En el centro del infierno

17 de febrero de 2020

La cocina del escritor.—
Un cuento largo escrito en diciembre de 2017. Cuando el cuento se me va de las doce páginas empiezo a cansarme de él, así que tengo que hacer un esfuerzo discrecional para concluirlo. Éste lo acabé sin dilación. La idea me vino tras leer las primeras líneas de un cuento del premio Nobel de Literatura Anatole France, Robo doméstico, y me vino de forma tan fuerte que tuve que dejar de leerlo para ponerme a trabajar en el clima (el ambiente y la atmófera) que entreví al llegarme la idea. Pero tenía tan claro lo que quería contar como que debía presentar una sociedad distópica de telón de fondo. Sin duda es uno de los cuentos más complicados que he escrito.

Es el primer cuento que subo al blog que me he puntuado con cuatro estrellas; estas estrellas que otorgo a mis propias creaciones hay que entenderlas como relativas a mi capacidad de escribir cuentos y no como absolutas en relación al mundo del cuento. Estaré a años luz del planeta cuento. Siendo autodidacta, no sé lo que tardaré en llegar.

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En el centro del infierno   
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En el centro del infierno
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(cuento – 9.484 palabras ≈ 40 minutos)

La chica que sentaron ante mí no era guapa. Era menuda y vestía el mono masculino gris que usan allí como uniforme. Su piel era llamativamente blanca para ese entorno, pelo negro, ojos grandes y algo saltones. Escasa de pecho, por lo que podía ver a través de la cremallera a medio subir. Una cremallera que abría y cerraba en ambas direcciones, de lo cual tomé nota. No llevaba camiseta bajo el mono y en aquel lugar maldita la falta que hace. Sus brazos eran delgados y algo largos para su talla, y el dorso de sus manos lo surcaba un enjambre de venillas azuladas. Las piernas, quizá cortas en relación a sus brazos, terminaban en unas botas de trabajo por las que asomaban unos calcetines que envolvían y comprimían la pernera del pantalón. No me fue difícil entender el objetivo de tan estrafalaria forma de calzar.

Acabábamos de comer y me encontraba cansado. El calor, más las horas que llevaba despierto, el viaje y el aturdimiento que conlleva, la constante vigilancia que hube de mantener, el interrogatorio previo al orondo responsable… Estaba fatigado pero por fin, o eso parecía, iba a dar con las respuestas a las cuestiones por las que me habían enviado allí. Bonita papeleta la mía, tomar decisiones plenipotenciarias que no serían respaldadas por mis jefes si resultaban inoportunas a la luz de los resultados. Antes de partir había decidido abstenerme de tomar decisión alguna por grave que fuera la situación que encontrara.

Las informaciones que cotejaba el comité central podían considerarse alarmantes a la vista de los dos últimos años, pero nadie se había tomado la molestia de evaluar las desviaciones que se habían ido produciendo durante el bienio hasta que sobre el papel los datos dejaron de cuadrarle a alguien con necesidad de destacar en el marasmo propio de toda Administración.

Se me informó de que desde hacía más de año y medio el personal allí confinado se negaba a abandonar ese destino miserable una vez que cumplían su estadía. Era igualmente llamativa la ausencia de castigos disciplinarios, considerados algo normal en toda población recluida con férreas medidas disciplinarias: peleas, robos e insubordinaciones habían dejado de darse. Y en escala descendente, de lo general a lo particular, otro dato que llamaba la atención era el ingente consumo de profilácticos para una población eminentemente femenina. Hasta el momento se habían atendido puntualmente las peticiones que realizaba el responsable máximo de aquel contingente, pero todo aquello apuntaba a algún tipo de desviación que me correspondía averiguar. Y fui comisionado en una delicada misión informativa… y ejecutiva, si llegaba el caso.

Tras más de dos horas de vuelo rasante mis oídos estaban embotados por la vibración y el ruido de los rotores. Partimos bajo la luz nívea que volcaban la miríada de estrellas que regían en aquella hora nocturna sobre la negritud de la superficie terrestre. Llegamos cuando el sol aún estaba bajo, sin una sola nube en la cúpula celeste que sirviera siquiera para ubicar una dirección. Antes de aterrizar en las proximidades del fuerte, y siguiendo mis indicaciones, el piloto se elevó y tomé conciencia de la magnitud del enorme círculo pardusco que rodeaba el enclave. Debajo de nosotros, un puñadito de hectáreas de verdes tonalidades era la única señal de vida que podía vislumbrarse en decenas y decenas de kilómetros a la redonda. Sabía que más allá de la inmensa curvatura descrita por un horizonte que se cerraba sobre sí, había centenas de kilómetros de dunas y pedregal estéril.

Suspendido en el aire, el helicóptero dio dos vueltas en derredor para disponer de una visión de conjunto de la fortificación en la que había de adentrarme a investigar. La superficie sobre la que se había ido levantando aquel viejo baluarte era considerable. Con el paso de los años desde su primer establecimiento, la construcción había ido ganando terreno al infinito arenal cuidando de mantenerse fiel al vergel, la mancha verde que dibujaba el gran oasis en mitad de los tonos ocres del desierto.

Pero aunque expandiéndose con respetuosa modestia respecto a la infinitud, la zona construida era extensa y necesaria: la población que alojaba orbitaba en torno al cuarto de millar de almas. Se trataba de un conjunto de pabellones de planta baja anejos a un edificio principal, un rectángulo alargado de dos plantas. Supongo que la función original de la fortaleza en medio de la árida nada fue el control del oasis cuando la última gran guerra.

Observé desde las alturas que las huertas próximas a los manantiales no estaban valladas. Hubiera sido un gasto inútil poner puertas para salir a los miles de kilómetros cuadrados de arena que rodeaban el fortín. Y era absurdo protegerlas de la invasión de una fauna inexistente.

Después de toda una mañana inspeccionando despachos e informes tenía ante mí a la pequeña mujer que permanecía callada, con la vista baja, mientras yo, jefe plenipotenciario, la escrutaba con descaro, imponiendo mi superioridad jerárquica y moral en mitad de un arenal baldío en la mismísima boca del infierno. Presentándome en aquella cloaca vibraba un peligro latente para mi posición en el organigrama administrativo. Pero cumplía órdenes: con eso se aquietaba mi conciencia a la par que se agitaba mi mente.

Acudía a aquella cárcel de mujeres en cumplimiento de mi deber como inspector de prisiones. Además de inspeccionar y corregir las desviaciones que observara durante mi visita, se me encargó que con posterioridad elevara un informe completo con mis conclusiones; y se me comisionó para tomar decisiones, aunque ello supusiera la destitución fulminante del alcaide.

Y con esa orden escrita me presenté en aquel lugar donde se internaba a las reas consideradas peligrosas para la sociedad. Centenares de kilómetros de arenoso desierto separaban aquellas paredes, construidas sobre un perenne oasis, del punto civilizado más cercano. Ni carreteras había que llegaran a él, y si alguna vez las hubo habían quedado sepultadas por el tráfago de las dunas.

