Sabedores de que me gusta recopilar cuentos apócrifos, los amigos me pasan los que encuentran, generalmente en bibliotecas, rimeros, desvanes, arcones y lugares similares. Éste no tiene más historia que haberlo recibido por email de una amiga en septiembre de 2016 diciéndome que se lo había enviado un amigo, al que yo no conocía, con una nota que decía que se lo había pasado el cuñado de un amigo del dueño de una librería de viejo.
Son dos páginas escritas a renglón seguido. Con una extensión tan breve la vista del lector no tiene tiempo de cansar y ello permite presentar la acción en un único bloque que se lee de corrido.
La mano derecha | |
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La mano derecha
*(cuento – 1.120 palabras ≈ 5 minutos)
Esta es la historia de un hombre que tenía dos manos. Una mano derecha y una mano izquierda. Con ambas mantenía una relación cordial, pero con el paso del tiempo fue cogiendo más afición a su mano derecha. La mano izquierda no dijo nada, y aceptó su papel de secundaria. El tiempo siguió pasando y el uso continuado hizo que la mano derecha se convirtiera en imprescindible para él. No había nada que no hiciera con la mano derecha. Y la mano izquierda aceptó su papel de comparsa. Tan sólo era útil para tareas donde la mano derecha no podía valerse sola. Esta situación hizo que el hombre dependiera cada vez más de la mano derecha y pasado un tiempo intimaron. La mano derecha le lavaba, le rascaba y acariciaba, le peinaba y afeitaba, le arreglaba con mimo la ropa, y también le alimentaba. La mano izquierda se limitó durante todo este tiempo a mantenerse en su sitio sin decir nada y sin darse a valer. Cuando el hombre caminaba la mano izquierda compensaba el equilibrio en su deambular; cuando el hombre montaba en bicicleta la mano izquierda sujetaba el manillar para que el hombre no cayera; cuando el hombre fregaba los platos la mano izquierda era la que se zambullía en el agua sucia en busca de los cubiertos a fregar. Y nunca protestó. La mano derecha comenzó a tener derechos sobre la mano izquierda, y ocurrió que cuando el hombre estaba triste era la mano derecha quien le consolaba. Una noche mientras el hombre dormía la mano derecha se despertó y comenzó a palpar a su alrededor. Reconoció las sábanas, luego la almohada, y la colcha también; tras varios minutos, aburrida, se atrevió a internarse en la mesita de noche. Reconoció el despertador, un libro que el hombre había estado leyendo antes de dormirse, y un vaso con agua que el hombre dejaba allí diariamente para tener a mano por si acaso despertaba en mitad de la noche con sed. Mientras esto ocurría el hombre seguía dormido, y la mano continuó explorando por la mesita abajo. Reconoció el pomo del primer cajón y tiró silenciosamente de él, aunque no podía abrirlo por completo sin que el hombre se despertara. Pero como el cajón se había abierto lo suficiente la mano derecha se introdujo en él por el resquicio que había conseguido abrir. Reconoció en el cajón una baraja de cartas que el hombre utilizaba de vez en cuando —si no tenía ganas de leer— para jugar algunos solitarios antes de dormirse; reconoció también un lápiz y un bloc de notas en el que el hombre escribía muchas noches relatos que luego repartía y gustaban entre sus convecinos. Algunas veces el hombre se despertaba en medio de la noche y apuntaba sus sueños; luego, liberado de su carga, volvía a dormirse tranquilo. Por las mañanas repasaba esas notas y de ellas habían salido multitud de relatos fantásticos, que eran los más celebrados por la comunidad en la que el hombre vivía. Tras la exploración de este cajón la mano derecha lo cerró quedamente y bajó un escalón en busca del segundo cajón. Allí no había más que tres o cuatro libros que estaban por leer, a medio leer o quizá leídos. A la mano no le interesaron mucho aquellos mamotretos y cerró con cuidado de no hacer ruido este segundo cajón. Tediosa en su limitado peregrinar la mano derecha se aventuró en busca del tercer cajón, en el que había varios objetos largamente olvidados. Encontró una cartera vacía, un abrecartas roto, unos mitones raídos, un medicamento caducado y un cuchillo. La mano derecha tanteó su filo y comprobó que cortaba. Y como le gustara jugar con este utensilio lo sacó del último cajón sin ocuparse en cerrarlo. La mano derecha empuñó el cuchillo como si de un arma se tratara y como quien juega y sin darle importancia descargó un golpe en el colchón sin que el hombre despertara. Satisfecha, o quizá insatisfecha, se elevó tomando altura y descendió violentamente asestando un terrible golpe en el pecho del hombre que dormía. Quiso el destino que penetrara cerca del esternón rompiendo en su mortal camino alguna costilla y pasando a un dedo del corazón del hombre, que se incorporó con un estertor. Mientras permanecía dolorido, desconcertado, la mano tiró hacia abajo del afilado puñal en que había convertido aquella herramienta y abrió en canal el abdomen del hombre, a quien en aquel momento le abandonaron las fuerzas siquiera para bramar. El lacerante dolor le había despertado por completo y ahora contemplaba su vientre abierto y cómo las vísceras se le iban resbalando fuera del cuerpo. El hombre interrogó a la mano derecha queriendo saber por qué lo había hecho. La mano derecha había arrojado el cuchillo al suelo, lejos de sí, y mientras se limpiaba los restos de sangre en las sábanas le quiso hacer ver al hombre que ella no había sido. Que alguien había entrado en la habitación y le había apuñalado, que ella también dormía y que no recordaba nada porque se había despertado sobresaltada, pero que si el hombre la hubiera despertado a tiempo ella habría impedido que el asesino le apuñalara. Entonces el hombre, lastimeramente, comenzó a decirle a su mano derecha: “¡Ah insensata! Yo que te hice mi favorita de entre todas las partes de mi cuerpo y te di ventajas sobre ellas, ¿por qué me apuñalas mientras confiaba en ti? ¿No ves que matándome a mí tú también pierdes? Antes de hacer lo que te vino en gana debías haber recordado los buenos ratos que pasamos juntos. Tú me acariciabas y a mí me placían tus mimos; tú has escrito mis mejores historias y al repasarlas en mutua compañía disfrutamos corrigiéndolas juntos; hemos comido juntos y me has llevado el alimento a la boca, alimento que a ti también te fortalecía. Hemos viajado juntos y hemos compartido espléndidas y oscuras habitaciones juntos; hemos disfrutado juntos de la buena música, la que más nos gustaba, y tú llevabas el compás y yo me complacía viendo tus gráciles evoluciones. Ahora ya no será posible nada de esto. No podremos seguir juntos porque si vivo tendré que arrancarte de mi lado ya que no podré fiarme nunca más de ti. ¡Ah!, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué tenías que traicionarme y asestarme esta funesta puñalada?”. Mientras esto decía el hombre su mano izquierda trataba de recoger las vísceras introduciéndolas en su cavidad natural, y conminó al hombre para que pusiera toda su voluntad en la tarea, ofreciéndose para coserle amorosamente a fin de que pudiera vivir. Pero el hombre, hastiado de tanta traición en este perro mundo, decidió tumbarse en la cama y dejarse morir.
Losange Sable
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