Mi vida en el campo

27 de septiembre de 2020

Mi vida en el campo

(sátira – 3.850 palabras)

Parece que el concepto de España vaciada ha triunfado y en base a una idea garrapateada y sujetada con alfileres nuestros dirigentes se aprestan a elaborar políticas inversoras: han encontrado un objetivo, difuso y desdibujado pero objetivo al fin y al cabo. Y para más abundar, la covid19 está ayudando a que algunos urbanitas os decantéis por veniros a vivir al campo. Deja que te detalle las ventajas de vivir en el campo frente a las de vivir en la ciudad. Te llevo treinta y cinco años de ventaja, así que permíteme ser tu cicerone.

Antes de entrar en detalles debes hacerte una composición de lugar. Existe un atávico resentimiento en el ruraleño por la pretendida superioridad del urbanita sobre el paleto de pueblo (digo paleto de pueblo porque también existen paletos de ciudad). Y llegas a terreno minado: ellos recelan, son sus pagos y a fe que tu incursión invasiva la vas a pagar. Urbanita, estás fuera de tu nicho y el vecino del campo se va a encargar de recordarte cada día que no eres «del pueblo de toda la vida». El pueblo es para los del pueblo.

Por mucha sonrisa con que te obsequien los primeros días no creas que eres bienvenido. No te quieren. Concretado ese resentimiento suena así: «Estás en lo mío, aquí nadie te ha pedido que vengas».

Ahora vas a aprender qué es el campo. Empezamos nuestro periplo.

Si lo que valoras son los silencios bucólicos con que se llenan las películas, has de saber que el ruraleño va a encargarse de amargarte la tranquilidad. Aquí encontrarás quienes presentan los tres síntomas del cavernícola: tienen un lenguaje reducido, disfrutan haciendo ruido y están obsesionados con el fuego. Te lo mostraré a continuación.

Los treintañeros van a contarte que ellos tratan de recuperar el oficio de sus abuelos, cuando en realidad viven en zona urbana, en un tercero con ascensor y plaza de garaje, y trabajan con un horario fijo. Como leer no les gusta y discurrir no es lo suyo, se aburren y juegan a administrar una pequeña granja. Por supuesto alejada del piso en que viven. Compran cuatro o cinco ovejas (más dóciles que las cabras), un caballo (la vaca da más trabajo), y cercan media docena de gallinas (los conejos son más sensibles a las enfermedades). Luego se compran un perro y lo tienen atado a un poste veintitrés horas al día.

El animal protesta, y puede tirarse ladrando todo el día, toda la tarde y buena parte de la noche a pocas decenas de metros de tu casa. Pero ante todo, no les des noticia de que te molesta nada porque esa información la van a utilizar en tu contra. Sí, lo has entendido Rikki-tikki-tavi: si no protestas, malo; si protestas, malo.

Algunos se animan y llegan a la decena de ovejas y ponen una esquila a la mitad de ellas. Y un cencerro al caballo. Mientras ellos duermen a pierna suelta en su piso de la tercera planta, una sinfonía de cencerros y ladridos amenizará tus noches. Si piensas que ovejas, caballos y vacas están quietos como los del belén, pronto comprobarás que a cada paso de estos rumiantes, y a cada mascada nocturna, el tolón continuo te recuerda que siguen ahí.

Al abuelo de tu vecino el cencerro le servía para encontrar su ganado cuando se perdía en el monte. Las ovejas del jubilado ni caminan: las trasladan en el remolque de un tractor, y pastan en una finca cerrada sobre sí, de la que no pueden salir. ¿Para qué les ponen la esquila? No saben. En ciudad este sonsonete está prohibido por desagradable. Parece que al legislador no le molestan estos ruidos continuos en las zonas anejas a las viviendas de los pueblos. Pero cinco o más cencerros veinticuatro horas al día, siete días a la semana, pondrán tus nervios al límite. Al principio quizá no los oigas, pero en cuanto tu oído discrimine esta incesante cacerolada ya no habrá vuelta atrás.


En el campo de hoy verás ovejas que ni caminan

Te puedo asegurar que las moscas del ganado son de un tamaño muy superior a las moscas urbanas. La casa que te has comprado está en el radio de acción de estos insectos volantes que se guían por el fresco y los olores para elegir tu casa como depósito de sus huevas. Tendrás que matarlas a trapazos si no quieres envenenarte con la cantidad de insecticida que vas a gastar, porque son legión. A cada poco entrarán moscardones de metálicos reflejos azulados o verdosos por las ventanas de tu casa.

