Las putas cajitas blancas

1 de agosto de 2019

Este cuento pertenece al proyecto Crónicas (deportivas) de Mospintoles, y fue publicado en mayo de 2011. En él van apareciendo paulatinamente los seis protagonistas de la serie mospintoleña junto con un bosquejo de la evolución de sus vidas. Creo que el mensaje del cuento llega al lector sin necesidad de conocer el mundo de Mospintoles.

Se trata de una crítica humana que atañe a todo el mundo deportivo en todos sus estamentos, comenzando por el Ministerio de Deporte y el Consejo Superior de Deportes, organismo que en España tiene rango de Secretaria de Estado.

Las putas cajitas blancas   
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Las putas cajitas blancas
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(cuento – 3.770 palabras ≈ 16 minutos)

Las sirenas

El Hospital de Mospintoles, ciudad ficticia aledaña a la megaurbe en que se ha convertido Madrid, se levantó en la zona sur de la ciudad. Cuando las ambulancias acuden a la parte norte todo Mospintoles se entera de que existe una urgencia, pues circunvalar la ciudad lleva más tiempo que atravesarla, aunque a ciertas horas los ambulancieros evitan la zona centro para no quedar varados en un más que probable atasco, motivo por el cual doblan en las inmediaciones del ayuntamiento en dirección oeste, pasan junto a las oficinas del holding de Industrias López, y giran al norte en la Avenida Toledo cruzando por delante de los Talleres Matute y el Complejo Deportivo Mospintoles-2 para subir hasta el barrio de San Agustín, donde viven Piquito y Susana. Una vez en el cuadrante noroeste de la ciudad tienen acceso inmediato a todas aquellas barriadas.

Este martes, en plenas vacaciones escolares de semana santa, María Reina, la teniente de alcalde que dirige con mano más férrea la sección local de su partido político que su propio matrimonio, pudo oír la sirena de la ambulancia desde su despacho en el ayuntamiento. Había abierto la ventana para ventilar la oficina tras una tensa reunión en la que, saltándose la legislación vigente, se fumó demasiado. Apenas quedaba un mes para las elecciones municipales y María era cabeza de lista por su partido después de unas acres primarias donde había conseguido descabezar a Segis, el actual alcalde. La victoria interna no fue nada amplia, aunque el sentimiento mayoritario en la célula mospintoleña era la necesidad del relevo. Los estómagos agradecidos que había ido dejando el actual alcalde a lo largo de dieciséis años de mandato también votaron en esas primarias.

María no prestó atención a la ambulancia, aunque por la noche recordaría que había reparado en ella y sin motivo aparente un leve estremecimiento recorrió su espina dorsal, pero había desechado sentimiento alguno de premonición pues un político del siglo XXI ha de ser pragmático.

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López preparaba una sencilla compra-venta en su despacho de la tercera planta. Apenas había allí más que lo indispensable para realizar tareas rutinarias. La gran mudanza a las oficinas instaladas bajo la nueva grada del estadio había comenzado hacía un mes y para la semana siguiente el empresario esperaba haber concluido el traslado y comenzar con los arrendamientos de las oficinas que dejarían libres en el aún moderno edificio de Industrias López&Asociados.

La sirena de la ambulancia no le ocasionó ni el más mínimo pestañeo, pero más tarde recordaría que había dejado de escribir en el portátil y permitió que el efecto Doppler de la sirena al alejarse le llevara lejos de allí a algún recóndito pensamiento del que se deshizo cuando el alarido con que se avisaba de la emergencia cesó de oírse.

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Sebastián Matute, en la puerta de su taller, supervisaba la instalación del gran logo de Mercedes que estaban instalando en aquel momento en la fachada de su negocio. Se volvió cuando pasó la ambulancia e inmediatamente pensó en Sergio, su hijo de 13 años que estaría jugando en el patio del instituto. Los niños estaban de vacaciones semanasanteras y para jugar accedían a los patios escolares escabulléndose entre una verja deteriorada que con el paso del tiempo y el trasiego de los chiquillos había ido cediendo hasta el punto de que por allí podía introducirse una persona adulta.