El oasis facilitaba cierto autoabastecimiento hortofrutícola que mantenía ocupadas a las internas; pero materiales de construcción, el correo, enseres y todo tipo de viandas eran aerotransportados con precisión militar. Aquellas mujeres no quedarían desabastecidas por el Estado durante su internamiento. Disponían de modernos generadores que funcionaban con energía eólica y solar, pero la sociedad no las quería en sus inmediaciones.

Las nuevas reas, y también el personal de la Administración, llegaban por aire a este destino. Cumplían largas condenas pero, misteriosamente, tras saldar su deuda con una sociedad que las había desterrado a una de las esquinas del mundo, las últimas libertadas se habían negado a abandonar el correccional.

La penada número 1017 permanecía ante mí con la vista baja, fija su mirada en algún punto entre las patas de la mesa tras la que se amparaba mi autoridad.

—María, el inspector quiere saber para qué utilizamos los preservativos en este correccional. —El mofletudo alcaide empleó una voz meliflua para dirigirse a la interna, lo que llamó mi atención y reactivó mi estado de vigilancia.

María, siempre con la vista baja, se descalzó de una de sus botas de media caña. Sacó una ristra de tres sobrecitos plateados de uno de los bolsillos del buzo de trabajo, y metódicamente separó uno, guardó los demás y cerró la cremallera. Desgarró el estuchito y extrajo el preservativo. Con calma, siempre con la vista en el suelo, la joven se agachó y recolocó ante ella la bota, sujetándola entre ambos pies. Maniobró para estirar los bordes del condón y lo ajustó a la boca de la bota. Luego lo fue estirando con cautela, ajustando el látex cuanto pudo. La boca de la bota quedó sellada por el preservativo.

—Así impedimos que insectos, arácnidos y ofidios aniden en el calzado durante la noche —me informó nerviosamente el alcaide—. Debido a la sequedad del ambiente no es posible reutilizar los profilácticos, pues al estirarlos revientan.

Dirigí la mirada hacia él con un leve giro de cabeza; permanecía en pie, a mi izquierda, un tanto alejado, mientras las aspas de un ventilador anclado al techo trataban de aliviar aquella calorina, aunque más bien la revolvían. El alcaide estaba sudoroso y del mostacho se le desprendían de vez en cuando algunas gotitas salinas.

Me mantuve callado durante un buen rato. Me fije que la joven, que no había encontrado bella en un superficial primer vistazo, ahora no me parecía fea ni desagradable. La chica guardaba un sumiso silencio que encontré atractivo. Yo también sudaba y de vez en cuando notaba la carrera de una gota columna abajo.

—Alcaide —dije finalmente—, sospecho que no ha sacado a esta señorita de sus rutinas sólo para explicarme el otro uso profiláctico que hacen de los preservativos.

—Las respuestas que usted busca se las puede exponer María mucho mejor que yo. Al menos podrá escuchar usted la versión de lo acontecido de primera mano.

Miré hacia la joven. Permanecía con los ojos bajos. Dudaba si dirigirme a ella directamente o si debía hacerlo a través del alcaide. Y él, zorro viejo entre la burocracia de los despachos y las manías de quienes los firman, se dirigió a ella.

—María, el inspector ha sido enviado aquí porque en la metrópoli sospechan que algo no va bien entre nosotros.

La sensación de alerta ante aquel “nosotros” me despertó del sopor en el que estaba empezando a caer de nuevo. Anoté en mi cuaderno: “¿Nosotros?”. La chica escuchaba en una actitud que la hacía aparecer como una mujer sumisa, lo cual no hacía más que elevar mi nivel de alerta. No podía olvidar que era una reclusa que cumplía condena por una causa muy grave, aunque en ese momento no lograba recordar el alcance de su pena y el delito por el que había sido confinada allí.

—María —prosiguió el alcaide, y observé que continuaba hablándole con deferencia, casi con cariño, actitud que registré de nuevo en mis notas de esa tarde—, a los burócratas de la metrópoli les ha llamado la atención que no haya peleas entre vosotras, ni robos… Que en los últimos veinte meses no se hayan reportado castigos disciplinarios. También les llama la atención que las pocas reclusas que han cumplido su condena estos últimos meses se hayan negado a ser trasladadas y han tenido que ser evacuadas en contra de su deseo para ser puestas en libertad.

No olvidaba que estaba en un presidio de máxima seguridad en el que se confinaban peligrosas criminales que habían causado daños irreparables en la sociedad. A la población interna se le sumaba la funcionarial: personal de mantenimiento y sanitarios, además de guardas y administrativos. Las condiciones eran duras para todos, por lo que las rotaciones entre el personal eran constantes. Cierto es que quienes son destinados allí ven aumentada considerablemente su retribución salarial, pero era raro que tras seis meses la mayoría solicitara el reenganche. No se permitía permanecer en aquel extremo del mundo más de doce meses de forma continua. El cargo de alcaide, empero, duraba cinco años y el actual estaba próximo a ver expirar su mandato. A cambio de tan laxo periodo de tiempo podía ir y volver del penal a la civilización a su antojo. Pero en el último año sus salidas habían ido remitiendo. O quizá saliera y entrara sin comunicar su localización al Consejo Nacional de Prisiones. De ser así estaría cometiendo una irregularidad que supondría su destitución inmediata.

No he citado que los intentos de fuga notificados se habían reducido de pocos a cero. La única forma de abandonar sin suicidarse aquel oasis era en una de las avionetas de servicios que tomaban tierra en las inmediaciones del correccional. Espacio para aterrizar sobraba en una rocosa planicie próxima que las dunas respetaban, según los geólogos, desde tiempos inmemoriales. Estos datos y otros figuraban en el informe de más de quinientos folios que tuve que leer antes de partir; en él se detallaban las biografías de cuantos allí, o bien cumplían su pena o bien —curiosamente— servían a las penadas.

María permanecía ante mí sentada en silencio, y el alcaide tuvo que animarla a hablar.

—María, habla sin temor. Dile al señor inspector cuáles son los motivos de que la convivencia se haya vuelto tan pacífica entre vosotras —de nuevo el alcaide utilizaba una entonación beatífica.

María levantó su mirada lentamente y entonces pude apreciar las enormes pestañas que adornaban la inmensidad de sus pupilas. Aquella chica, tan poquita cosa, transmitía una paz espiritual que te traspasaba cuando miraba directamente a tus ojos.

—El amor —dijo la joven en un susurro.

—¿El amor? —repetí mecánicamente—. ¿Qué amor?

Miré al alcaide, que se limitó a estirar su mandíbula inferior en dirección a la interna y a enarcar sus cejas. Miré, pues, a la chavala y vi que había vuelto a bajar la vista.

—Es mejor que responda ella, señor inspector. Pregúntele, si hace el favor. Pregúntele usted directamente.

Aquel interrogatorio directo no me gustaba. El alcaide no era un subordinado jerárquico mío aunque tuviera que satisfacer puntualmente mis órdenes, como en toda inspección. Él tenía sus funciones y yo las mías. Aún no le había mostrado la orden escrita —firmada y sellada por el alto comisionado— que aguardaba en el portafolios en el interior del maletín negro que desde hacía rato yacía encima del escritorio. Me reservaba esa baza sólo para caso de necesidad. En ella se comunicaba al alcaide que había sido cesado y que yo asumía el mando del presidio hasta nuevo aviso. También se le conminaba a presentarse en el plazo de veinticuatro horas ante el alto comisionado, en la metrópoli. Ya he dicho que llegué sin intención alguna de utilizar aquel sello.