Las gallinas defecan creando depósitos que llaman gallinaza. Parece ser que la ley estipula que el gallinero debe ubicarse a veinticinco metros mínimo de una vivienda habitada. Si cuando llegas el gallinero ya estaba próximo a tu casa te dirán que no la hubieras comprado. Te costará muchas horas de visitar cuartel y ayuntamiento que retiren el gallinero. Te aseguro que el olor se vuelve insoportable, y es nocivo cuando el viento sopla en dirección a tu casa. Pero recuerda que el ruraleño se ha ido a vivir a un piso. Si el gallinero está ubicado entre veinte y veinticinco metros, tal vez nunca logres que te lo quiten.

Y las mañanas, cuando por fin coges el sueño por culpa del perro y los cencerros, para ti empiezan a las cinco con el canto de los gallos y los cacareos de las gallinas. Tal vez a media tarde tengas una tregua con el calor del verano para echar una siesta. Recuerda cerrar las ventanas para que los moscones verdes y azulones no perturben tu descanso y vayan a desovar en tu comida.

No es el único escenario posible; te aguardan más sorpresas si la casa que has comprado está rodeada de campos de labor que nadie faena, pero que se utilizan para diversas correrías. Repito, no des muestras a los lugareños de que te molestan porque estarías convocándolos a todos: «el forastero este, qué s’habrá pensao». Antiguamente hubieras sido «el señorito». Has descendido en el catálogo pero las burlas son las mismas: estás «en lo suyo».

La mecanización del campo ha dado lugar a balas de hierba embolsada que las segadoras se encargan de confeccionar en un santiamén: los llaman silos; antes se almacenaba la hierba en los trabajosos almiares. Habrás visto unas enormes balas negras por los prados. Si tienes esos silos cerca de tu vivienda has de saber que no son inocuos; más bien son inicuos, perjudiciales.

Cuando la hierba comienza a descomponerse suelta un gas propio de la putrefacción orgánica (sí, majo, la hierba es orgánica). Ese gas es mefítico y por eso el labriego las ha ubicado lejos de su vivienda. Si la casa que has comprado lleva deshabitada varios años, es posible que al llegar la época de la siega te la cerquen de silos: los llevan dejando junto a tu casa varios años porque «ahí no hacen daño a nadie». Luego, cuando vuelve a ser una vivienda habitada sienten que tú has llegado a incordiarles. Después de cinco, seis o diez años, el labriego ha olvidado que el gas de la descomposición molestaba a su familia, y ha asumido que aquel prado suyo es el lugar de los silos empaquetados en plásticos negros. Va a tener gran reticencia a buscarles otra ubicación. «No haber comprado la casa», o «esto lo hemos hecho siempre», o «en lo mío puedo hacer lo que quiera» son algunas de las perlas con las que el lugareño te responderá. Inútilmente visitarás el cuartel, el ayuntamiento, la delegación de la Consejería de Agricultura… Te costará que un técnico venga a certificar lo que de sobra saben todos, y recuerda que viven en la zona urbana que es el pueblo cabecera del municipio.

Observa que al labriego no le molesta ninguna de las ancestrales actividades que realiza. Tan ancestrales que, como te he dicho, ya no vive de ellas. La mayor parte son jóvenes albañiles, o pintores, o fontaneros. Pero también vas a encontrarte con jubilados que se aburren y el mantenimiento de un mínimo ganado y unos pocos prados les proporciona la gimnasia por la que tú, pobre urbanita, pagabas en el gimnasio de tu barrio.

Algún día tendrás que ir al pueblo-ciudad, la zona urbana enclavada en el medio rural. Irás a hacer la compra o a congeniar con habitantes rurales a medio urbanizar. Si has dejado las ventanas abiertas para que tu vivienda se ventile, un día, al volver, encontrarás la casa con un olor a humo que tardarás semanas en eliminar. Si has dejado ropa tendida, va a necesitar varios lavados para recuperarla. Los lugareños tienen la costumbre, también inveterada, de arrimar la cerilla a todo lo que les sobra [obsesión con el fuego], restos de siega y de poda (pero también plásticos y ropa): el concepto de compostar les suena a urbano y lo aborrecen.

