio buenismo ha instalado en nuestra sociedad al infantilizarla. Ya no tendemos a la excelencia sino que nos conformamos en la mediocridad; no demandamos excelencia sino que aceptamos la mediocridad normalizada. Por buenismo infantil. Todo el mundo tiene los mismos derechos, lo cual es un ser y no ser muy matizable, porque quien delinque en contra de la sociedad no puede tener los mismos derechos que quien trabaja en pro de la sociedad: el buenismo confunde derechos humanos con derechos civiles.

El mundo literario:
Mi asustado lector se preguntará a qué viene este sermón pseudofilosófico en un blog destinado a mi vida como escritor de cuentos.

Con dos noticias lo explicaré:

· Un colegio veta el cuento ‘Caperucita roja’ por sexista

· Cuando el príncipe se cansa, llora, come chocolate y no rescata a la princesa

El veto a Caperucita ha sido publicado a lo largo y ancho de mi país. La del príncipe nada gallardo es de hoy mismo y no me extrañará que coja vuelo.

En la primera tenemos un grupo de padres buenistas que se suben al carro de la modernidad de género degenerada. Ese grupito de padres, tan bienintencionados como desnortados, pretenden decir a los demás cómo han de educar a sus hijos. Si no lo hacen como les dicen, si se manifiestan en contra de lo que el areópago ha establecido como socialmente correcto, serán señalados con una letra escarlata que hoy no es necesario portar físicamente gracias a la mensajería instantánea.

«Es sorprendente y frustrante que muchas veces a las mujeres no se les pone ni nombre».

Ignoran estos padres descolocados que dejar sin nombre a los personajes es un recurso estilístico propio de un género tan antiguo como el cuento. ¿Cómo se llama el chaval que despierta a la bella que duerme (y a quién le importa su nombre cuando la protagonista es ella)? ¿O el cazador que se enfrenta al lobo que se ha comido a Caperucita y a su abuela? Bella es el nombre de la protagonista, pero Bestia no es un nombre sino una cualidad. ¿Y el nombre del padre de Bella? No me vengan con la versión disneyworldera, que estoy hablando de literatura de verdad.

El buenismo bienintencionado no es bienhaciente. Vivimos sobre una línea temporal y hemos de asumir lo que nuestra sociedad hizo o dejó de hacer en un tiempo anterior. Los buenistas operan como el Miniver orwelliano, eliminando lo que les estorba para establecer la verdad única e incuestionable.

En la segunda es la Asociación Los Glayus (ver también la sexta acepción), una entidad que juega al despiste pues se hacen llamar asociación cuando son empresa, la que se sube al carro buenista para capturar fondos públicos. Y es que los asuntos crematísticos son importantes en esta sociedad incluso para los buenistas, que son buenistas pero no altruistas, y no dudan en utilizar niños para sus alegatos, como muestra la foto que acompaña a la noticia.

También pretenden barrer el corpus histórico-literario porque estorba a sus intereses o pensamiento (me temo que ni ellos mismos sepan definir si lo suyo es política o filosofía).

A mí me queda claro que me venden totalitarismo cultural envuelto en el estampado papel de regalo del buenismo.

Ellos velan por mi salud mental; ellos me dicen qué es sano que lean mis hijos; ellos me quitan las chinitas del camino: me dicen qué no debo leer y cómo debo interpretar las lecturas que condenan (esto me recuerda la táctica de la Iglesia con los evangelios apócrifos). Y nunca consentirán que les cuestione públicamente su credo (a fe que lo viven como una religión). Echarán sobre mí su insulto más manido: ¡Facha! (y por leer Caperucita… ¡roja!).

Pero a los buenistas el suyo, su totalitarismo, siempre les parecerá pertinente, y aborrecerán del totalitarismo de los de enfrente (sabido es que los extremos se aproximan).

Hemos permitido que en nuestra sociedad se infiltrara el Miniver, manipulando los textos y reescribiendo las crónicas: los padres eliminan a Caperucita y los educadores y pedagogos profesionales de Los Glayus muestran sin pudor su desconocimiento del tema que tratan, aunque van de eruditos ante los hijos de los demás (me resulta curioso comprobar cómo gran parte de estos psicoeducadores modernos no suelen tener hijos):

«Si vive con siete personas, ¿por qué Cenicienta tiene que hacerlo todo ella sola en casa?».

No es Cenicienta sino Blancanieves la que vive con siete enanos, que la mantienen en su casa mientras ellos trabajan en la mina, como siempre han hecho los enanos en la cuentística tradicional (pregunten a Tolkien). Cenicienta fue relegada a los fogones por otra mujer, situación mucho más real que el buenismo quizá no esté dispuesto a aceptar.

Supongo que si cae en manos buenistas el texto que da origen a La Bella Durmiente, titulado Sol, Luna y Talía, de Giambattista Basile (1575-1632), lo quemarán en una hoguera sin importarles el valor histórico-cultural de esa pieza. Alcanzaríamos así otra distopía: Fahrenheit 451 (ya nos debe quedar poco).

Todo lo que difiera de la verdad universal que establece el buenismo es polémico; todo lo que cuestione la indubitable verdad del buenismo es problemático. Quien se salga de la cáfila ha de ser estigmatizado y, si persiste, erradicado. Como en 1984, quizá la novela distópica más leída.

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