A decir verdad, tenía mis dudas de que la orden fuera legal toda vez que se había asentado en falso en el registro de salida. Sólo había un número al que le correspondía un campo de texto vacío que se cumplimentaría en caso de que yo comunicara que la orden se había ejecutado. De no confirmarse este extremo se anotaría una orden vacua. En mis planes estaba volver esa misma tarde a la metrópoli dejando atrás aquel lugar árido, gris, seco, y polvoriento. Estaba totalmente convencido de que en caso de dar curso a la orden me quedaría confinado allí cautelarmente por tiempo indeterminado; meses y meses hasta que resolvieran un nuevo nombramiento. Eso con suerte. También podían dejarme allí indefinidamente por olvido administrativo. Antecedentes había…

Así pues, para abreviar aquel trámite me vi obligado a preguntar a la joven:

—¿A qué amor se refiere, señorita? Le ruego que vaya directa al grano. El tiempo apremia y he de partir.

La muchacha volvió a levantar sus ojos hacia mí. En su mirada había ternura. No era la mirada de odio contenido que me hubiera dirigido cualquier interna que viviera en condiciones precarias.

—El amor, señor inspector. El amor que se da, y el amor que se recibe.

Nos miramos en silencio. En la estancia el calor era desmesurado, pero ambos estaban habituados. Si el alcaide transpiraba era por la ansiedad que le procuraba una inspección que no le había sido anunciada. Observé —y anoté en mi cuaderno— que la interna no sudaba.

—Me temo, señorita, que llegaremos antes al final si usted se digna comenzar por el principio. —Evité mostrar mi impaciencia—. Cuéntemelo todo, por favor. —La chica volvió a bajar la mirada y comenzó a hablar muy quedamente.

—Llegué a esta prisión hace dos años y medio. Me recluyeron en una celda en las primeras horas de la tarde. A todas luces la celda estaba ocupada, y supuse que la reclusa que allí vivía estaría en sus rutinas diarias. Llegó justo antes de la cena y me dispensó una mirada severa, evaluadora, admonitora. Era una mujer madura, de rasgos endurecidos y de fuertes hombros, supuse que desarrollados a raíz del trabajo físico al que aquí se obliga y sobre el que me instruyeron en la charla de… creo que la llaman de bienvenida. No me dirigió la palabra. Era evidente que su cama era la de abajo por lo que yo había ocupado la de arriba. Pensé que al menos había comenzado con buen pie.

»Tuvimos que formar para salir de la celda y dirigirnos al comedor. Cenamos en silencio y nos recogimos. Tras la cena nos dejan unas horas que pueden ocuparse en la lectura, escribiendo o con labores manuales dentro de la celda. No nos dirigimos la palabra hasta que apagaron las luces. Nos acostamos pero, como es de entender, yo no podía conciliar el sueño en mi primera noche. Me sentía sola y desgraciada. Y el llanto asomó por mis lagrimales. Traté de no molestar a mi compañera que dormía en la litera de abajo, pero ella no debía dormir y me oyó llorar. «Tranquila —me dijo al cabo de un buen rato—. Te acostumbrarás; las primeras noches son duras».

»Yo tenía frío. La llantina me tenía destemplada. Me encontraba desamparada y sin saber muy bien lo que hacía bajé de mi cama y me metí en la suya. Yo sólo buscaba un abrazo, algo que me consolara. La mujer debió verlo natural y se arrimó contra la pared haciéndome un sitio. Sentí necesidad de abrazarme a ella y lo hice. Ella aceptó mi abrazo y lloré con más intensidad. Acomodé mi cara en su pecho y ella acarició mis cabellos, lo que comenzó a calmar mi desazón. Estuvimos así unidas durante un buen rato, pero entonces volví a sollozar. «Cálmate, muchacha; quizá el lloro te alivie, pero te aseguro que no hará que nada cambie. Cuanto antes asumas tu nueva situación mejor lo llevarás». Y secó mis lágrimas. Luego me estampó un beso en la frente. Me arrebujó contra ella, apretándome contra sus senos. Luego, al reluz de la luna separó mi cara de su pecho y me besó en los ojos, secando mis lágrimas con palabras amables. No sé qué ocurrió. Yo sentía un calor y una paz estando abrazada a aquella mujer extraña y la dejé hacer. Una de mis manos pasaba por debajo de su cuerpo y reposaba en su espalda. La otra apretaba sus nalgas, que eran duras y bien contorneadas. Luego ella me besó con ternura en la boca. Le devolví el beso.

»Le resumiré esa noche diciéndole que tuvimos sexo. No soy lesbiana, pero el contacto íntimo con aquella mujer calmó mi desesperación. Nos amamos en silencio. Como la cama era estrecha resolvimos echar nuestras colchonetas al suelo. Bebí de sus labios, succioné sus pezones, bebí su néctar y ella hizo lo mismo conmigo. Tuvimos varios orgasmos y luego nos quedamos dormidas, abrazadas la una a la otra. Nadie nos molestó durante la noche. Cuando amanecía me desperté y me vi en aquella situación. Traté de moverme con cuidado pero mi compañera se despertó. Nos quedamos mirándonos a escasos centímetros. Mi nariz podía rozarse con la de ella. Y nos volvimos a besar en la boca y nos fundimos en un abrazo.

Escuché atento el relato de María. Pero aquello no era nada nuevo, nada que explicara la situación anormalmente favorable en la institución penitenciaria que albergaba a una población interna de dos centenares de almas. Como yo guardara silencio, María continuó refiriendo su experiencia.

—Durante el día aprendí el funcionamiento de esta penitenciaría. Mis labores absorbieron mi tiempo. Comimos en dos turnos y no vi a mi compañera. Sí la vi durante la cena. Estaba en una mesa charlando junto a otras veteranas. Ni me miró. Llegó la noche siguiente y yo estaba nerviosa. No sabía cómo reaccionaría ella después de un día sin vernos; tampoco sabía cómo iba a reaccionar yo ni cómo esperaba ella que yo reaccionara.

»Volvimos a encontrarnos en la celda. Ella llegó casi un cuarto de hora después de mí, pues las normas se relajan sin naves en el aeródromo. Yo estaba sentada en la litera, con las piernas colgando. Había pedido un libro a la biblioteca pero era incapaz de leerlo. Mi cara debía de ser triste. Cuando llegó Laura me sonrió con reservas. Al menos no era la mirada escrutadora que me había dirigido el día anterior. Se sentó en su litera y me pidió que bajara. Me senté junto a ella. No sabía cómo debía comportarme. Laura estaba nerviosa. Lo noté porque balbuceaba al comenzar a hablar. Se dirigió a mí con frases cortas y entrecortadas. Me dijo que no sabía cómo interpretaba yo lo ocurrido la noche anterior. Que no sabía qué le había pasado a ella. Que no era su costumbre comportarse de esa manera. Pero que había disfrutado intensamente de nuestro contacto. Y que si se lo permitía decir, había habido algo más que sexo entre nosotras. Sus palabras me tranquilizaron y espontáneamente decidí abrazarla y darle un beso en la mejilla, pero no sé por qué mi beso acabó en su cuello. Laura tiene una melinita corta y abultada, de un rubio natural que se le ondula tras sus orejas. Su quijada es fuerte, sus ojos verdes. Cualquiera la consideraría una mujer hombruna pero atractiva. A mí al menos me lo parecía. Como digo mi beso se estampó contra su cuello y al separarme de ella me sujetó por la nuca y me besó en la boca. Lo hizo con ternura, despacio, rozando mis labios. Lo repitió una, dos, tres veces. Besos cortos que sus labios carnosos imprimían en los míos. Besos a los que yo respondía de la misma forma.