No van a tener ninguna consideración contigo porque el humo de la fumata que dejan ahumando con hierba verde encima, se dirija a tu casa, a merced del viento. Eres el forastero: «no haber venido al pueblo», o «en los pueblos siempre hemos quemado». Claro que siempre estaba la abuela en casa para cerrar ventanas. Y todos se cuidaban de ahumar una vivienda ajena porque corrían el riesgo de que les ahumaran la suya a la vuelta de una semana. Tú no tienes ningún prado en las inmediaciones de su vivienda, ni tienes familiares que los tengan para devolverles la moneda. Y lo saben… Créeme, calculan de forma no consciente que la fechoría quedará impune. Prenden, se van, y que el viento dirija el humo porque saben que no habrá represalias.

Ya estás viendo que no te van a hacer ninguna concesión. Eres tú el que ha ido a invadir su medio, y ese recelo del que siente invadido su hábitat hará que todos te aborrezcan aunque de frente te conviden en la tasca y te apelen de don. No es más que una burla de la que eres objeto.

Quizá esperes al fin de semana para disfrutar de un armisticio, pero el trabajo del campo ocupa siete días de la semana, trescientos sesenta y cinco días del año. Aunque estos neourbanitas rurales descansen de sus trabajos remunerados, el sábado a las ocho de la mañana puede que te despierte el zumbido de una desbrozadora. Sí amigo, el ruraleño se ha motorizado y ya no siega a mano. Ahora mete un ruido infernal y constante con su desbrozadora. Y como se gusta cual niño con tambor, se regocijará en el ruido, porque generar ruido le da sensación de poder [disfrutan haciendo ruido]. Empero, los lugareños que viven en la zona urbana del medio rural protestan por el ruido de las sopladoras que ha comprado el Ayuntamiento.

¿Cuándo tu vecino va a limpiar su finca si trabaja de electricista? Pues los sábados y domingos es una buena opción. ¿A ti quién te ha dicho que los aldeanos echan la siesta? Eso no es más que una leyenda urbana. A partir de las ocho de la mañana se abre la veda para hacer ruidos, y dura hasta las diez de la noche. Los fines de semana comienza a las once de la mañana, pero esa norma nadie en el cuartel la conoce. ¿La policía local? ¿En serio me lo preguntas? ¿No has aprendido nada todavía? Aquí todos son amigos del colegio. Los municipales saben muy bien borrarse cuando ello conviene a la paz y la concordia del pueblo.

Pensarás que aún te queda la mañana del domingo para dormir. Varios meses al año despertarás a las siete de la mañana en medio de una tremenda balacera acompañada de los ladridos de varias jaurías rabiosas. El ruraleño sabe que tiene derecho a cazar. Y disparará dentro de los terrenos que alguien marcó hace años sobre un mapa sin preocuparse de que tu casa acabaría habitada. Y si siempre han atajado abriendo una portilla y pasando por el prado o huerta que tú has reconvertido en jardín, cascarán tus rododendros porque «siempre hemos pasado por aquí». No te preocupes que no dispararán contra tu casa, aunque a veces se dan accidentes.

Los perros de caza todo lo husmean y pondrán sus patazas sobre el coche que lavaste ayer. Y orinarán en tus llantas si les cuadra sin que el amo se lo impida. Estás en zona de caza… o actividad cinegética, que a todos les suena más distinguido y les otorga mayor derecho. Alégrate si cerca de tu casa no guardan toda la semana una de esas jaurías de sabuesos con sus constantes ladridos, quejidos, aullidos, gañidos. Pim, pam, pum, el domingo es día de romería.

Y en fechas de fiestas patronales tiran cohetes y voladores a cualquier hora del día pero también de la noche. Que ellos estén de fiesta significa que todo el pueblo debe estar de fiesta. A nadie le va a importar que mañana tengas que madrugar para atender una videoconferencia internacional y las ojeras te delaten ante un cliente quisquilloso. ¿Que por qué tiran cohetes a las tres o las cuatro de la madrugada? (también los tiran por bodas o partidos de fútbol).

Pues porque ninguna autoridad les ha dicho nunca que hay que respetar el descanso ajeno. Se tiraban cohetes y voladores al caer la noche para recordar a los pueblos cercanos la verbena que tendría lugar en el pueblo (en sus mentes, a mayor verbena mejor pueblo). Y por rivalidad con el pueblo vecino tiraban cohetes de madrugada para perturbarles el sueño. Y es que todos en este pueblo estaban de romería y al día siguiente podían dormir hasta media mañana. Pero el mundo ha cambiado y hasta en estos lugares no tan vaciados la sociedad trabaja a dos y a tres turnos, y aunque algunos lugareños entren a trabajar a las seis de la mañana en la fábrica manufacturera del pueblo, se cuidarán muy mucho de enfrentarse a sus convecinos, por la misma razón que te he enseñado: decir que algo te molesta supone darle una información sensible a quien acabará utilizándola en tu contra.

