Gas Ciudad

1 de octubre de 2018

Era de noche, había nevado, y caminaba descalzo derritiendo la nieve con mis pisadas. A cada paso, mis pies formaban un charco de nívea agua caliente.

De pronto, entre los árboles, surgió un gruñón en pijama. El gruñón tenía una larga nariz, roja como una zanahoria cocida, y algunas cerdas pendían de sus fosas nasales. Sus cejas, enmarañadas y crespas, retenían los copos de nieve, que lejos de derretirse, se iban escarchando. Por sus orejas salían al exterior una bolsas de pelo cardado que también atrapaban copos de nieve. Su boca, roja como la lava, escondía unos oscuros dientes amarillentos, como los de un mascador habitual de tabaco.

Sus manos, de nudosos y largos dedos con largas uñas melladas, se abrían y cerraban compulsivamente. Al principio lo confundí con uno de esos muñecos de una feria diseñados para asustar a las parejas juveniles. Pero pronto entendí que trataba de decirme, pero de su boca salían espumarajos de baba transparente y espesa. Me acerqué a él sintiendo el agua tibia bajo mis pies, y al llegar un par de metros de él vi que también estaba descalzo, pero él pisaba árgomas y zarzas secas.

Bajó una mano hacia los amplios bolsillos de su largo guardapolvos, que no era otra cosa que un centón fabricado de festoneados retales multicolores, empatados con gruesas puntadas de tanza.

Cuando estuve a su altura, sacó de un bolsillo interior un pergamino que me entregó bajando la vista y haciéndome una torpe reverencia. Ya en mi cama, pude desenrollar aquella especie de papiro y bajo la luz de la luna llena que se colaba por el tragaluz del bajocubierta donde dormía las semanas en que el boreal azotaba la comarca y plateaba los tejados hasta bien pasado el mediodía.

Menos de un año después, corría noviembre de 2016, acabé de descifrar la tortuosa escritura del gruñón y entendí que el cuento es más bien una alegoría que lleva implícita una doble crítica social: la indolencia de la cáfila con lo que está ocurriendo en el mundo real y la pérdida de la esperanza de asistir a una intervención acertada.

Viendo que esto se nos desmorona, pensé en el advenimiento de un Mulo (trilogía de la Fundación). Pero rememorando mi aventura con el gruñón comprendí que ya se pasó el tiempo de líderes de corazón firme, y que tampoco existe en el mundo capacidad para engendrarlos. Quizá se avecine una Segunda Edad Oscura. Ya ocurrió durante la Edad Media, y sabido es que la historia se… la repetimos.

No he vuelto a saber más del gruñón.

Gas Ciudad   
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Gas Ciudad
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(cuento – 1.700 palabras ≈ 7 minutos)

El hombre abrió la espita y el gas comenzó a fluir, dispersándose y llenando el espacio donde vivía aquella población. Quizá la abrió por descuido, quizá por ignorancia, pero en ambos casos deberá ser juzgado por los daños causados. Si lo hizo con total conocimiento, sabiendo y previendo sus consecuencias, cabrá fusilarlo. Pero lo cierto es que la abrió porque pudo y porque tenía el poder para hacerlo.

Era de noche, una noche oscura y desabrida en que la pertinaz llovizna –tan fina como una imagen proyectada sobre una pantalla– tiznaba todo de humedad, empapando hasta los pensamientos más recónditos. El hombre se alzó los cuellos de su lujosa gabardina y se los ajustó a fin de no sentir las finísimas moléculas de agua que llenaban todo el ambiente. No dudó ni un instante en realizar su cometido premeditado, nocturno y alevoso. Su ritual fue ejecutado con mecánica armonía, con la seguridad que otorga haber perpetrado cien veces la misma ominosa iniquidad.

El gas comenzó a manar empapando el ambiente con un tóxico inodoro e invisible. La población, de forma totalmente inadvertida, estuvo inhalando aquella ponzoña durante tiempo suficiente como para que su daño se volviera irreversible, sin sospechar el final que les aguardaba. La esencia de aquel mal se volvía indetectable porque sus perniciosos efectos –sedantes y adormecedores– proporcionaban a los individuos una pátina de felicidad, la felicidad de la conformidad.

La población continuó viendo el fútbol por la tele, y los realities y los magacines. Como locutores y presentadores eran sujetos que inhalaban aquel gas, nadie pudo advertir cambios: Se generó una rueda donde se confundían causas y efectos; pasado un tiempo la rueda a su vez generó una espiral que viraba indefectiblemente hacia la debacle colectiva.