»Entre nosotras fluía un calor que no era pasión sexual, sino un amor tierno, una sensación de dar y de recibir. Al final de nuestro pequeño rosario de besos nuestras lenguas juguetearon y acabamos como la noche anterior. Lo mejor de todo eran los abrazos, amplios, cálidos, abrazos que trataban de juntar nuestras almas, respirábamos el aire que exhalaba la otra. Nuestras fuerzas vitales confluían y nos envolvían. Esto se repitió durante días. Tras nuestro éxtasis sexual hablábamos. Laura se fue sincerando conmigo y un día me contó cómo envenenó a su marido y la torpeza que supuso no deshacerse del tóxico. Y cómo al final, agobiada por la culpa y presionada por la policía, acabó confesando.

»Así fueron pasando los días. Durante las noches repetíamos nuestro ritual. En alguna ocasión, agotadas por las faenas del día, nos abrazamos, desnudas, y nos quedamos dormidas, sin practicar sexo. Al cabo de una quincena yo no era capaz de ver en el rostro de Laura aquella dureza que viera en nuestro primer encuentro. Pensé que quizá me había hecho a su rudeza, pero por otro lado veía que Laura sonreía cada mañana y cada noche. No sólo me sonreía a mí en el secreto de nuestra celda, sino que sonreía a todas horas. Se presentaba risueña en el comedor, y permanecía sonriente durante el día, realizando sus tareas. Lógicamente no dije nada a nadie de nuestra relación. Al cabo de un mes Laura me dijo lo que yo ya había notado, que se encontraba mucho más relajada y feliz desde que yo llegara a su celda. Que yo había supuesto un soplo de vitalidad en su vida entre rejas. Que ella no era lesbiana, pero que lo nuestro no podía considerarse puro y duro sexo, sino que había algo más. Y sí, yo también lo notaba. Estaba deseando que cayera la noche para irme a esconder acurrucada entre los cálidos y robustos brazos de Laura. Sentir sus pechos junto a mi boca relajaba mi mente, mi cuerpo y mi ser. Dentro de los brazos de Laura no me sentía desdichada. Ella me dijo que le gustaba abrazarme, como si fuera suya, como si fuera una parte de ella misma que necesitaba protección y amparo. Que se sentía dichosa apretándome contra sí, contra sus pechos, sentirme pegada a su vientre, sentir mi cara junto a la suya. Que yo era como un complemento de ella y que no sabía cómo había podido soportar hasta ahora todo aquello sin mí.

María interrumpió su narración. No parecía avergonzada ni cohibida en modo alguno por la experiencia personal que estaba relatando en presencia de dos hombres. Pero continuaba con su mirada sumisa. O tal vez no fuera sumisión lo que emanaba del interior de María. Sea como fuera entendí que debía aguardar al final de su exposición para descubrir qué era lo que María me transmitía y qué lo que me quería contar. Aquel vetusto escritorio aún se interponía entre nosotros.

—Y eso es todo, señor —concluyó María, siempre con su vista perdida en algún punto distante del suelo.

—¿Cómo que es todo? —pregunté evitando gritar, impaciente—. Eso no explica por qué todo el penal ha dejado de dar problemas.

—Supone para ustedes un problema que las reclusas hayamos dejado de dar problemas… —María no entonó una pregunta, y ni siquiera concluyó la frase, lo que dejó en el aire una pregunta muda, que nadie formuló, y una respuesta sorda que nadie escuchó.

Se hizo el silencio entre la ranciedumbre de aquel salón lleno de memorias olvidadas y esquinas sin iluminar. El calor no cedía a pesar de que la hora avanzaba hacia el declive del sol. Las ventanas, diseñadas como estrechas troneras desde las que defender la plaza de un ataque de la antigua infantería, estaban cerradas en un vano intento de impedir la entrada del desierto en la estancia. Necesité calmar mi ánimo agitado antes de volver a hablar:

—María, necesito una explicación práctica. No puedo elevar un informe adivinatorio. Su experiencia personal infringe el reglamento, y entiendo que las celadoras se borren en ciertos momentos, quizá atendiendo sus propios asuntos. Pero lo que usted nos ha explicado difícilmente esclarece el comportamiento del conjunto de una población internada que, dadas las condiciones de habitabilidad a las que se encuentran sujetas, debería plantear problemas, si no diarios, sí semanales.

—Saben que nos han recluido en condiciones extremas pero no tienen en mente atenuarlas siquiera un poco. Les preocupa que no nos matemos entre nosotras…

—María, es un misterio para nosotros lo que queremos averiguar. Si lo que usted me cuente aquí y ahora supone que hay que hacer cambios para mejorar las condiciones de la población aquí confinada, tiene mi palabra de que así lo expondré en mi informe. Pero necesito saber qué ha ocurrido, qué está ocurriendo.

—Yo no puedo decirle qué ha ocurrido. Puedo decir qué me ha ocurrido a mí. Me temo que sólo encontrará usted respuestas personales.

—Aún así, María… El alcaide sostiene que es usted el vórtice sobre el que todo gira. Por favor, continúe…

Algo había ocurrido durante la conversación. Acababa de pedir «por favor» a una interna que continuara hablando. En este punto empezó a incomodarme la vista del maletín negro que destacaba en la habitación desde la superficie del escritorio que me separaba de mi colocutora. El calor, que prevalecía junto con el maletín en aquella estancia, suponía para mí una agonía extra. Me costaba introducir en mis pulmones cada inspiración. Muy quedamente, María continuó su relación.

—Al cabo de mes y medio mi amiga fue trasladada. Al día siguiente se me asignó otra compañera de celda. Margot llegó enfadada, mandona, imponiendo su voluntad en una celda que no era la suya. Comprendí que utilizaba su agresividad como medio de defensa, aunque yo no pudiera prestar oposición a su figura. Margot era mucho más fuerte que yo… En realidad todas aquí son más fuertes que yo.

Y María guardó un silencio súbito, como cuando se le acaba la cuerda a un muñeco que corretea y bate unos platillos. Así se quedó, callada, pensativa, serena… Era su serenidad lo que llenaba los vacíos de la habitación, a excepción del maletín, con su brillo de un negro ominoso. Me di cuenta de ello en ese momento. María no presentaba la rudeza característica de una rea con una larga condena ante sí. Y me pregunté cuál sería el crimen que había cometido para haber sido destinada a este penal en el centro de un inabarcable desierto.

