En uno de mis paseos nocturnos junto a la orilla del río, y así evito a las personas que van atadas tras un perro que hace lo que le viene en gana, me paré a contemplar los chapuzones de las truchas que saltan a cazar algún insecto atrevido que sobrevuela la lámina de agua.
No vi ninguna, pero escuchar las escuchaba. Y es que si apuntaba con mi linterna siempre saltaban a derecha o izquierda, río arriba o río abajo. Pero el discurrir del agua siempre relaja la mente y también, por qué no, los músculos, conectados a la mente por los nervios (bien lo sabían los constructores de la Alhambra).
Como era verano, y a pesar de la fresca, me senté en uno de los bancos del paseo. En realidad, sabedor del rocío veraniego nocturno, llevaba prendas de abrigo. A algún irresponsable municipal debió parecerle bonito colocar una papelera junto a cada banco, cuando lo ideal sería colocar una papelara equidistante entre dos bancos. Pero quien piensa no manda y quien manda no piensa.
Pero esta vez, la estulticia municipal me tenía reservada una sorpresa. Se levantó un vientecillo y de la papelera que tenía a mi derecha, que estaba hasta arriba, se volaron unas hojas. Atrapé una al vuelo y vi que era un cuento. Me levanté a por la otra y a punto estuvo de caer al río. Pero aquí la tenéis. Y es que empiezo a pensar que vivo entre vecinos dados a la narrativa breve. O eso o que mis desvelos por habituar a la lectura a los jóvenes estudiantes está comenzando a dar sus frutos.
Éste es el clásico cuento en que hasta el final no sabes de qué te están hablando y vas haciendo tus cábalas (si lo adivinas a mitad de la historia, date un punto). Tenía fecha de julio de 2013. Y no sé por qué lo tiraron a la papelera. Igual tenían una versión posterior para el concurso del instituto. O vete tú a saber.
Muerde y acaba | |
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Muerde y acaba
*(cuento – 1.016 palabras ≈ 5 minutos)
Permanecía recluido en un habitáculo reducido. No tenía comodidad pero tampoco sentía agobio. Estaba dentro de un ascensor, pero era incapaz de decir si subía o bajaba, aunque el sentido común le decía que ascendían. Junto a él iban tres personas próximas, de su total confianza. Aún quedaba espacio para una quinta persona en aquel receptáculo de paneles maltratados.
El viaje al piso superior se le hizo largo, como ocurre cuando se vive segundo a segundo, como los últimos instantes de la existencia. La intensidad del momento se fundía con un ambiente hosco.
Tras detenerse el camarín del elevador se abrieron las puertas. Él iba delante, con la mirada baja, tensa, intensa. Levantó la cara y los vio afuera. Un nutrido grupo que le acompañarían hasta el fin del mundo, aunque nunca está uno seguro del alma de los demás.
Le aguardaban con la faz expectante. Quizá eran rostros serios pretendiendo aparentar jovialidad, quizá fueran caras distendidas tratando de aparentar gravedad. Salió de la angosta cámara que le ahogaba con dos largas zancadas. Le saludaron y le palmearon infundiéndole ánimos. Se encontraba en una sala pequeña, sin amueblar, con ventanales a la derecha a través de los cuales no se veía nada; la oscuridad era absoluta fuera de aquel lugar y el tiempo se había detenido en el exterior. Por contra, aquella antecámara recibía una luz indirecta, incluso hasta cálida, que lo llenaba todo sin dejar entrever detalles ni paredes.
Atravesó entre aquellas gentes que se apartaron a su paso como las aguas del mar mosaico ante el héroe bíblico para quedar frente a la puerta, a escasos pasos de ella. Sentía más que oía los latidos de su corazón; las palpitaciones llenaban sus oídos. Inspiró profundamente…
Oyó a alguien decir “Es la hora”, y el viejito abrió aquella puerta de hoja corredera, echándose luego a un lado e invitándole a entrar en el siguiente espacio.
Miró al frente, y elevando su pecho con profunda inspiración avanzó resuelto. Una sonrisa sardónica le pintó en la boca cuando se paró en el umbral. Tras él, el viejo, el mago y el estratega cubrían sus espaldas.
