Ciudad Perro (0)

15 de octubre de 2019

Después de contactar vía Internet con algo más de ciento treinta editoriales, no he logrado que ninguna quisiera publicar el libro de cuentos que hoy te regalo.

No buscaba dinero, sino promover un debate serio y sosegado sobre la proliferación indiscriminada de canes en las zonas urbanas (y en las rurales, donde algunos lugareños persisten en asemejarse al necio paleto de barrio).

Ofertas sí que he recibido, pero o bien eran de autopublicación o bien una forma enmascarada de autoedición. También hubo quienes se arrugaron… Por lo visto aún no está el bollo para este horno y temían que les escrachearan su trabajo editorial. Como editar el libro en formato EPUB no me supone ningún esfuerzo extraordinario, aquí lo tienes (para lanzar la descarga pincha en el icono verde de ePUB de más abajo).

Trece historias (dos han sido recuperadas de Los cuentos de Juan Norris) que caminan desde lo realista al esperpento y a lo grotesco para llegar al duodécimo cuento, que incursiona en una cercana pero preocupante distopía.

Habrá quien no entienda el mensaje, que anticipo en el prefacio y que zanjo en el ultílogo, ventanas desde donde, en tanto que autor, hablo con el lector.

Pero cada uno de los trece cuentos tiene su propio narrador. No, no soy yo el narrador en ninguno de ellos, como bien saben los iniciados en narratología. He dejado, cual médium, que los narradores contaran a su manera lo que tuvieran que decir. Espero que disfrutéis de su lectura tanto como yo he disfrutado escribiendo esta historia que necesita de los trece cuentos para completarse.

Debajo de la tabla de descarga os dejo el primer cuento a modo de abreboca… Espero que os parezca interesante.

Ciudad Perro   
¿Cómo leer un archivo ePUB?

Muy bien Tomás
Muy bien Tomás, muy bien Tomás,
vuelves al campo y abandonas la ciudad.
(estribillo de una exitosa canción infantil de Enrique del Pozo)

***

(cuento – 646 palabras ≈ 2,5 minutos)

El parroquiano que acaba de entrar en la tasca saluda a Juanjo con familiaridad, pero Juanjo finge estar absorto y eleva la mandíbula por toda respuesta. Sentado ante una sólida mesa de madera, bebe el café a sorbitos. Le gusta muy caliente: “Que se derrita el vaso”, bromea cuando lo pide al chigrero. Lleva bastantes años viviendo en un pueblo donde todos le conocen. Aunque de carácter reservado, es afable en el trato y buen conversador. El cliente que acaba de entrar pide su consumición y se acerca a la mesa:

—Pareces enfadado —le dice sentándose frente a él.

—Perdona. Ha sido verte… y acordarme.

—No será para tanto.

—Te pedí que hablaras con tus amigos y te borraste.

—Pero las cosas no son así, Juanjo. Ahora venís los de ciudad a imponer las normas urbanas al medio rural, y no puede ser.

—Siempre creí que la convivencia y buena vecindad se basan en el principio de no molestar.

—Siempre hubo perros en los pueblos.

—Seré de ciudad, pero mi familia era de aldea. Conozco bien el medio rural.

—Entonces entenderás que los perros ladren.

—Si relincharan serían un fenómeno de feria… Claro que los perros ladran, pero los amos tienen que mandarlos callar. Un perro no puede estar ladrando continuamente.

—Chico, es que te molesta todo.

Juanjo mira fijamente a su interlocutor.

—Yo vivo allí. Tus amigos sólo tienen un chabolo. Trajeron un perro y lo dejaron allí atado. Lleva tres días sin dejar de ladrar.

—A ti no te gustan los perros.

—No me gusta que me molesten. Tampoco me gusta que me molesten los humanos. Pero cuando me molesta el humano, la culpa es del humano. Y cuando me molesta el perro, la culpa es del humano.

—Para ti la culpa siempre es nuestra.

—Si no quieres entenderlo nada puedo hacer para que lo entiendas. Tampoco querrás entender lo del ganado y los lloqueros.

—Pero es que os molesta todo. A vacas y caballos siempre les pusimos lloqueros.

—Un lloqueru hasta suena bucólico. Diez lloqueros veinticuatro horas al día, siete días a la semana, es ruido molesto.

—Sólo protestas tú. Esos chavales quieren recuperar modos de vida.

—Mira, Blas, los lloqueros son para el puerto, para localizar el ganado entre riscos y vaguadas. No son necesarios si el animal pace en una finca cerrada.

Blas calla y Juanjo aprovecha para continuar.

—Me acusáis de ser de ciudad. Tus amigos sí viven como los de ciudad. Tienen empleo a tiempo completo y duermen en un tercero con ascensor, en el pueblo: zona urbana. El que vive en la zona rural soy yo, y todo el tiempo. Cuando salen de trabajar se entretienen cebando unas reses y un perro al que no hacen caso. Luego van a dormir al piso. El perro, encadenado, protesta ladrando.

—Pero eso siempre lo hicimos en los pueblos.

—No, Blas. El abuelo de tus amigos tenía perro. Cuando llevaba las vacas a pacer, iba con el perro. Si marchaba a rozar mullido para el ganado, el perro iba con él. Cuando bajaba al pueblo a por una onza de tabaco, se llevaba al perro. Si el perro ladraba él estaba allí para mandarle callar: porque le molestaba a él y para que no molestara a los vecinos. El perro estaba siempre con el paisano. Tus amigos lo abandonan todo el día atado a una cadena.

En este momento suena el teléfono de Blas, que se disculpa. Cuelga tras responder con palabras de aquiescencia. Queda transfigurado, silencioso, mirando largamente a Juanjo.

—¿Pasó algo?

—Mi tía.

—Estás demudado…

—Tengo les vaques paciendo un prau pegado a una Casa de Aldea que alquila en verano. Ahora, en invierno, poco. Llamome porque acaban de alquilarle la casa para este fin de semana —Blas hace una pausa y enarca las cejas—. Quier que le saque les vaques del prau porque hay doce con lloqueru.

Luis R. Míguez

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