Los dos funcionarios que allí estábamos respetamos su pausa, su silencio. Y pasados muchos segundos que fueron desgajándose uno a uno del reloj que se alzaba frente a mí, sobre la puerta de entrada a aquel despacho, húmedo por la acción del oasis y a punto de hervir por mor del sol abrasador, María retomó su narración con la naturalidad del que sólo ha hecho una pausa para sonreír.

—Margot llegó, como le he dicho, imponiendo sus condiciones. Tal vez se esperaba una disputa con la propietaria de la celda y quisiera lidiar por esa propiedad. Por mi parte nada le dije y me limité a sonreírla. La miré a los ojos. Sus facciones estaban machacadas por el sol. Me era imposible adivinar el color de sus ojos, hundidos y secos en unas cuencas protegidas por cejas prominentes. Su mandíbula me recordó a la de Laura. Por lo demás no tenían ningún parecido. Margot sería algo mayor que yo, pero más joven que Laura. Y yo me acababa de quedar sin los abrazos de mi amiga.

»La miré a la cara con atención, no con insolencia. Y creo que ella captó mi estado de ánimo. Sentía una especie de congoja… pero esta vez no era por mí, sino por el comienzo de una nueva amistad. Si se torcía en esos primeros instantes de reconocimiento mutuo quizá se abriera una brecha que nunca podríamos cruzar.

»Entonces Margot me dijo que Laura tenía razón, que yo era una chiquilla especial. Supe, pues, que Laura había hablado de mí a las veteranas. Aquella revelación me dejó confundida por unos segundos, pensando en las connotaciones que ello pudiera tener. Cuando mi mente volvió al momento que vivía, Margot me estaba diciendo que quería que le hiciera lo mismo que a Laura. No sabía hasta qué punto Laura había contado los extremos de nuestra amistad. Quizá Margot se estuviera refiriendo simplemente a los cambios que se habían operado en la rudeza de la otra veterana.

»La miré con intensidad, sin dejar de sonreír, y le dije que aquello no funcionaría si había imposición por parte de alguna de nosotras. Que debíamos trabajar desde dentro, aceptándonos tal como éramos. Le prometí que por mi parte la aceptaría tal como acepté a Laura, pero que ella debía de poner la mitad del trabajo. Me miró recelosa. Supongo que no sabía si me burlaba de ella, o si eludía hacer lo que me pedía. Le dije que debíamos hablar entre nosotras, conocernos hablando. «No estoy dispuesta a contarte nada de mi pasado —me dijo a la defensiva—. No lo he hecho con nadie». Me acerqué a ella. Muy cerca. Pensé que no me permitiría acercarme tanto a ella, pero debí de cogerla por sorpresa y no opuso resistencia. Entonces le susurré al oído: «Tu pasado no eres tú. Tú eres presente y en él tú decides cómo serás en el futuro».

»Margot se movió, un paso atrás, y me miró largamente a la cara… Escrutó mis ojos, mi nariz, mis labios, mi barbilla, mis orejas, mi cabello, mi frente, mis cejas, y otra vez mis ojos para continuar por mi nariz, mis labios… Durante ese tiempo yo estuve haciendo lo mismo. Noté que Margot tenía una cicatriz que le corría por detrás de la mejilla hacia la oreja y que le faltaba la mitad del lóbulo. En ese momento sentí su dolor, su dolor pasado cuando recibió esa fea cuchillada que pudo acabar con su vida. Nos contemplamos una a la otra durante un buen par de minutos. Nos olíamos. Y mirando a los ojos de Margot supe que ella no sabía cómo poner fin a nuestro mutuo escrutinio. Entonces le pedí que me abrazara. Y ella me abrazó. Sentí el mismo calor que me invadió cuando Laura me abrazó por primera vez, mes y medio atrás, en el camastro que estaba detrás de mí. Un calor que me salía de dentro, un calor que era mío pero que sólo se activaba ante el contacto amigable, cariñoso, de otra persona. Si no había ese contacto yo aún no sabía activar ese calor que emanaba de mi interior, de mi pecho, mi vientre, de mi ser.

»Sin embargo, así como había sentido una oleada de afecto que me llegó de Laura en nuestro primer abrazo, de Margot no sentí más que su calor corporal. Aquella mujer estaba fría por dentro. Era un témpano, una piedra incapaz de tener sentimientos. Pensé que no se los podían haber extirpado, sino que ella misma los había enterrado para protegerlos. Y me propuse extraerlos a la superficie.

»’Vamos a necesitar tiempo —le dije cuando rompimos nuestros abrazo—; tiempo para conocernos’. Noté su tirantez. Luchaba entre entregarse y reservarse, pero si bien sabía cómo reservarse desconocía completamente cómo entregarse.

»No le quiero aburrir con los detalles. Le diré que aquella noche le hice algunas preguntas sencillas sobre ella misma que ni siquiera supo entender, pero mientras la preguntaba le acaricié el cabello con ternura, una guedeja negra y sedosa, y lo hice con dedicación. Luego le pedí que me dejara darle un beso, y accedió. Se lo di en la mejilla, y quise hacerlo en la que tenía marcada. Aquel chirlo me imponía, y pensé que si yo era capaz de sobreponerme a esa impresión que causaba su cicatriz en mi ánimo, acabaría aflojando sus defensas. Pasaron los días, y durante las noches conversábamos una junto a la otra, en la cama de abajo. Yo le hice algunas confidencias pero notaba que ella se tensaba cuando le preguntaba por sus sentimientos actuales. Supe que estaba acostumbrada a bravuconear, a exhibirse, a ofender y amenazar. Era su actitud ante el mundo, o al menos su actitud en este mundo donde nos encontramos recluidas.

»Pasados quince días noté el primer signo de relajación de Margot. Me dijo que era desdichada entre aquellas paredes, y que deseaba siempre que llegara la mañana para verse al aire libre, laborando en las faenas agrícolas, o en los talleres, pero que prefería verse al aire libre. Es de entender puesto que no hay muros ni vallas que escondan el mundo de nuestra vista, aunque se trate de un mundo monótono. La barrera que nos aísla aquí es invisible e infranqueable. Había observado que las reclusas se ensoñaban mirando al aeródromo cada vez que una avioneta aterrizaba o despegaba, y acompañaban su mirada con un hondo suspiro. No sabemos de nadie que haya conseguido escapar, aunque sí de muchas que han visto aumentada su condena por intentarlo.

»El día que Margot me hizo su pequeña confidencia la abracé. Muchos días después me contó los detalles de cómo había castrado al tipo que le hizo aquella fea herida que a punto estuvo de costarle la vida. Cuando terminó su relato estábamos tumbadas en su cama y ésa fue la segunda vez que nos abrazamos. Desde el primer día había mantenido contacto con ella a través de caricias ocasionales, como arreglarle un mechón, o quitarle una mancha inexistente de la cara, pero en esa ocasión reforcé su confesión con un abrazo. Sentí otra vez la ola de calor que emanaba de mi interior hacia ella. Y entonces le pregunté:

»—¿Lo has sentido? —Ella me miró perpleja y me pregunto:

»—¿El qué?

»—Mi afecto hacia ti.