La siguiente estancia era mucho más grande… era inmensa comparada con las dos últimas. Miró a lo lejos, desafiante, pero no pudo enfocar su mirada. Aún así alcanzó a ver en el centro de aquel ciclópeo recinto un diminuto espacio iluminado desde arriba, como una caja suspendida en el espacio.
Allá abajo un número ingente de almas aguardaban por él. Un foco brilló e iluminó su faz, y antes de que la multitud empezara a rugir ya había comenzado a descender por aquellos escalones regulares, de ancha huella, cada uno igual al anterior y exactamente igual al siguiente.
Su vista permanecía fija en aquel cadalso cenitalmente iluminado donde se le iba a juzgar. Se tomó su tiempo para terminar el descenso por aquella serie infinita de peldaños. A fin de cuentas nada comenzaría sin él. Podían esperar… Querían esperar… Necesitaban esperar y esperarían. Les iba a hacer esperar, y lo harían toda la eternidad si fuera preciso porque llevaban mucho tiempo aguardando este momento que gozaban en éxtasis.
Avanzó entre la vocinglera multitud sin oír nada. Sabía que la muchedumbre, en su delirio, bramaba su nombre, muchos insultándole y profiriendo burlas hacia él, pero no les daba mente. Los oía pero no les escuchaba. El sudor perlaba su frente y sintió necesidad de inspirar profundamente varias veces consecutivas. De pronto, cuando le quedaba escaso trecho para alcanzar la potente luz que alumbraba aquella caja central, sintió necesidad de echar a correr. Y lo hizo.
Corrió hacia ella. Se aupó a la tarima sin esfuerzo aparente y entró en aquella esfera de luz cálida que llevaba aguardándole desde el origen de los tiempos. El momento había llegado y nada ni nadie podría impedirlo.
Entonces sí escuchó el clamor ensordecedor. Al trote llegaron los demás, con el viejecito rezagado y resollando. Aquel hombrecito se encaramó con dificultad a la plataforma y entró en la esfera de luz con él. Sin saber por qué y sin haberlo hablado se abrazaron e intercambiaron la tensión de sus olores. En unos minutos quedaría solo. Olió las sogas que aguardaban a morder su carne desde la noche anterior.
De lo demás no recordaría mucho, si llegaba a recordar algo, porque el momento huía veloz hacia el siguiente. Su mente ya pertenecía al incierto futuro que se cernía sobre él. Se realizó un ceremonial al que no era ajeno. Olisqueó el aire y le llegaron densos aromas que no le eran extraños. Y supo que ya había estado allí con anterioridad viviendo este mismo momento hacía tanto tiempo que ahora no podía recordar. Sólo sabía que lo estuvo esperando con anhelo.
Le despojaron de su vestimenta, pero no sintió frío sino una liberación. Sudaba por todos sus poros y el corazón se le aceleró una vez más. En breve quedaría él solo, y lo deseaba con vehemencia… Ansiaba quedarse solo cuanto antes y el ritual que por fin concluía sólo lograba retrasar la agonía del momento.
Pero aún quedaba otro breve rito ceremonial; el más intenso. Sonrió y miró a lo más profundo de los ojos del ser que se le acercó desde el otro extremo de la bóveda luminosa. Se le acercó tanto que pudo percibir el olor de su sudor, sentir el aire que exhalaba y el calor que emanaba su transpiración. Ése ser le iba a juzgar, y quiso percibir en lo más recóndito de sus pupilas cierta vacilación, y en las aletas de su nariz cierto asomo de duda. Sintió ganas de provocar con una risotada estentórea, porque por fin el momento había llegado, pero logrando controlarse se limitó a sonreír mostrando su fiera dentadura y la ferocidad de su mirada.
Reculó unos metros y volvió su cara hacia el viejito que le introdujo entre los dientes aquello que necesitaba al paso que bufó junto a su oído: “Muerde y acaba”.
Seguidamente regresó al centro del entarimado y escuchó —nítida— la voz. El combate comenzó y en ese momento se liberaron los instintos del campeón.
Losange Sable
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