Quiero contarte algo… espero que puedas soportarlo. Iré al grano, pero antes deja que te ponga en situación.
Ya sabes que vivo en la zona rural. Hoy he tenido que ir al hospital comarcal, a consultas externas. Un hospital enclavado en la periferia rural de una provincia periférica y empobrecida.
Me he llevado conmigo una botella de agua de dos litros y un libro de cuentos.
Me he ido metiendo el litro y pico de agua mientras esperaba a que saliera leyendo cuentos de corte fantástico.
Encargué el libro porque la autora está perseguida en su país y leí una entrevista donde venía a decir que ahora depende de las ventas porque al estar exiliada no le es tan fácil ofrecer charlas, conferencias y cursos.
El caso es que me dije: bueno, me compro el libro aunque sé que para el autor sólo va un 10% del PVP. O sea dos miserables euros. Pero no se me ocurrió qué otra cosa podía hacer por ella desde aquí.
El libro, lo sabía, es de cuentos de corte fantástico. Ya sabes que a mí ni siquiera me entretienen. Puedo entender que haya lectores que busquen evasión y la encuentren en este tipo de lecturas.
A mí me dejan en un limbo mental por el que se me vuelve fangoso y fatigoso transitar. Las historias que cuenta no son maravillosas sino fantásticas. Es decir, parten de la vida real pero de pronto se te comunica que ocurren hechos que carecen de explicación racional (fantásticos). Ahora que lo pienso hasta puede que sean cuentos maravillosos porque es el mundo de los personajes el que está alterado (busca la diferencia entre cuentos fantásticos y cuentos maravillosos).
Lo que se sale de la norma en estos cuentos no es un hecho puntual que afecta al protagonista sino el mundo donde viven los personajes, y a partir de esa anomalía para nosotros —pero normalizada en ese mundo ficticio— es que se cuenta la historia. Es el mundo de los personajes, más por ciencia que por magia, el que está alterado.
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Los cuentos se dejan leer bien, salvo los muy largos que a mí se me vuelven farragosos.
Estando esperando a que el agua que metía saliera, me terminé uno largo que llevaba empezado (ya sabes que me gusta leer los cuentos de una sentada… si no lo hago ya te imaginarás el porqué) y leí otro más corto.
Terminé de leer este segundo cuento, que hace el quinto del libro, y me quedé pensando qué leches me estaba queriendo decir la autora.
Y nada, entendí el cuento pero no encontré ninguna relación con la realidad en la que tengo que vivir. El cuento no me ha enseñado nada. Me ha tenido entretenido leyendo en la sala de espera de un hospital comarcal, pero aparte de eso no me ha servido para nada. No me ha mostrado nada. Y los cuatro anteriores tampoco. Entonces, ¿para qué leo? ¿Para nada…? ¿Para entretener el tiempo? ¿Para distraer el ánimo? Me quedan dos y supongo que me obligaré a leerlos. El séptimo es laaaargo y barrunto que será un dolor terminarlo.
Y ahora mi conclusión: los cuentos están bien escritos y las historias están bien contadas, como dicen en los clubes de lectura de Internet. Pero aparte de que no hay errores en su narración ni fallos en su relato, en lo que cuentan no dicen nada. Lo mismo daba el final elegido por la autora que otro que yo me inventara sobre la marcha. Da igual porque no cuenta nada. Unos personajes que interactúan metidos en un escenario con destellos cotidianos con los que todos podemos identificarnos, pero nada más.
Fantasía sí pero para qué… Si es para nada, entonces fantasía NO, GRACIAS.
La fantasía debe reflejar el mundo real así como las fábulas tienen correlación con las pasiones, las pulsiones y los defectos humanos. Si no, para qué queremos saber nada de la supuesta conversación entre una rana y un alacrán.
Una fantasía sin anclaje en la realidad es nadería. Y yo cuando leo busco algo más. Porque entonces lo mismo me da leer que hacer un crucigrama, el cubo de Rubik o un test de cultura general.
Así que terminado el cuento que llevé a medias —me ha dado igual lo que les pasara a los personajes (el final es de esos que debes interpretar lo que no dice el autor porque llena de sintagmas ambivalentes el último párrafo)—, me he leído el otro que viene a decir que a veces lo que no creemos que pueda ocurrir puede que sí estuviera ocurriendo, y me he quedado destemplado. O por mejor decir, me he quedado frío. En un limbo insustancial.