»Se quedó pensando unos instantes. Varios segundos. Luego giró su cabeza hacia mí y dijo que sí:

»—Lo sentí la otra vez, el día que llegué. Creía que había sido cosa mía…

»—Es cosa tuya… Yo sola no soy capaz de provocar esa ola hacia ti.

»Quedamos calladas y nos dormimos. A media noche subí a mi catre. A partir de ese momento me permití acariciar más a menudo a Margot. Y más explícitamente. La agarraba de las manos, y acariciaba su palma y su dorso, ponía mi mano en su cuello y subía hacia la nuca, la sujetaba tiernamente por la cintura. Una noche, después de un mes juntas, Margot soltó una carcajada. La besé una y dos veces, en el pómulo y luego cerca de la boca. A continuación acaricié sus cejas, y repasé su perfil, despacio, con dulzura. Alguien podría decir que la seduje. Mi percepción de lo que estuvo ocurriendo durante ese mes es todo lo contrario. Era yo la que debía acostumbrarse a una mujer que nada me daba y por la que nada sentía. Poco a poco me fui haciendo a ella, me fui abriendo a ella, y ella fue entrando en mí. Su oreja seccionada, su fea cicatriz, su rostro anguloso, viril, sus cejas pobladas, sus dientes separados. Poco a poco fui comprendiendo el ser interior de esa mujer y fui aceptándolo. Fui sintiendo amor hacia ella, el mismo amor que ella debería sentir por sí misma pero que era incapaz de sentir.

»Le he dicho que no alargaría esta parte. Al cabo de dos meses de confidencias e intimidades tuvimos sexo. Y disfruté. Y Margot también disfrutó. Nuestras sesiones sexuales fueron intensas, plenas, pero no salvajes. Logré que la dulzura presidiera nuestros encuentros diarios. Comenzábamos con caricias, con besos fugaces, con palabras a media voz. Disfruté con Margot como había disfrutado con Laura cuando llegó el momento de hacerlo. Antes hubiera sido imposible. Forzar la situación hubiera sido sexo vejatorio. Para ambas. Ninguna imponía a la otra qué había que hacer. Yo también acabé sintiendo el calor que emanaba hacia mí desde lo más profundo del ser de Margot. Cuando por fin esa mujer se abrió su pasión encerrada galopó desbocada. Como si quisiera recuperar el tiempo perdido, el tiempo durante el que había tenido encerrado sus sentimientos y su amor.

»Mi dicha duró menos de un mes. También Margot fue trasladada sin previo aviso. Quizá ese sentimiento de fugaz pertenencia, de no poseer la dicha que se atesora, la sensación de que te arranquen de tu vida, que nada importa a la Administración, es la que ha hecho posible la explicación que usted busca. Han provocado una constante adaptación a lo que nos es dado, sin tener en cuenta gustos ni preferencias.

»La siguiente compañera que destinaron a mi celda era una vieja que llevaba aquí más tiempo que ninguna. Pero me temo que estoy aburriendo al señor inspector de prisiones.

Me sorprendió el cese abrupto del relato. Tan embebido estaba en lo que María decía, en tratar de comprender lo que me estaba contando y lo que estaba queriendo decirme, que fue como si me despertaran con una bofetada.

—Nada de eso, María. Por favor, continúe. Está usted explicando algo muy complicado de manera exquisita.

María me miró a los ojos y luego miró al alcaide. Todas sus acciones eran pausadas, como lo era su discurso. Hablaba con sencillez. No había gesticulado lo más mínimo ni una sola vez. Su voz, queda, se escuchaba de forma suficiente entre aquellas paredes. Cada vez hacía más calor. No sé cuándo lo hice, pero me había quitado la corbata y me había abierto la camisa. Me di cuenta, y me sorprendí a mí mismo, cuando vi el mate corbatín negro cortando en dos el brillo negro del maletín. La sola vista de aquel maletín negro y de aquella negra corbata me molestaban pero no sabía decir por qué. Me molestaba también la mesa que me separaba de mi interlocutora. Haciendo un esfuerzo para evitar evidenciar mi desesperación y mostrarme calmado, dueño de la situación, me levanté, y llevando conmigo la silla, me coloqué ante María, sentándome delante de ella como dos amigos que van a confesarse sus asuntos, sus confidencias. Entonces la olí. De ella emanaba un olor a tierra fresca, a flores, un olor cálido a madre, a leche tibia, un olor ancestral nada obsceno. Un olor a mujer que uno siente la necesidad de abrazar, de proteger, de querer con intensidad. María no hizo ningún gesto ante mi proximidad. La aceptó como algo natural. Por debajo de su olor pude apreciar el mío personal. Era un olor a sudor, a la humedad del oasis, a la sequedad del desierto, a días de insomnio tras la marcha de mi mujer, y por detrás de ese olor propio pude oler días de alcohol, olí de nuevo el tufo incrustado en los tabiques de los antros de opio y cannabis donde me sumí tras la muerte de mis hijos. Y escuché la vaharada de los hierros retorcidos y calientes, a gasolina derramada y a pintura derretida tras el accidente. Y a mis ojos acudió el regusto metálico de la sangre, y contemple una vez más el sabor de la explosión derramándose por los bordes de mi lengua hacia el interior de mi boca, y escuché la suavidad del fogonazo cegador escurriéndose por mi garganta abajo. Un zumbido cegaba mis sentidos. Ocurrió todo en el lapso de una nimiedad, pero cuando me recobré del abismo temporal en el que mis sentidos se habían sumergido, María me miraba con atención explorando el fondo de mis ojos. Poco a poco su imagen fue cobrando nitidez en mi retina. Y por primera vez en aquella tarde la vi sonreír con calor y afecto. Y de su sonrisa me llegó una oleada de calma y plenitud que, avaro, introduje en mí inspirando lenta y profundamente. Sé que ella oyó las imágenes que me atormentan.

—Por favor, María… Continúa, por favor. —Aquél no era yo, me escuchaba hablar y aquél no era yo. Pero tampoco deseaba ser yo.

María contemplaba mi debate interior a través de mis pupilas. Supe que ella tenía la propiedad de ver mi mente torturada a través de mis ojos. Ignoro con qué nitidez podía ver, pero supe que podía adivinar y sentir y oler y comprender mi dolor. Tras unos respetuosos instantes de silencio, María asintió y continuó.

—La tercera vez me embargó una punzada de desagrado. Me habían retenido en los despachos durante más de veinte minutos por un asunto burocrático. Cuando llegué a mi celda Ofelia estaba completamente desnuda, esperándome, sentada sobre la mesita que compartimos en la celda. Ofelia es la madre de todas nosotras. Es la más vieja y la más veterana en este lugar. Ella manda. Ella marca las directrices a seguir entre las reclusas. Nadie se opone a Ofelia. No manda con la fuerza. No tiene años para imponerse a golpes. Manda con la coherencia y la sensatez que le dan los años vividos y los padecidos entre rejas. Pero si Ofelia no impone sus deseos, los deseos de Ofelia se imponen. Tiene una cohorte de seguidoras cuya única satisfacción es mostrar su poder haciendo que las díscolas obedezcan a Ofelia por la fuerza. Enfrentarse a Ofelia es empezar a perder; perder categoría, perder estima, perder el estatus que se pueda haber ganado en este inframundo.

