No hable mal

1 de noviembre de 2020

La cocina del escritor.—
Este cuento no puedo decir que me lo inspiró, sino que me lo sirvió una buena amiga con un enlace y la siguiente nota: «Escucha la letra».

Mi cuento sólo escenifica la historia que cuenta la canción, pero esta canción no necesita de escenificaciones: es perfecta. Y como para no serlo… seis meses le llevó escribirla a su autor. Es obra del compositor mexicano Martín Urieta, y yo también debo gritar ¡Ay, Martín! junto con Vicente Fernández.

En la portada de Rulo Minas aparece una imagen de Vicente Fernández, que la canta, y aunque fue su voz la que me inspiró el texto de mi cuento, al César lo que es del César: ¡Ay, Martín!, que pedazo de canción nos has legado a todos.

Al final del cuento, en el epub, encontrarás la letra de esta soberbia canción y un enlace a una de las interpretaciones del charro mexicano. Y aquí atrás te dejo otra de sus interpretaciones. No dejes de escucharla…

Yo estoy contento con este cuento. Pero, debo insistir hasta el hartazgo: el mérito no es mío, es del autor y del intérprete de la canción.

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No hable mal   
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No hable mal
***

(cuento – 1.528 palabras ≈ 7 minutos)

La previsión nos adelantó la buena tarde que íbamos a tener y partimos bien temprano con nuestras mochilas cargadas de agua y frutos secos para completar una ruta de montaña al final de la cual espera un merendero con unas vistas mágicas. Y donde tendríamos un cruce que nunca jamás íbamos a olvidar.

Por la parte sur de la montaña, una carretera sinuosa llevaba también al merendero. Esperábamos comer solos por no ser aún la temporada de montañeros urbanos.

Arribamos pasado el mediodía y ya nos esperaba la comida lista para ser devorada por gargantas voraces.

Sólo estábamos nosotros cuatro y una familia. El sol calentaba entre las hojas de la parra y una leve brisa que corría por aquella vaguadita nos mantenía despejados y de buen humor.

Nuestra charla derivó, como no podía ser de otra forma, al recién terminado curso de la carrera que nos había unido como compinches inseparables.

Durante los años de universidad habíamos tenido nuestros más y nuestros menos con otras pandillas estudiantiles, nuestros amores y desamores con bombones de otras facultades. Cierto es que apenas mujeres cursan Ingeniería de Minas.

Hacíamos un cuarteto unido e inseparable. Donde iba uno ahí estábamos todos. En varias pendencias de fin de semana también entramos, y de algunas tuvimos que poner pies en polvorosa para preservar nuestras agraciadas y juveniles faces. No era cuestión de volver a casa en vacaciones con la cara cortada.

Hablábamos alto, sin ambages y sin importarnos si molestábamos a la inoportuna familia que había tenido la misma idea que nosotros, pero que llegaron por la carretera de montaña. Es más, yo hubiera apostado a que todos pensábamos que si levantaban el vuelo sería el mejor regalo que podían hacernos.

La conversación fue girando del pasado al futuro, de nuestro histórico de correrías a nuestros planes laborales. Recordando algunas aventuras derivamos hacia nuestras conquistas. Y también hablamos de nuestras derrotas en el espinoso campo del amor.

Tomás se mostró como el más dolido de nosotros. Y habló en voz alta sin importarle la presencia de la niñita que correteaba entre las mesas vacías del merendero. Estaban sentados algo retirados de nosotros, pero que se fueran si les molestábamos.

Comenzamos a cantar algunas tonadas que afeaban la inconstancia y veleidad de las mujeres.

De pronto el paterfamilias, bien entrado en la cincuentena, se levantó de la mesa y se acercó lentamente a la nuestra, como quien mide lo que va a ocurrir.

—Señor —dijo cuando estuvo a menos de un metro—. Señor, por favor: me veo en la obligación de pedirle que no hable mal de las mujeres.

El tipo era alto y seco, con el pelo jaspeado de blanco, dulce y elegante en sus maneras. Su voz era suave pero profunda. No hacía falta que la elevara para hacerse oír. A mí me sobrecogió, por inesperadas, su bondad y su educación.

Tomás le miró de soslayo, con altanería.
—Si no le gusta lo que decimos, puede irse cuando quiera.

El hombre sonrió, quizá consciente de estar en inferioridad ante cuatro jóvenes y briosos pares de brazos, pero lo hizo con afabilidad, sin asomo de temor en su rostro.
—Mire, caballero. Estoy ahí con mi mujer y mi hija, y aunque entiendo su desahogo, por favor, evite ser grosero.
—Digo lo que me parece —espetó Tomás intentando ser grosero—, y si no le gusta, ¡váyase!, que nadie le ha dado vela en este entierro.

El señor se llevó las manos a la cintura y metió los pulgares por entre el cinturón, como plantándose allí mismo, renuente a irse sin cumplir su misión.

Tomás se mostraba inabordable en aquel momento. Nosotros tres conocíamos su carácter, pero a mí me estaba pareciendo que el viejo no se merecía semejante trato.
—Caballero, no es esa la cuestión. Mi mujer y mi hija pueden escuchar sin inmutarse su censura. La cuestión no es que usted las ofenda con el amargor de sus palabras. Puesto que no le conocen de nada, ellas no pueden sentirse ofendidas.
—Entonces qué —soltó Tomás, insolente.
—Caballero, apelo a su cordialidad. No hable usted mal de las mujeres en mi presencia. Es por mí, señor, que se lo pido.