Sí hubo quienes notaron que aquel círculo agobiante había comenzado a girar hacia dentro, estrechando su cerco cada vez más, poco a poco pero inexorablemente, convirtiendo su vórtice en un sumidero del que, pasado un tiempo, sería imposible escapar. Hubo quienes trataron de denunciarlo públicamente. Nadie les hizo caso y los tildaron de agoreros y apocalípticos, de conspiranoicos obsesionados con un enemigo cuya existencia no era posible probar. Separadamente, los datos recabados por este grupo podían ser objeto de diferentes lecturas; y en su conjunto, adujeron los partidarios de la calma, no eran más que una serie de casualidades, irrelevantes para establecer una causalidad. Y es que la magnitud de lo que se denunciaba lograba que la verdad apareciera tan irreal como la visión de un kraken en una brumosa mañana de gaupasa en la playa. ¿Intoxicar a toda la población? Quiá, hombre…

Pronto algunos de los que habían denunciado los cambios detectados fueron engullidos por el sopor general y sólo ciertas elites intelectuales, culturales y educativas lograron mantenerse alerta. Pero únicamente podían evitar inhalaciones voluntarias, porque la toxicidad lo impregnaba todo a su alrededor y en la práctica era imposible evitar ser contaminado aunque fuera sólo en ínfimo grado: a veces se descubrían a sí mismos presentando los síntomas del mal. Estas elites trataron de crear un antídoto. Hubo quienes intentaron concienciar a la población de la situación, de que habían dejado de ser dueños libres de su vida, con la intención de azuzar a las masas contra el gas o al menos contra su propelente. Todo fue en vano. No existía tal antídoto, ni siquiera para ellos. Y la población, narcotizada y feliz, cada vez más obtusa, cada día con mayor ahínco, alimentaba el maligno germen que estaba haciéndose fuerte en lo más profundo de cada ser. La única solución que encontraron quienes pretendieron luchar contra la asfixia y la estrangulación lenta y paulatina a que les abocaba el omnipresente y omnímodo gas, fue una vigilancia activa sobre sus propios actos.

Aún así, pasado un tiempo algunos miembros de las elites intelectuales comenzaron a sucumbir. Se dio el caso de uno, llamado Paco Pobre, que se dedicaba a los centones con relativo éxito económico. A pesar de que el gas le volvió inútil mental logró mantener su estrado dado el contexto de complacencia en que se había sumido la población. Cuando sus compañeros de oficio trataron de salvarle constataron el grado de irreversibilidad en que postraba la enfermedad a aquellos que caían.

La población infantil fue la que más rápidamente sufrió el contagio. Con la intención de salvarles de la hecatombe general algunas elites bienintencionadas idearon unas máquinas infernales ante las que eran castigados a pasar horas de reinserción. Pero en aquellas jornadas aciagas todo era susceptible de mutar: las buenas intenciones trocaron en hábitos perniciosos. Las máquinas eran indoloras pero provocaban adicción, por lo que los propios inocentes se convirtieron en mártires con la aquiescencia de sus padres.

Transcurridos unos pocos años, hablando en la escala de una sociedad civil, el mal llegó a las universidades: catedráticos, decanos y rectores se vieron afectados. Un altísimo porcentaje de los licenciados y diplomados que anualmente excretaban las universidades eran portadores de la enfermedad, por lo que al llegar a sus puestos de trabajo, dispersos entre los diferentes asentamientos de población, propagaron el germen por las metrópolis. El colectivo del profesorado de primaria y secundaria, dadas las exiguas exigencias que sus titulaciones requerían, fue el primero en caer y en extender la plaga por la base de la pirámide de edad, y el contagio del alumnado fue invasivo, eficaz y vertiginoso. Pronto esos niños se convertirían en adultos contaminados que a su vez tendrían hijos que irían a las escuelas donde serían atendidos por profesionales que habían sido manufacturados por el sistema sin exigencia ninguna de un nivel mínimo de calidad para impartir educación y enseñar a pensar. Ya en una época oscura se acuñó la frase comparativa “más vago que un profesor de instituto” mientras el círculo seguía estrechándose. La población pronto sería incapaz de defenderse y los propietarios del gas, todo hacía pensar que a salvo de sus perniciosos efectos, se harían con el control total de la riqueza.