»La desazón que sentí cuando descubrí que me habían vuelto a cambiar de compañera se debía a que tenía que volver a empezar. Y no sabía si tendría fuerzas. No ante el panorama que se ofrecía ante mis ojos. Allí estaba la casi anciana Ofelia, con su culo plano posado en la mesa donde escribo, abierta completamente de piernas y diciéndome: «Quiero que me hagas lo mismo que has hecho con Margot y con Laura. Come aquí abajo».

»Allí abajo se ofrecía un panorama desolador: un vello púbico encanecido e hirsuto, con calvas que dejaban entrever una piel amarillenta. Asomando por entre las piernas, como desgajándose del vello nevado, colgaba un pingajo oscuro totalmente vertical. No quise imaginar el olor que podría despedir aquella vagina agostada. Los ojos de Ofelia eran de un castaño apagado, triste y sin esperanzas. Su mirada era dura pero a la vez noté un ápice de temor, de miedo a no obtener lo que buscaba. Ignoraba qué le podían haber contado mis dos compañeras anteriores ni qué podía haber entendido ella. Supe mucho más tarde que Ofelia buscaba la sonrisa, la alegría que ella había podido observar en los rostros de Laura y Margot. Posiblemente las interrogó y ellas le contaron, y Ofelia se quedó sólo con la parte física.

»La cabellera de Ofelia era también blanca; una melenita lacia y estropajosa que no llegaba a tocar sus hombros. Su cara estaba surcada de arrugas, y arreciaban bajo los ojos, en los pómulos, en la cercanía de los labios, en la proximidad de los lóbulos de sus orejas. Sus dientes, dos de ellos rotos, tampoco es que fueran de un blanco marfileño. El cuello de Ofelia no era menos arrugado que su rostro. Sus pechos, secos, colgaban como dos alforjas vacías que se hubiera echado sobre los hombros, con dos botones negros que hacían las veces de broches. O de tornillos que se fijaban al torso de Ofelia para que sus sequedades no siguieran cayendo. Su abdomen aparecía apergaminado, su ombligo era una caverna oscura. Sus velludas piernas se veían amarilláceas, y sus rodillas agrietadas. Sus tobillos eran de un oscuro azulado. Los dedos de sus pies terminaban en unas uñas agresivas y filosas.

»Creo que entendí lo que Ofelia quería. Pero yo no sabía si sería capaz de dárselo. Me acerqué a ella, obediente. Me agaché, estiré la mano, y cogí la sábana de la cama baja, y con ella rodeé los hombros de Ofelia y la cubrí a la vez que me acercaba más a ella y susurraba junto a su oído: «Así no; así nunca daría resultado. Has de darnos tiempo. Hemos de conocernos antes». Ante la proximidad de Ofelia noté su olor corporal. Todas nos duchamos dos veces al día con agua escasa siguiendo el reglamento higiénico de la institución. Pero el olor de Ofelia era un olor a cuero viejo, a cabello añejo, a pliegues sin orear, a depósitos de desánimo y desesperanza. A oquedades donde nunca entra la luz.

»Ofelia me miró sin comprender. O comprendiendo a medias, que es peor que darse cuenta de no haber entendido nada. Quedamos una tan cerca de la otra que mi nariz podía rozar su nariz, pero no sentía ningún deseo de besarla. Por edad Ofelia bien podía ser mi abuela. En ese momento noté mi corazón acelerarse, desbocado por el temor y quizá también por algo parecido a la responsabilidad: no podría conseguirlo una tercera vez. Se me pedía mucho, más de lo que yo podía dar. Noté el aliento de Ofelia en mi rostro cuando habló: «¿Cuándo, pues?», y su voz parda y cazallosa estremeció mi ánimo.

»Aquella frase, lo supe, la dejaba en mis manos. Al menos por un tiempo. Tenía que obrar con precaución. Herir sus sentimientos no sólo no serviría de nada sino que me colocaría en una difícil situación en esta penitenciaría: «Cuando ambas estemos preparadas». No sabía qué más decir. Entonces Ofelia, ante mi proximidad, se sinceró. Con el paso del tiempo entre estas paredes me he dado cuenta de que consigo eso sin proponérmelo. Es como si mi proximidad desarmara a las personas.

En ese momento María levantó los ojos y me miró sin explorarme, dejándome libre de vagar con mi mente por donde quisiera.

—»Yo quiero que me devuelvas la alegría de vivir, como has hecho con Margot y con Laura. Hay un cambio en ellas desde que compartieron celda contigo. Las he interrogado por separado y ambas me han descrito los mismos ritos».

»Los ritos, pensé, como si aquello fuera cosa de brujas y aquelarres: una orgía privada en la celda de una prisión levantada en el centro del infierno. «Quiero rejuvenecer, amiga mía, que me hagas rejuvenecer como han rejuvenecido ellas». La miré intensamente… Aquella anciana mujer, aquella veterana presidiaria, me investía de poderes que yo no tenía. O sí… Tal vez… Yo también empecé a entender. Claro, ¿por qué no? El mito de la eterna juventud que se celebraba en las misas de brujas no se refiere al cuerpo sino al ánimo, a la mente, al espíritu de cada uno. La alegría de vivir, había dicho Ofelia. Quizá sí, quizá Laura y Margot habían recobrado la alegría de vivir, pero no yo. Yo seguía embargada por el síndrome de la reclusión forzada, yo daba alegría de vivir pero sólo recibía confort ocasional.

María hizo una pausa, pero continuó de inmediato:

—Yo daba lo que tenía y ellas lo habían reconvertido en alegría vital. Tal vez el motor que operó esos cambios no estuviera en mi interior sino en ellas. Ellas tenían la capacidad de reciclar el cariño, la ternura, quizá el amor que yo les entregaba, en alegría de vivir. Sin embargo yo sólo me reconfortaba temporalmente. Quizá de mí partía el germen que hacía brotar la alegría en sus espíritus, pero ese germen lo perdía y no fructificaba en mi interior. También, pensé, quizá sólo fuera cuestión de tiempo, de aceptar mi situación. Quizá debería aceptar antes mi reclusión y luego tratar de encontrar esa alegría que había anidado en el pecho de mis dos amigas.

»Todo eso y más vino a mi mente en un instante mientras notaba el aliento de Ofelia en mi cara. ¿Y sabe qué? No era un aliento desagradable. Su hálito olía a encina y a enebro y a madreselva, a años de sabiduría, de paciencia y espera. Ofelia era la madre de todas nosotras. Y estando con la madre nada me podía pasar porque ella cuidaría de mí. Me acerqué a ella y deposité un casto beso en sus ajados labios. Ella quiso sorber, no sé si mi aire, o mis humores, o mi esencia, pero yo me retiré y vi en sus ojos una mirada de ansia. Me agarró por los hombros y apoyó su cabeza en mi pecho. «Chiquilla…», me dijo. Yo me forcé a acariciar su astrosa cabellera. Y decidí que haría cambios en Ofelia.

