Traigo hoy otro cuento extraído de la web de Mospintoles. Lo subí en abril de 2012.
Relata con ironía la afición patria al cotilleo y su refinamiento: el cotilleo soterrado. Pero cuenta también el espinoso problema de la soledad en la pareja, y retrata perfectamente cómo la mujer asume iniciativas, dejando de ser un florero pasivo. La resolución del problema humano que se plantea hará saltar de la silla a los carpetovetónicos y rancios meapilas.
Como tumbas | |
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Como tumbas
*(cuento – 2.027 palabras ≈ 9 minutos)
La tarde había sido larga. Sentados en la terracita con mamparas de aquel tranquilo bar, un hombre animaba al corrillo de amigos con su historia.
—Antes debo deciros que me pidió que no lo contara a nadie, así que debéis ser como tumbas; lo que os voy a contar no puede salir de aquí. Aquellas dos señoras hablaban con total franqueza mientras tomaban su té (un té pakistaní, recuerdo haberles servido) y lo hacían con la tranquilidad de quienes se hacen mutuas confidencias en la confianza de que las revelaciones hechas en concilio tan reducido no serán desveladas. Pero ellas ignoraban que él estaba sentado en un taburete bajo, al otro lado de la barra, para descansar del dolor de sus pies. Llevaba días con dolor de pies, y ya sabéis que el trabajo de camarero no ayuda precisamente a descansarlos. Por lo visto su mujer, que ya sabéis que es pedicura, le tiene que desenterrar las uñas de los dedos gordos una vez al mes porque le crecen mal. Y ya le tocaba, pero no habían tenido tiempo, haciendo bueno aquel dicho del cuchillo en casa del herrero, y el hombre estaba hoy que rabiaba.
El relator hizo un alto en su narración y tomó un sorbito de su consumición. Luego, con cierta parsimonia, prosiguió.
—Ya sabéis lo amplia que es aquella cafetería, y que siempre estamos algún camarero de más para atender a la clientela con holgura. El dueño paga bien y puntual, y nos trata hasta con cariño… No es un empleo de los que se pueden perder… Al menos hasta que se encuentre otro mejor —aquel hombre pareció ensoñarse, pero al pronto reanudó su relato—. Como a primera hora de la tarde había poca clientela, se sentó como os digo tras aquel mostrador del fondo, de forma que nadie pudiera verle, y se sacó los zapatos y los calcetines, y estiró los dedos de los pies y las pantorrillas. Le había visto hacerlo otras veces y le dije, como siempre, que descansara, que yo le avisaría si entraba más clientela. Por lo visto, allí, en silencio, escuchaba perfectamente y sin esfuerzo alguno, la conversación de aquellas dos señoras que creían estar a solas en aquel apartado rinconcito del local.
—No me engaño, Lupe, cariño. La historia me la ha contado ella misma. Está hecha un lío. Y ahora no sabe qué hacer.
—No sabía que teníais tanta amistad como para haceros esas confesiones —me dijo que desde su impremeditado escondite le pareció notar cierto pique en la voz de esta segunda dama.
—No cariño. No tenemos tanta amistad como la que podemos tener nosotras dos. Pero ya sabes que hay ocasiones en las que una necesita desahogarse, y lo hacemos con quien tenemos más a mano siempre que nos inspire confianza. Sincerarse es siempre un momento de debilidad.
—¿Pero te contó cómo empezó todo?
—Te lo cuento, pero me has de prometer que serás una tumba. Esto no puede salir de aquí, porque ella me pidió que no se lo contara a nadie. Todo empezó por la impotencia del marido. Es algo mayor que ella. Trabaja no sé muy bien donde, pero sé que es un sitio de postín del centro —y al decir esto las dos señoras bajaron la voz, pero como la cafetería estaba en silencio a esa primera hora de la tarde, él siguió escuchando perfectamente lo que allí se decían.
—¿Y tú sabes quién es? —preguntó la Lupe recuperando el despreocupado tono de voz.
—¡Uy!, no le conozco. Sé que además de la impotencia tiene fatigados los pies. Y eso que ella es… ¿cómo se llaman ahora las callistas?
—Pues no sé… callistas supongo. ¿Por qué?
—Porque ahora a todo le ponen un nombre rimbombante.
