El ascensor

15 de enero de 2020

La cocina del escritor.—
Poco os podré anticipar sin destripar este cuento de noviembre de 2017. Cualquier cosa que diga es probable que os destripe una parte de la lectura.

No se trata sólo de una huida angustiosa en un entorno urbano y claustrofóbico, ni de una persecución contenida. Hay algo más que habéis de descubrir leyendo el cuento o la sección La receta del cuento, donde sí que se destripa algo de la historia.

Espero que os resulte ameno aunque vuestro credo no apruebe algunas acciones.

El ascensor: sobre la receta del cuento Mostrar

 

El ascensor   
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El ascensor
***

(cuento – 1.411 palabras ≈ 6 minutos)

Acababan de hacer el amor en el piso de ella, una mujer casada que vivía en la quinta planta de un lujoso bloque de apartamentos de quince alturas.

Estaban desnudos, jugando a las caricias en la cama, cuando sonó el teléfono. Ella se estiró hacia la mesilla para alcanzarlo mientras él observaba el bamboleo de su pecho. Eran unos pechos grandes que él había estado besando con sus manos. El gemido que ella ahogó le sacó de la ensoñación. La miró sorprendido y vio la alarma en su rostro. Ella respondía aprisa, queriendo colgar a un interlocutor que retenía la conversación.

Al fin dio una excusa y colgó de repente. No habló hasta cerciorarse de que la línea estaba cortada.
—Vete, vete, vete… Mi marido está en la ciudad. —Él se movió con agilidad por encima de la cama, buscando su ropa interior. Ella recogió su camisa y sus pantalones—. Era una amiga que se ha cruzado en la estación con él. Ha llamado para reñirme; creía que le había dado una excusa falsa para no comer hoy con ellos… nosotros, los cuatro…

Él sabía que el marido era un tipo fuerte, y en el apartamento de la pareja no había dónde esconderse. El trayecto desde la estación del tren hasta el edificio llevaba unos minutos en taxi. Mientras él se vestía deprisa ella hacía la cama, todavía desnuda. El marido llegaría en cualquier momento.

Se calzó apresuradamente pero no encontraba un calcetín. Se lo dijo mientras remetía la faldilla de la camisa en el pantalón. Ella, contrariada, deshizo la cama y batió las sábanas. Cuando el calcetín apareció él tenía los mocasines puestos, así que lo guardó en un bolsillo de la americana. Fue a despedirse de su amante con un beso pero ella le apremió: «Corre, joder; vete de una puta vez, que está al llegar. Os vais a cruzar en el portal…».

Salió del único cuarto del apartamento en dirección a la entrada y se detuvo en seco.
—¡Pero vete, coño…! —le urgió ella sin elevar la voz.
—Si abro y está ahí fuera la jodimos —dijo él en susurros.

Ella saltó por encima de la cama y con un par de zancadas llegó a la puerta. Apartó al amante hacia un lado y, tomando aire, aplicó el ojo a la mirilla.
—No hay nadie en el rellano, ¡sal! —Y ella abrió la puerta escondiendo su desnudez tras la hoja.

Él salió con premura y ella cerró bruscamente. Entonces escuchó el peso de la mujer cayendo contra la puerta y una carcajada liberadora.

Se dirigió con presteza a los ascensores mientras comprobaba una a una las abotonaduras de la camisa. Cruzó el rellano aprisa. Conocía la cara del marido por las fotos del apartamento. Cruzándose en la entrada del edificio, una enorme torre ubicada en las afueras frente a otra edificación gemela, serían dos inquilinos que se saludan en el portal.

Al acercarse a los ascensores vio el cartel en una de las puertas metálicas: «Fuera de servicio por mantenimiento». Hinchó el pecho con lentitud y espiró con fuerza. Pulsó el botón y la luz quedó fija en el óvalo que enmarcaba el triangulito de bajada.

El rumor del ascensor venía de los pisos inferiores. Aguardó la llegada a su rellano taconeando en el suelo. En unos segundos la puerta se abrió y se precipitó adentro.

En ese momento un hombre con una pequeña maleta de viaje salía del camarín. Estuvieron a punto de chocar las cabezas.
—Disculpe —dijo el amante.
—Antes de entrar, dejen salir —dijo el marido sonriente, que había intentado abandonar el elevador con atropello.

Se miraron a los ojos. El amante se echó a un lado para permitirle la salida. Al marido se le congeló la sonrisa cuando inspiró al pasar junto a él.