»No le diré cómo, pero en los días siguientes conseguí unas tijeras y recorté los cabellos de Ofelia. También logré algunas cremas que apliqué a su reseca piel. Se preguntará cómo entraron esas cremas en este hospicio de reclusas. Las hicimos aquí, con productos naturales: con vegetales y leche mayormente. También conseguí fabricar algún cosmético. Raspando el ladrillo rojo, las blancas paredes, el hollín de la madera quemada. Machacando cada color hasta obtener un fino polvo y dejando reposar cada uno en leche hasta que ésta se evaporara, lo que aquí ocurre rápidamente, por lo que no se pudre. Una vez seco volvemos a machacar la pulpa que queda y la esparcimos sobre las piedras al sol. Cuando está totalmente seco, lo que en este horno se logra en minutos, hay que recogerlo rápidamente para no perderlo por culpa de cualquier airecillo. El rojo lo usamos como colorete, el negro como sobra de ojos, el blanco para disimular las manchas de la piel. Nuestros rostros y brazos están morenos por la acción del sol, pero no podemos trabajar desnudas y bajo nuestros buzos de trabajo nuestra piel es blanca como la leche. Tal vez si la población funcionarial fuera totalmente femenina podríamos trabajar con los torsos desnudos, como hacen los hombres en cualquier obra al aire libre en los meses de canícula.

»Maquillé a Ofelia y el primer día todas quedaron asombradas. Quisieron saber y les expliqué. Ahora todo el penal confecciona su propia cosmética y nos maquillamos tras el trabajo para ir a cenar, para leer en la carente biblioteca que nos han destinado, para echar alguna partida en el casinito del que desde hace poco nos dejan disponer para jugar al ajedrez, damas y dominó.

»Nuestra autoestima ha mejorado, y nuestras relaciones interpersonales también. Imagino que su curiosidad querrá saber qué ocurrió conmigo y con Ofelia. Tengo que decirle que me costó, me costó mucho, pero me fui haciendo a ella. Fui sintiendo que ella era una persona que necesitaba del trato con otras personas. Que ella era una mujer que tenía mucho que ofrecer aunque no supiera cómo. Necesité tiempo para sentir que Ofelia estaba dispuesta. Le dije que todo se basaba en lo que ella fuera capaz de dar. Pensé que quizá ella, con todo su bagaje, no fuera capaz de recibir y sí de dar, y esta vez yo sí estaría dispuesta a recibir todo lo que ella fuera capaz de ofrecer. Sería avariciosa, enseñaría a Ofelia a dar cariño, amor, ternura, apoyo, conversación, besos, abrazos, comprensión, caricias, sonrisas y hasta suspiros. Me propuse que esta vez fuera Ofelia la que diera y lo conseguí. Hablé con ella, hablamos mucho durante muchas noches. Hablamos de nuestras intimidades, sin necesidad de contarnos secretos que concernían a terceras personas. Sólo nuestros sentimientos. Y Ofelia supo darme lo que yo quería. Utilicé a Ofelia para sentirme feliz. Y Ofelia cumplió a la perfección.

»Pero ocurrió que a la vez que ella daba también recibía. Tal vez sea que así funciona esto. Tanto cuanto das así recibes. Si te niegas a dar, serás incapaz de recibir. Ofelia no tenía un bello cuerpo que ofrecerme, pero en cambio tenía mucho amor comprimido que darme. Sus abrazos eran como rebujarse en sedas y algodones, sus besos eran frescosas delicias que daba en las dosis justas. Parecía que Ofelia siempre hacía aquello que yo deseaba que hiciera conmigo en todo momento. Pero comprendí que aquellas coincidencias no podían darse; simplemente ocurría que cuanto ella hiciera sobre mí a mí me reconfortaba, y mi mente aceptaba sus atenciones como si yo las hubiera demandado un segundo antes. Y por si usted se lo está preguntando, sí, tuvimos sexo muchas veces.

»La respuesta a la pregunta que usted ha venido a buscar desde tan lejos, a la vista de lo que le acabo de relatar, es sencilla: Laura, Margot, Ofelia, cuando fueron trasladadas y tuvieron otras compañeras, llevaron a sus celdas la experiencia vivida conmigo. Y cuando hubo nuevas rotaciones sus nuevas amigas llevaron a otras reclusas el entendimiento mutuo que acaba en sensualidad… amor. El sexo bruto no es una solución entre nosotras.

»Al cabo de tres meses yo fui la trasladada de celda. Le puedo decir que mi siguiente compañera se alegró sobremanera cuando vio que era yo quien llegaba a su cuarto: también me atribuía poderes que no sé si tengo… quizá sí a la vista de los acontecimientos. Ahora las mujeres que aquí vivimos somos felices entre nosotras. No hay comportamientos agresivos. Hemos creado una sociedad donde todas nos entendemos y apoyamos, así que no le extrañe si alguna, cumplida su condena, se resiste a regresar a otra sociedad donde la mujer es utilizada, extorsionada y a veces apaleada.

Un silencio se impuso entre nosotros tres, únicamente interrumpido por el jadeo sofocado del alcaide. Él también había escuchado expectante la relación de lo que ya sabía. No me extrañó que el hombre sudara a pesar de estar habituado al infierno: su puesto estaba en juego. Entendí que una vez acostumbrado a los rigores de aquel huerco, no había destino más tranquilo y apacible.

Comprendí que María se había convertido en la guía de toda aquella tropa, un caudillo que no mandaba sino que esparcía esporas de afecto y ternura.

Quedé callado por espacio de unos buenos minutos durante los cuales María había levantado su vista y ahora me miraba a los ojos con sencillez, con humildad. Tras haber escuchado atentamente, tras haber meditado cuanto allí se me dijo, y haberlo creído sin ningún asomo de duda, me tocaba tomar una decisión. Los reglamentos y su aplicación habían saltado en pedazos.

Por otra parte no es menos cierto que la paz, el sosiego con que allí viven dos centenas de internas es ejemplar. ¿Hasta qué punto los reglamentos están dictados para mantener la concordia en establecimientos penitenciarios? Es probable que con el paso de los años los reglamentos se hayan ido endureciendo para dar cabida a situaciones cada vez más complejas… o demenciales. Pero María, con su temperamento, ha logrado invertir la tendencia entre asesinas y criminales.

De vuelta en mi oficina, y tras pensarlo detenidamente durante tres días, he decidido enviarles este informe que, como ya han comprobado, es más un texto literario que el preceptivo informe burocrático y administrativo que ustedes esperan. Sencillamente me siento incapaz de hacerles entender lo que yo entendí hace tres días en el centro del infierno. Me he valido de la grabación que hice para trasladarles fielmente las palabras de la interna número 1017, citada aquí como María, grabación que les remito junto con el informe.

Adjunto a este informe, también les curso mi dimisión como agente inspector de prisiones. No deseo que me destinen a ningún otro puesto dentro de la Administración. Deseo causar baja. Mi destino, lo he comprendido, es vagar errante por el mundo hasta sosegar mi mente y mi espíritu. Necesito tiempo. Posiblemente todo el tiempo que me quede en este purgatorio.

Me permito recordarles que deben dejar de enviar monos de trabajo masculinos para ser usados por una población femenina en su totalidad. Una población reclusa, no una población internada. Quizá tanto eufemismo haya terminado por alejarnos de la realidad.

Todo lo cual se lo comunico a ese Comité para su conocimiento y a los efectos oportunos.

Losange Sable

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