—¿A qué te refieres?
—¡Uy, hija! Que no te enteras. Mira un ejemplo: la semana pasada el Ayuntamiento ha sacado unas plazas de peón, pero las llaman de operario de servicios múltiples. A eso me refiero.
—Pues una callista será ahora… técnica en tratamiento de podopatías. Pero sigue…
—Ella es de un temperamento ardoroso, no hay más que verla, pero llevaba la agonía de su ardor en silencio, resignada, aguantando tener sólo medio hombre en casa.
—Es lo que suele pasar cuando la diferencia de edad es tanta. ¿Qué tendrá ella ahora? Cuarenta y tantos, no muchos más…
—Por ahí… Y él quizá tenga cincuenta y tantos… Sí, diez años sí la llevará, por lo que me ha dicho, si no alguno más.
—Como ya habréis imaginado, él llevaba un rato sin querer perderse detalle de la cháchara, pues se había reconocido en la conversación de aquellas dos señoras.
—Pero macho, ¿es impotente?
—No del todo.
—¿Cómo que no del todo? O se es o no se es…
—Según lo que me ha dicho él mismo, lo que le pasa es que ha ido perdiendo el apetito sexual.
—Joder, macho, eso es lo mismo, no me jodas…
—¿Y cómo se puede perder el apetito carnal con una mujer como la que tiene? Que no se la merece… —apostilló otro de los contertulios.
—Fuera como fuera que lo perdiera, él ya estaba en ascuas, porque quedaba claro que hablaban de él y de su mujer. Coincidían demasiados datos como para seguir sordo —cortó el hombre.
—Oye, lo del temperamento fogoso de su mujer… Bien lo oculta, porque yo no he notado nada.
—Me da que a partir de ahora va a haber mucho buitre rondando por la pedicura…
—Que se me hace tarde. ¿Sigo contando o vais a montaros la película por vuestra cuenta? —apremió nuestro improvisado cronista.
—Sigue, sigue —respondieron a coro los allí reunidos.
—Aquellas dos señoras, sesentonas de largo, y muy bien vestidas, aunque algo paletas de ciudad, siguieron en sus confidencias:
—Parece ser que ella un día le comentó a una amiga su situación. Le explicó que quería a su marido, pero que no se aguantaba más. Que estaba pensando en coger la maleta y marcharse de casa. Y la amiga le dio tal consejo que ahora dice que a lo mejor no supo entenderlo.
—¿Y qué consejo le dio?
—Por lo visto le dijo que si quería a su marido, y no quería separarse de él, debía encontrar alguna distracción.
—Mujer, ¿cómo va a separarse de su marido? ¿No tienen tres hijos?
—Pero ya son mayorcitos… Por lo visto lo que quiso decirle es que si quería a su marido, lo mejor que hacía era buscarse un refresco con el que distraerse. El apenas la hace caso, todo el día trabajando, y cuando llega a casa se queda dormido viendo la tele. Luego por las mañanas se ha buscado un chollito y arregla televisiones de las de antes, de esas que no son planas. Compra cacharros viejos con los que arregla otros que todavía pueden tener uso, y los revende.
—Vamos, que el hombre es apañadito.
—Sí, para todo menos para eso. Todo debe ser para no estar en casa con ella, porque el hombre debe sentirse mal junto a su mujer sabiendo que no puede consolarla. Aunque me ha dicho que en casa sigue igual de cariñoso.
—¿Y los fines de semana?
—¡Uy!, los que no trabaja se va con el equipo de fútbol adonde toque. Siempre con la peña del equipo a todas partes. Y si el partido es aquí, desde por la mañana está organizando la fanfarria.
—El caso es evitar estar en casa. ¡Ay!, que bien sé de qué hablas…
—El caso es que ella se buscó una distracción. “No abuses”, le había dicho con sorna la amiga, “porque lo mismo acabas separándote de tu marido por un exceso de afición”.
—No parece mal consejo: aprovechar el cariño del marido y el ardor del amante.
—Ella comenzó a darle vueltas al tipo de distracción que debía buscarse y finalmente encontró un candidato con quien entretenerse.