Y como que notaba que necesitaba una rápida inmersión de realidad. Así que he comenzado a observar lo que tenía a mi alrededor. Y a modo de distracción lo he estado escribiendo en mi chat propio del Telegram. Esto es lo que he escrito. Ha sido un chute baño de realidad. Una realidad bastante alterada, por cierto, pero tan real que me he preguntado si de verdad las salas de espera de los hospitales se están convirtiendo en tascas y tabernas para zafios y brutos.
Detrás, una vieja de mi edad viendo la tele en el móvil a todo volumen; al lado se me sienta un tipo con hedor a sucio y a humedad, que también trae una botella en una mochila, de la que bebe sorbitos mientras que de la mía yo bebo tragos; se levanta y se va a pasear, como si hubiera sido consciente de que me molesta; al poco se me sienta pegado a mí un viejo con fuerte olor rancio y aliento de cafetón con leche. Me giro y le digo a la vieja que baje ese ruido, y la tipa me sonríe; la tele emite en un idioma extranjero, quizá alemán u holandés. Al cabo de un rato apaga el trasto. El viejo del alientazo emético lleva un bastón, se levanta, se lo coloca bajo el brazo, se gira, y me da con el taco del bastón en la cara, de abajo a arriba. Casi me tira el sombrero. Ni se ha dado cuenta o quizá ni le ha importado. Ahora a la vieja de atrás la llaman por teléfono, y suena una gaita al máximo volumen. Coge la llamada y cesa el gaitero a mis seis. Detrás, al fondo, hay tres personas hablando en voz alta, se les escucha perfectamente; hablan de un gañán de su pueblo que ha muerto recientemente sin dejar de ser cretino. No, no estoy en un bar ni en la estación de autobuses, estoy en la sala de espera de un hospital. Y llevo bebida más de media botella de dos litros y no me vienen ganas ** ******, con lo que debo seguir aquí, anclado, varado, esperando pacientemente. De hecho, de mí, aquí, dirán que soy un paciente, aunque si algo tengo corto es la paciencia a corto plazo. La enfermera de mi consulta sale a mirar para mí, contactamos visualmente, enarco las cejas, ladeo la cabeza a la vez que subo los hombros levemente, y ella se ríe. Cierra la puerta y los demás siguen aquí. Esto no es una sala de espera, es una sala de tortura. Vuelve el vejete con olor a humedad, desván y fondo de armario, tiene una voz cavernosa y el hedor es penetrante: añejo y dulzón, paralizante. Es él el que huele a vejestorio y funeraria, y es su ropa toda: el plumas que viste me roza constantemente; cada vez que se mueve rocía el ambiente con sus esporas añejas. Ha estado diez minutos fuera de esta amplia y compartida sala de espera, y cuando vuelve se va directo a una consulta, abre de improviso, mete la cabeza, y pregunta si ya puede pasar. El viejo cree que está en su casa… ni siquiera ha llamado a la puerta por cortesía. Y había otro paciente dentro. El viejo metió toda la cabeza dentro y medio pecho. Es la consulta de neumología. Podría haber dentro una mujer desnuda. Pero esta gente de qué caverna han salido… Cada vez que habla con la paisana con la que ha venido, que pasa de él a las claras, despide un vaho a desayuno atragantado y tibio; me estomaga el tufo a leche fermentada en el estómago. Se vuelve a sentar a mi lado. Sale el paciente de la consulta de neumología; se levanta como un resorte y va directo hacia la puerta. Le dice la enfermera que espere a que le llamen. Es un viejo jodón, de los que conviene tener lejos. Ser viejo no otorga honorabilidad por el hecho de serlo; si de joven se es gilipollas, de viejo se será gilipollas por decuplicado. Llega una mujer dando voces preguntando a todos en general y a nadie en particular por no sé qué número de consulta, cuando están todas numeradas con guarismos gigantes, azules marino sobre fondo crema desvaído. Tengo la sensación de estar en 1900. Ahora un tipo tose detrás varias veces sin poner la mano delante de su boca. Me giro, le miro con desagrado y me sonríe. Le hago un gesto llevando mi mano a mi boca y se me encoge de hombros. Es para