Me envía mi némesis y alter ego un enlace al vídeo de una conferencia organizada por la Asociación de Escritores de Euskadi con la nota de que vea a este paisano mío, Pedro Ugarte, cuentista:
Está clara la división que el ponente establece entre un libro de cuentos trenzados y un libro que opera como un cajón de cuentos, sólo que no me deja satisfecho la nomenclatura que ha elegido para diferenciarlos porque es confusa. La charla es de hace dos años y medio (14.09.2018) y es posible que Ugarte ya haya modificado ambas denominaciones hacia algo más definitorio.
También estoy con él en que existe una tercera vía intermedia, y es que los cuentos estén enlazados por una misma mirada o un estilo bien definido del autor. Pero para lograr ese efecto hay que tener muchas tablas.
Reconoce que el cuentario que funciona como un cajón de cuentos es legítimo y que no hay nada que objetar (incluso habla de los primeros cuentos de Pío Baroja), pero destaca que tiene mejor salida en el mercado editorial el libro de cuentos vertebrado por un tema concreto.
Empero, no puedo estar con él en el método que sigue para escribir cuentos. Si a él le va bien, no tengo nada que objetar, faltaría más, que cada cual es muy libre de trabajar como le plazca.
Pero a mí no me parece serio escribir así los cuentos (que luego nos encontramos con cuentos que hacen un flaco favor al género). Ugarte dice comenzar con una frase, un personaje o una situación, y entonces se pone a escribir hasta donde le lleve el magín.
Yo, si no tengo nada que decir, no me pongo a escribir. Con mi forma de trabajo nunca me topo con la manida, ajada, sobada, hiperrecurrida y aburrida página en blanco, que ha ocupado un espacio en el imaginario colectivo y hay quienes piensan que ese bloqueo es consustancial al oficio de escribir. Tampoco soy capaz de sentarme a escribir como un funcionario de ocho a dos… Nuevamente si no tengo nada que decir no me pongo a escribir. Eso sí, puedo estar escribiendo hasta altas horas de la madrugada si me sopla el estro, y haciendo jornadas maratonianas en cuanto sé lo que quiero decir.
Empezar a escribir un cuento sin saber adónde voy a ir, lo hice una vez. La verdad es que me divertí escribiéndolo, pero he de reconocer que rematé el cuento a la americana, con eso que llaman final abierto, que en realidad no es otra cosa que una forma pija de decir que es un cuento sin final. Y ello porque no tenía claro a qué puerto llegar con el cuento, y durante su escritura tampoco columbré ningún final al que arribar.
La de Pedro Ugarte me parece una forma no muy honesta de escribir cuentos (atención, léete las acepciones del lema «honesto»). No comulgo con eso de coger una idea y estirarla y darle vueltas y más vueltas sin tener claro adónde se quiere llegar y qué se quiere decir. Es curioso que en su exposición reconozca que para empezar una novela hay que tenerla muy bien planificada. Entonces, pregunto, ¿por qué el cuento no?
Cuando yo me pongo a escribir ya sé de dónde sale, por dónde va a pasar, y adónde va a llegar el cuento. Lo cual no quiere decir que si durante su escritura se me abrieran caminos a explorar, no me meta por tortuosos vericuetos a ver qué encuentro. Pero también es cierto que ese proceso de exploración de nuevas vías dentro del cuento ya lo he transitado en mi mente antes de sentarme a escribir.
Me parece muy triste lo que Pedro Ugarte dice en un momento de su clase magistral, que «hay cuentos que salen bien y otros que no te salen», y añade que es doloroso después de escribir doce o quince páginas tener que abandonarlo porque el cuento no va a ninguna parte. De verdad que a mí eso no me pasa. No porque yo sea más listo, sino porque mi método es otro.
Sí que tengo cuentos a medio acabar. Pero eso me ocurre cuando el cuento se me va de las quince o veinte páginas, que me aburro de él. Pero recuerdo perfectamente el rumbo y el final que tengo pensado para esos cuentos inacabados. Lo llaman efecto Zeigárnik.
Ugarte llega a decir, textualmente, que «al personaje no hay que sacarlo a pasear» que hay que llevarlo a algún lado, pero no repara en que él sí anda paseando el cuento. Supongo que con su método la labor de poda será ingente…
Pero tan mal no debe de estar haciéndolo este paisano mío porque le publican sellos prestigiosos y tiene buen predicamento en el mundo del cuento; y ha ganado varios concursos. Para tomarle el pulso, he aquí un cuento suyo: Antes del paraíso. Incluso forma parte habitualmente del jurado en certámenes de cuentos.
Y es que en la tercera parte de su exposición —para mí la más instructiva— habla de los concursos de cuentos. Aunque yo había llegado a conclusiones similares que las por él expuestas, simplemente por el método del razonamiento (¿quién se va a leer trescientos cuentos completos?), agradezco mucho la confirmación de cuanto sospechaba.
Pero hace tiempo que he decidido no volver a participar en concursos de cuentos. Y es que entre lo que dijo César Mallorquí y lo que aquí confirma Pedro Ugarte, se me quitan las ganas de concursar. No me veo con ganas de hacer un cuento ad hoc para un concurso. Muchos de los que considero mis mejores cuentos explotan en las primeras líneas, tal y como postula Pedro Ugarte que deben ser los cuentos que se envíen a concursos. Pero tengo otros tantos que son cuentos de motor diésel: necesitan ir calentando para obtener su rendimiento óptimo.
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