Ah, cuidado con tomar partido en disputas vecinales. Tampoco podrás mantenerte aséptico totalmente, y si lo haces pronto desconfiarán de ti. Enseguida notarás que las críticas suelen cebarse en algún individuo o familia. Al cabo de un tiempo verás que los escarnios son rotatorios. Desconfía, tú siempre estarás en su punto de mira: no eres «del pueblo de toda la vida», y en consecuencia nunca sabrás quién es primo de quién, o quién salió con quién en el instituto y mantienen medio oculto lo que los paletos de ciudad llamaríamos una aventura. Hay vida oculta en el pueblo. Lo mejor es no ver, pero si te ha tocado ver, lo mejor es no mirar. Pero si te han visto mirando, desconfiarán de ti hasta que les quede claro que tienes memoria de pez y la boca cosida. Pero igual pasa un año y medio hasta que asuman que eres una tumba. Mientras tanto y hasta entonces, mantén vigilado tu coche.

A estas alturas ya deberías saber que nunca, pero nunca, serás aceptado en el pueblo. Siempre serás el señorito, el forastero, el que viene al pueblo a imponer las normas urbanas en el medio rural: sí, asúmelo, eres tú el que les molesta a ellos. No te gastes, no entenderán que el concepto de parque es un concepto urbano: te dirán que los perros (perros de pisos) siempre han soltado sus deposiciones en la hierba.

Asistirás a costumbres muy pintorescas, como comunicarse a gritos entre vecinos de forma habitual; así que a veces oirás a alguno relinchar: Eeeeeehhp… se saludan a una distancia de cincuenta metros con sólo levantar la barbilla y emitir esa especie de barrito [lenguaje reducido]. Cuanto más sostengan el barrito más amistad mantienen o quieren demostrar. La respuesta es inversamente proporcional: Ehp… A más corta, mayor es la supuesta amistad que les une.

¿Adónde vas? Aún no he terminado mi labor de cicerone.

Si has comprado una finca observarás que los linderos nunca son como te dijo el que te vendió el terreno. Unas veces te habrá mentido, pero otras será que los demás te están poniendo a prueba. Lo mejor es que cierres la finca cuanto antes porque corres el riesgo de verla menguada por los cuatro vientos. Para ellos la venta de la finca a un forastero significa el momento de tomarse la justicia por su mano y resarcirse de aquella reivindicación que les legó el abuelo.

A veces no es más que un palmo multiplicado por los treinta o cincuenta metros que tiene tu finca de largo. Para ti será algo despreciable, pero para ellos es tierra: y hasta la tierra que sacuden de sus zapatos la devuelven a sus fincas. Otras veces será un metro lo que se meten «en lo tuyo». Pero nunca te lo pedirán. Lo cogerán moviendo un lindero o colocando otro por la noche. Atiende… puedes ceder, y sería lo inteligente. Pero estas gentes «te toman la medida», y asumen los gestos de cordialidad como gestos de debilidad. Luego llegará el vecino del otro viento y querrá hacerte lo mismo. Dos metros por cada lado, por cincuenta metros que mide la finca de largo, son cien metros cuadrados: un área que te habrán levantado por tu buena fe. Y la tierra vale dinero, y unos metros de más sirven para llegar al mínimo de lo que es construible. Y entonces ese terreno se revaloriza. Y te construirán delante de tu casa. Quizá no sean pisos de protección oficial, pero te quitarán las vistas que tenías: todo cambia, nada permanece… ¿No has leído el Tao Te King?

La otra opción es el enfrentamiento, que o bien deriva en pelea o acaba en juicio. Si ganas una u otro, empezarás a ver que a tu patrimonio le ocurren cosas raras durante años y años. Una rueda pinchada, una puerta rayada, un frutal tuyo que aparece talado, un cierre que te dañan, excrementos que surgen de la nada en medio de tu camino, o toda la retahíla de molestias que te llevo detallando. Ahora ya sabes cómo surgieron esos odios ancestrales entre familias.