La toxina contagió vertiginosamente a otras elites nada intelectuales: legisladores, políticos, jueces, agentes de policía y periodistas sucumbieron casi al unísono, deteriorándose la fibra social que había estado manteniendo la cohesión y la cordura en aquella población. Un exiguo puñado de profesionales permanecieron inmunes a los efectos devastadores de la pandemia; tras una atenta observación de cuando acontecía a su alrededor estos elegidos comprendieron que cualquier plan de choque estaba condenado irremisiblemente al fracaso, y en consecuencia se abandonaron al general estado de dejar pasar, dejar hacer: corrupción, demagogia, despotismo, clientelismo, nepotismo… La desfachatez e impunidad con que obraban estas elites para nada intelectuales aceleró el advenimiento del primer momento crítico —la temida irreversibilidad, la superación del punto de no retorno— estaba a la vuelta del calendario.

Ya todo parecía perdido. La virulencia de la propagación en tan poquísimos años hizo que nadie encontrara el modo de cómo atajar ni el mal ni su transmisión, y desvertebró aquella otrora rutilante sociedad. El porcentaje de población contaminado por aquel indetectable gas fue tan alto que aquellos zombis se reconocían entre ellos y repudiaban a quienes criticaban la interna combustión que consumía sus cerebros y que inutilizaba sus conexiones neuronales. La propia naturaleza del gas conseguía que a nadie le importaran los efectos de su inhalación en su propio organismo, y las masas se abandonaron a su destino. Eran felices en su despreocupación y vivían materialmente, con la vista puesta –como muy largo plazo– en el siguiente fin de semana.

Quedaba en algunos la ilusión de organizar una resistencia. Dados los millones de ciudadanos que componían aquella población, un uno por ciento del total todavía era una cifra respetable, pero estaban dispersos, diseminados por el mapa, y la mayor parte de ellos carecía del convencimiento de que formar un grupo fuera una solución. Quizá porque comprobaban a diario que comités y órganos colegiados no sólo eran inútiles ante la desesperanzadora situación sino que la certificaban.

Como en todo lo concerniente al género humano, hubo zonas grises y tierras de nadie durante todo el tiempo que duró el azote de la pandemia. En estos reductos proliferaron trepas que, aunque contaminados, trataron de hacerse pasar por miembros de las elites intelectuales y culturales. El resultado fue el que era de prever: ruido sin nueces. Iniciaban una y otra vez acciones que, decían, encaminaban a la concienciación de las masas, a la lucha contra el sistema que se había impuesto… Surgió la secta de los buenistas, pero dado su estado previo de contaminación no atinaban más que a dar palos de ciego, y pasado un tiempo ellos mismos se abandonaban con bríos redoblados a los efectos estupidizantes del gas: la sensación irreal de haber alcanzado la felicidad hacía que la población desoyera cualquier arenga que solicitara de ella un esfuerzo discrecional.

El gas parecía no tener fin, aunque lo cierto es que debía ser repuesto. La plaga precisaba de mantenimiento y nuevos camiones volquete llegaron en masa para surtir los depósitos de aquellas barras que al contacto con el aire comprimido se convertían en el gas maligno.

Aquella última noche sin luna, fría y lloviznosa, una pertinaz muralla de aguanieve se desprendía perezosamente del cielo impregnando el aire de una humedad resbalosa y agónica. Un observador de aquella elite cada vez más diezmada que aún lograba mantenerse sobre aviso, fue testigo del llenado del silo. Quería amanecer cuando los camiones regresaron a la base habiendo vaciado su contenido letal. Bajó de la loma desde la que había estado vigilando la operación, realizada con el amparo de la noche pero ejecutada con total impunidad y desprecio por la honradez y la ética, y se acercó a la valla de las blindadas bodegas que tanto mal habían causado. Un recibo o un albarán había caído y sin que a nadie le importara lo más mínimo fue pisado por las rodadas de aquellos remolques enormes. Sin esconderse, porque nadie vigilaba los entornos, tan seguros estaban de su victoria los administradores del gas, se agachó para recoger el papel. No lo leyó porque conocía el contenido: Gas Mediocridad.

Aquel trozo de papel hubiera servido de prueba años atrás, en la época de los primeros conspiranoicos, pero en aquella última noche a nadie podía mostrárselo porque a nadie le importaba.

Losange Sable

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