—A estas alturas él ya estaba que se comía las uñas de los pies. Se las hubiera desenterrado él solito allí mismo… Yo le veía inquieto, nervioso, pero no tenía tiempo de entretenerme porque andaba entrando y saliendo de la barra atendiendo a los clientes de su sector y del mío.
—¿Pero tuvo él la serenidad de contarte todo esto? —quiso saber uno de los reunidos.
—Serenidad tuvo poca. Al final le dio un ataque de ansiedad, y rompió a llorar en el almacén. Don Octavio, que había llegado, me dijo que me quedara con él y no le dejara solo, y fue cuando entre sollozos me contó lo que había oído.
—¿Pero qué fue exactamente lo que escuchó?
—Pues los dos vejestorios siguieron con sus confesiones, confiadas en que nadie escuchaba su conversación:
—Pensó en un buen amigo de la familia. Le atraía de cierta forma, y además tenía muy buena presencia. Lo eligió para hacerle la proposición porque es hombre casado y responsable. Pensó que la escucharía y que no se encapricharía de ella si las cosas llegaban a mayores. Y que, accediera o no, sería un tumba ante semejante proposición.
—¿Y se lo propuso así sin más?
—Mujer, así sin más no sé. Supongo que lo estuvo preparando. Él es cliente habitual, y un día que estaban solos le abordó y se lo propuso.
—¿Y el hombre qué dijo?
—Pues la dijo sentirse halagado, y que él también sentía cierta… inclinación hacia ella, pero que no veía la cosa muy clara.
—¿Y qué es lo que él veía?
—Me ha contado la conversación con tanta emoción que la recuerdo perfectamente.
—Cuenta, cuenta…
—Pues le dijo:
—No creo que esa sea una solución para tus males a largo plazo. ¿Has tratado de hablar con él?
—Sí…, pero no quiere hablar de ello.
—Es normal. Sentirá que te está fallando.
—Pero llevamos así tres años.
—¿Y por qué has pensado en mí?
—Porque eres amigo de mi marido.
—Pues si que es una forma particular de entender la amistad.
—Yo sé que nos aprecias a ambos. Eres buen amigo de la familia. Y sabes que nuestros hijos sufrirán con una separación.
—Es cierto… pero no entiendo porqué yo precisamente…
—Alguien ha de apagarme esta desazón que tengo. No te pido que sea algo asiduo, sino de vez en cuando. Yo no me iría a la cama con cualquiera, tú me atraes bastante, y me gustas. Y sé que yo a ti no te dejo indiferente. Te he visto mirarme por los espejos.
—Eso es cierto… No estás nada mal. Eres muy atractiva.
—Además, él sufriría mucho si le abandonara, y tú como buen amigo no debes consentir que sufra. No tienes más remedio que aceptar. De lo contrario acabaremos separándonos porque yo no aguanto más. Debo encontrar alguien que no vaya por ahí contando estas intimidades, y tú eres la persona ideal.
—Puede que sea cierto… ¿Y cómo quieres que empecemos? Lo nuestro no puede ser una transacción fría y calculada.
—Y hasta aquí puedo leer, como decían en aquel concurso de la tele.
—¿¡Cómo!? ¿Y no vas a decirnos más?
—Es que no puedo —quien relataba se hizo de rogar.
—Venga, hombre, ninguno vamos a ir contando nada.
—Que no puedo porque no sé nada más.
—¿Pero no habías dicho que él te lo contó todo?
—Esto es todo lo que me ha contado —afirmó el hombre.
—Pero ¿se han acostado o no lo han hecho todavía?
—Es que él no lo sabe porque no pudo escuchar el final de la conversación. Don Octavio llegó en ese momento y yo le llamé aprisa para que no le pillara allí escondido y descalzo. Cuando las dos señoras me vieron llegar cambiaron de conversación. Él quedó hecho un flan, luego le entró una llantina y se metió en el almacén.
—¿Y don Octavio qué dijo? —apremió uno de los tertulianos.
—No sabe lo que había pasado. Ya os he dicho que él me lo contó todo cuando estuvimos a solas en el almacén. Para cuando se calmó un poco terminaba mi turno y me he ido.
—Lo mismo se ha ido a casa y arma un escándalo de los de no te menees.
—Luego se oyen casos de violencia doméstica que nadie sabe cómo explotaron tras años de convivencia pacífica.
Losange Sable
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