Bueno, has venido a vivir a zona de rebuznos y berreas. Porque aquí viven animales salvajes. Qué quieres: ¿no buscabas naturaleza agreste, indómita? Y aún es posible que el domingo te saquen de casa para sextaferiar. El Ayuntamiento se gasta tus impuestos en carpas y ágapes, y como el dinero no les llega, en tu condición de vecino debes trabajar para la comunidad limpiando caminos, adecentando fuentes, arreglando puentes, techando la casa de concejo que nunca nadie usa. Imagina que el domingo tuvieras que ponerte a arreglar las zonas comunes del edificio donde has estado viviendo hasta que te has venido al pueblo. Pero no te puedes negar salvo que estés jubilado o de baja. Si estás ausente deberás pagar una jornada de trabajo. Ah, y has de llevar comida para compartirla, pero mejor llevas vino bueno y lo ofreces. Verás cosas…

Aún me quedan una serie de inconvenientes que vas a padecer como habitante de facto de la zona rural. Si el alumbrado público falla, puedes esperar uno o dos meses hasta que alguien del Ayuntamiento venga a cambiarte la bombilla, salvo que seas de la cuadrilla del alcalde o amigo de algún amigo de algún concejal.

El agua que llega a tu casa en época de crecida del río puede salir turbia durante cinco o seis días: nadie protesta porque «aquí eso siempre ha pasado», te explicarán, y se encogerán de hombros sin darle mayor importancia.

Los caminos no se asfaltan nunca, como mucho se hormigonan, aunque lo normal es que se zahorren (con zahorra), y es muy raro que queden bien: no interesa. Antes de las próximas elecciones necesitarán de un repaso. Pero hasta entonces, olvídate de que el Ayuntamiento se acuerde de que eres ese vecino tan simpático que vino a poblar la España vaciada: aquí nadie te ha llamado. Ah, pero para cobrarte los impuestos no se olvidarán. El alcantarillado va con el recibo del agua, la basura y el saneamiento, aunque no tengas una alcantarilla en doscientos metros a la redonda. No podrán, no sabrán y no querrán desglosarlo.

La compañía que te sirve la electricidad asumirá que eres ciudadano de tercera por el hecho de vivir en un pueblo. Y podrá cortarte la luz a discreción con algo que llaman microcortes para hacer labores de mantenimiento. Quien tenga encendido el bombillo del gallinero, verá que se apaga y que se vuelve a encender. Pero si te pilla  con el ordenador encendido, reza para que no tengas una pérdida severa de datos y tardes dos horas en recuperar el sistema operativo (a mí me han reventado el disco duro porque me pilló grabando un CD). Por supuesto, cuando dejen el tajo volverás a tener otro microcorte para restablecerlo todo. No podrás usar tu ordenador en toda la mañana.

En esta lucha estás solo ante la compañía eléctrica. Los demás vecinos te dirán que «aquí siempre se ha ido la luz, y antes de que vinieras, si pillaba en fin de semana, no la volvían a dar hasta el lunes». Yo lo he vivido, créeme, palabra.

Ahora eres ruralita: habitante de la zona rural. Los accesos se van deteriorando con los años y la Administración invertirá en tecnología punta para multarte en cualquier descuido, pero no tendrá ningún interés en arreglar el firme hasta que haya varios accidentes consecutivos o uno mortal. Uno de vez en cuando sólo es estadística y siempre será culpa del conductor: recuerda, has de adecuar la velocidad a la vía, y si el firme es irregular, circula a cincuenta durante cuarenta kilómetros. Ya estás formando parte de esa España vaciada tan bucólica.

Para pruebas médicas de cierta enjundia tendrás que desplazarte al hospital central de la provincia. Prepárate a descubrir los tiempos que pierdes en ir, ser atendido y en volver: lo que cuando vivías en la ciudad era cuestión de una hora u hora y media a lo sumo, ahora te supondrá toda una mañana perdida. Averiguarás, si tienes próximo un hospital comarcal, que salvo honrosas excepciones, siempre voluntarias, los mejores médicos están centralizados en la capital. Desde el punto de vista de la eficiencia organizativa sanitaria es lo lógico.

Y ay si has ido a vivir a zona turística. Sabrás cómo se siente el emigrante. Dejarás de ser de ciudad, y empezarás a notar los dejes que traen los urbanitas a los pueblos: acabarás odiando a los turistas que se comportan como si a los pueblerinos el Estado nos hubiera lanzado por encima de la valla para que formemos parte del atrezo bucólico (el paleto de ciudad que te decía al comienzo). Descubrirás que en nuestro país la hostelería y el turismo tienen un trato preferente, aunque darles primacía dañe la convivencia del pueblo. Pero por mucho que protestes contra los urbanitas turistas tú nunca serás tratado como si fueras «del pueblo de toda la vida». Nunca, nunca… Estarás desarraigado, como el emigrante: habrás dejado de ser urbanita pero nunca serás ruraleño.

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