Tomás pestañeó. Las palabras del viejo nos cogieron con el pie cambiado. Supongo que para ganar tiempo, en aquel momento Tomás miró hacia las mujeres. Mientras la niñita recolectaba florecillas, la más vieja tomaba el café hablando con la joven. La vieja tendría más de setenta años, y la joven unos pocos más de treinta. El tipo se había casado con una mujer bastante mayor que él. En ese momento la niña llevó un ramillete de flores a la abuela y entonces la vieja se dio cuenta de que la mirábamos.

Pensé que Tomás iba a aflojar, pero intensificó su hostilidad. Él sabía que nos tendría siempre a su lado. Pero a mí no me apetecía tener que enfrentarme a un viejo que caminaba hacia los sesenta. Pensé que no tendría ninguna gracia, pero tampoco era fácil parar a Tomás cuando se le iba la canica.
—Se ve que no ha tenido usted ningún problema con las mujeres. Tal vez haya tenido una vida plácida acunado por una mujer que casi puede ser su madre. Pero no a todos nos han tratado así.

Tomás hizo una pausa y volvió a mirar a las dos mujeres. La niña había vuelto al prado a por más florecillas del inicio de la primavera, y tras llamar: «Abuelita, abu… mira el bicho que he encontrado», ahora se entretenía mirando fijamente un insecto que pataleaba sobre uno de los bancos corridos.

El señor aprovechó para hacernos una observación formal, y aunque fue una advertencia, no pude tomarla como tal.
—Señor, no me he acercado a importunarle. No es mi deseo pelearme con usted. Porque entiendo que son ustedes cuatro grandes caballeros y en caso de que ninguno de nosotros dos dé un paso atrás, los demás nos dejaran arreglar nuestras diferencias a nuestro modo.

Aquella descarga me cogió desprevenido. A la vez que nos impedía intervenir retaba sin ambages a Tomás. Pero el viejo no había acabado su lección, ni mucho menos.
—Sé que usted es joven y que sin duda me partirá el espinazo con sus fuertes brazos. Pero tengo a gala ser mal cliente y usted saldría también dañado. No tiene cuenta, señor, seguir por la vía de la hostilidad…
Hizo una levísima pausa y sin dejarnos coger aire prosiguió:
—Yo sólo me he acercado a pedirle que sea cual sea su dolor no culpe de él a las damas.
Después de esta exhibición de cordura, me sentí aliviado cuando Tomás aflojó:
—No era mi intención ofenderle, pero aquí hablamos de la inconstancia de las mujeres. De sus veleidades, de sus traiciones. Se ve que a usted ninguna mujer le ha clavado la espalda.
—Mire, amigo —dijo el viejo—. ¿Me permite que le llame amigo, verdad? —pidió con un imperceptible toque de ternura—. Tengo que decirle que sin faltarle razón, mis mejores momentos los he pasado en compañía de las damas. Yo también he sido maltratado y castigado por traiciones que no vi venir. Pero como hombres que somos, los cinco, hemos de reconocer que si no fuera por ellas no seríamos lo que somos.

El viejo hizo una nimia pausa y esbozó una sonrisa leve, levísima, que acompañó con un brevísimo asentir de ojos. Seguía con sus pulgares en el cinto. A mí se me antojó un charro mexicano o un bandolero del siglo XIX dispuesto a vender cara su pelleja.
—A mí también me han partido el corazón, y a cada nueva relación yo portaba un recelo aún mayor. Pero mis mejores momentos los he pasado en compañía de una dama. Siempre es grato volver al calor del regazo de una mujer, y sentir cómo, con mimo, peina y acomoda nuestra cabellera.
»Sentir sus manos acariciando nuestra barba, buscar con nuestra boca el arrimo de su seno. Aspirar su fragancia más íntima. Rodear y proteger con nuestro férreo abrazo su talle hermoso y terso, atraerlo hacia nosotros para que su cabello descanse junto a nuestra mejilla. Esos momentos, caballeros, no tienen precio. Ni merece el desprecio en el que ustedes estaban ahora mismo rebozándose. Abandonen, amigos, sus alegatos, y corran en busca de una galana mujer que, aunque sea por un instante, pose sus ojos en vuestra mirada. Y busquen sus dulces labios de ambrosía, y sorban su ser entero con su aliento. Ese, mis amigos, es nuestro más preciado alimento.
»No pierdan tiempo en despojos, señores, y busquen una dama que les acompañe. Pero, si llega el caso y el corazón de ustedes rompen, no sean ingratos y recuerden los momentos que pasaron bebiendo su aroma en una fresca noche de verano.

Y con la misma, embelesados en su verbo, vimos cómo se alejaba, como en un sueño, como transportado tras un halo. Y sin que pudiéramos dejar de contemplarle, el viejo volvió para hacer las presentaciones.
—Permítannos, caballeros, que mis damas les saluden: mi mujer y mi madre. Mi hija corretea por ahí en busca de algún saltamontes. No olviden mi consejo; y por favor, ténganlo siempre en mente.

Losange Sable
marzo 2020

De regalo te dejo otra soberbia canción del gran cantante mexicano. Existe una versión echando también garganta pero en medio del Estadio Azteca. «Escucha la letra».

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