guantearle la cara… con la mano dentro del guante. Esto es demencial y yo sin ganas ** *********, y ya me queda poca agua. Traen una cama del hospital con un tipo dentro. Lo andan paseando de la planta de ingresados a consultas externas. Ni miro para él por respeto. No hay intimidad. El tipo debe de ser otro viejo, que suspira y exhala un quejido continuamente; parece que quiere llamar la atención sobre su presencia y su dolencia en lugar de intentar pasar desapercibido. Es penoso. Si yo estuviera en esa situación me taparía la cara con la sábana, pero entonces —pienso— creerían que el celador empuja una cama con un muerto. Vuelve el tío del tufo a humedad. Tendrá diez o doce años menos que yo. Quizá quince menos. También parece que le cuesta pero la botella está por el mismo nivel. Igual la ha rellenado con otro botellín, porque estas botellas grandes no se pueden rellenar en los lavabos. Se está paseando por toda esta estancia, regándonos con su infecto aroma. Es un olor mefítico. Alguien debería decirle que se siente en una esquina y que no se mueva. Entre la peste a humedad también se nota ese husmo a tabaco que se pega a ropa, cabellos y piel. De esos fumadores que hieden a humo y humedad continuamente. Ahora que vuelve a pasar a mi lado distingo que puede ser una peste a otro tipo de humo. Toda combustión genera humedad, como sabe cualquier fumador de pipa. Quizá huela a fogata. Quizá tenga una cocina de leña y la ropa no la lave hasta que esté percudida, y cuando vuelve a casa la pone a secar del calor corporal sobre la cocina de carbón. Siempre que me topo con un tipo así (y en el pueblo hay uno que cuando lo huelo me dan bascas) me pregunto a qué les oleré yo a ellos. Quizá yo huela a chulo gruñón. Ahora aparece un tipo muy raro. Alto y flaco, vestido de oscuro, tiene el cerebro afeitado como bombillita y su cabeza parece capicúa. Lleva una ridícula perilluca, se da la vuelta y tras la calva lleva una coletilla ridícula. Coletilla y perilla son iguales. Si le pintas ojos en la nuca no sabrías si va o viene. Es un tipo siniestro, nada viejo. Camina como un ofidio, contoneando los hombros en un movimiento extraño: adelante y atrás y a la vez que de izquierda a derecha. Lleva la cabeza hundida en el pecho… Siniestro… Avieso. Y tiene una voz aflautada que recuerda a la que le ponen al flautista de Hamelín, el pederasta aquel que secuestró a todos los niños de un pueblo. Lo de pederasta es un presentismo, por supuesto… Vuelve a salir la enfermera. Su sonrisa es lo mejor que podré encontrar en este antro así pasara en él una semana. Mientras habla con una paciente conocida yo también me levanto. Me coloco la chamarra, me ajusto el sombrero, guardo el libro en la bolsa de tela que he traído, recoloco en ella la botella de agua casi vacía, me giro hacia la pantalla con los números (el mío —me ha tocado uno muy chulo, 7Z7— hace tiempo que ha desaparecido) y entonces casi me atropella la cama de hospital que vino a consultas externas con un quejicoso dentro. Se alejan con los resoplidos del paciente y las voces estentóreas del celador, que sólo le falta pitar como si fuera una locomotora para que los distraídos se aparten. Se van hacia el recibidor de la entrada general del hospital, la entrada a todas las consultas externas y a la planta de ingresos y a las oficinas administrativas, y pasan entre el público que acaba de llegar de la calle. Supongo que el enfermo estará contento de tener algo que contar al vecino de habitación. Yo hubiera muerto de vergüenza. He visto en algún lado camas con un dosel en forma de pico de tienda de campaña. Leche, es que no hay intimidad ni recato. Qué vergüenza. Mi enfermera se da cuenta de que ya estoy de pie. Muy profesional se despide de la conocida, me pide disculpas y me pregunta que si ya. Ya, le digo. |
Ha sido una inmersión en la realidad que me ha venido bien para pensar y sentir algo operatorio a pesar de que no era una realidad atractiva.
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