Se introdujo sin decir nada más en el ascensor y el marido, que se había detenido, le siguió con la mirada al tiempo que giraba la cabeza. Ahora estaba serio y le miraba fijamente a los ojos. El amante no le sostuvo la mirada y bajó la vista después de oprimir el botón para descender hasta la planta baja.

La puerta se cerró pero el ascensor continuó ascendiendo para recoger vecinos que habían hecho la petición al sistema informático de los elevadores.

El ascensor se detuvo en el duodécimo. Dos mujeres entraron, dando los buenos días, saludo al que él correspondió distraído. La vieja pulsó el botón del décimo. La joven no tocó ninguno de los botones. El ascensor descendió dos pisos.

La vieja se demoró en salir, se detuvo en la puerta y se volvió. Con un elegante movimiento del bastón cortó el circuito fotoeléctrico impidiendo que la puerta se cerrara. Ambas se miraban directamente a los ojos; había tensión entre ellas. La vieja vestía como para hacer una visita a domicilio. La veinteañera vestía de forma descocada y atrevida.
—Comemos a las tres. Estate en casa quince minutos antes, por favor. No hagas que se impaciente.

A pesar de pedirlo por favor sonó como un mandato. La chavala no dijo nada, y tampoco bajó la vista. Ambas continuaron mirándose durante un rato.

La vieja apartó el bastón y tras unos instantes la puerta comenzó a cerrarse. La señora continuó observando a la joven con cara seria y mirada escrutadora mientras la puerta se cerraba.

El ascensor reinició el descenso. La joven dijo en voz baja amargos insultos por dos veces y luego le miró a él, como si acabara de descubrir que no estaba sola en el ascensor.
—Y tú, ¿adónde vas? —le preguntó con descaro.
—Abajo —atinó a responder, eludiendo la conversación.
—Eres muy mono… Y estás para comerte. ¿Cómo te llamas? —La melosidad de la voz de la joven no era afectada.
—Eso da igual —dijo con sequedad. La chavala era atractiva.
—Pues yo quiero saberlo —le dijo ella a la vez que acortaba la distancia que había entre ambos. Y sin mediar más palabras, como quien concluye una misma acción, la mujer le sujetó por la nuca y le estampó un beso en la boca.

La lengua de ella trató de abrirse paso entre sus labios, las manos agarraron su culo y sus pequeñas tetas se apretaron contra el pecho del hombre.

En ese momento el ascensor se detuvo y se abrió la puerta. El marido contemplaba la escena con estupor y contrariedad. Ahora el amante sí le sostuvo la mirada.
—¿Va a entrar? —le preguntó con un dejo de desdén.
—Por supuesto. No voy a bajar andando. —Y dio un paso cuando la puerta se cerraba, chocando contra sus fornidos hombros.

La puerta tuvo que abrirse de nuevo y el marido pudo entrar. Seleccionó su piso de destino en el cuadro de botones y esperaron en silencio unos segundos a que la puerta completara el cierre. El amante miró las manos del marido. El silencio comenzaba a pesar. De pronto el marido hizo un lento esguince hacia atrás y aspiró pausada y profundamente a la vez que entornaba los ojos, como quien trata de captar la más mínima partícula odorífica suspendida en el estrecho habitáculo. Y echó el aire bruscamente, como el catavinos se libra de un sabor para recomenzar sin ecos.

El ascensor se detuvo en la planta baja. Ninguno de los tres hizo ademán de salir. El marido, que había entrado el último, taponaba con sus anchos hombros la salida. Se sucedieron unos segundos tensos. Cuando la puerta comenzaba a cerrarse el marido tapó la célula fotoeléctrica con la maleta y se giró hacia el amante.
—¿Va a salir alguno de ustedes? —preguntó mirándole fijamente a los ojos.
—Con permiso —dijo. Y comenzó a deslizarse entre el pecho de toro del marido y el lateral del habitáculo. Ambos cuerpos se rozaron y el marido volvió a aspirar aire con profundidad mientras achicaba los ojos, como queriendo retener un aroma—. ¿Ustedes no salen?
—Vamos a los garajes —dijo el marido sin dejar de observarle—. ¿No sabe que abajo hay dos plantas de garajes?
Ambos hombres quedaron mirándose cara a cara con el umbral del ascensor de por medio.
—Por supuesto que sí. Vengo cada seis meses a supervisar las tareas de mantenimiento en los ascensores. Tengan cuidado al salir; el operario está abajo preparándose para revisar este camarín.

La puerta se fue cerrando con la parsimonia habitual mientras el marido, bajando la vista, le recorrió lentamente de arriba abajo, hasta que sus ojos se posaron en los mocasines del amante.

Losange Sable

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