Matute no era hombre que se dejara sobrecoger por infundados presagios, y cuando perdió de vista la ambulancia entre el tráfico de Mospintoles quiso retomar su quehacer, pero no pudo; dos coches patrulla de la Policía local pasaron velozmente por delante de su negocio con la sirena aullando como nunca antes Sebas recordaba. Entraron a una velocidad excesiva en la rotonda y el primer coche pisó parte de la glorieta central. El segundo vehículo se subió a ella de lleno y derrapó al perder adherencia en el césped que la cubría; su conductor, hábil como la circunstancia requería, dominó el vehículo contravolanteando y enfiló de frente tras la primera dotación policial.

Los mecánicos de Matute salieron del taller al escuchar semejante estrépito y sólo atinaron a cabecear. Iban a volver a sus labores cuando dos motocicletas de la Policía Nacional, con las sirenas a todo gas, siguieron la estela dejada por el último patrullero.

—¡Hostias, jefe! La cosa es gorda –rompió a hablar el Chispas, callado como era.

—Déjame llamar al Sergio que ahora estoy cagao –dijo Sebas rascándose la cabeza.

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Susana abandonaba el comercio familiar, los ultramarinos de la barriada de San Agustín —las viviendas de protección oficial de Mospintoles— cuando escuchó la sirena de la ambulancia. La oía perfectamente aunque no podía ver el vehículo. Por la dirección del sonido intuyó que la ambulancia giraba hacia el este en la rotonda que daba acceso al barrio. Luego oyó el ni-no-ni-no de las sirenas policiales que se alejaban en la misma dirección. Tal vez fuera el instinto maternal que toda mujer posee pero en aquel momento supo que algo grave había ocurrido en el instituto, donde niños del barrio jugaban en los patios de recreo durante las vacaciones. Desenfundó su móvil y llamó a la emisora para averiguar si le podían avanzar algo.

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Don Faustino salía del Bar Manolo con la compra del día cuando oyó la primera sirena. Había dado vacaciones a Fátima, su asistenta magrebí, para que pudiera cuidar del pequeño Said; al estar también él de vacaciones disponía de tiempo para sí, por lo que tras hacer una compra de congelados a fin de prepararse una lasaña a la hora de comer pasó por el bar a invitar a Manolo a cenar después de cerrar el negocio. Aunque Manolo cerrara tarde siempre había una mesa para ellos dos en el Asador Castilla a condición de que avisaran con antelación. El dueño del asador, Ricardo, otro viejo dinosaurio, oficiaba de parrillero y se les unía como comensal cuando era visitado por esta pareja de veteranos.

El aullido de la sirena acercándose se interrumpió bruscamente… A don Faustino le dio un vuelco el corazón. Ni siquiera percibió las sirenas policiales que también cesaron bruscamente en el mismo punto, a la altura del instituto, dos calles más arriba.

—¡Manolo!, guárdame la compra. Algo ha pasado en el instituto.

—Esos putos patios abiertos, Faustino, algún día va a pasar algo muy gordo.

Don Faustino partió veloz hacia el instituto pero como su renqueante cojera no le permitía correr iba dando saltitos. Cuando llegó al instituto jadeaba como un podenco víctima de la carrera y de la angustia. Se había congregado allí un nutrido grupo de curiosos: aquella turbamulta emitía un murmullo sordo. A don Faustino no le costó esfuerzo abrirse paso entre el gentío; allí todo el mundo le conocía y se apartaban en cuanto el profesor estaba a su lado. Al llegar a la altura de la verja de entrada no le sorprendió ver la cadena tirada en el suelo, seccionada con un cortafríos, y con el candado aún cerrado. Cuando estuvo en el centro de aquella muchedumbre el silencio que reinaba le turbó. En aquel punto no había aquel murmullo sordo del exterior.

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¿Y Piquito, la estrella del Rayo de Mospintoles, el equipo local, recién ascendido a la segunda división? ¿Dónde estaba Piquito que apenas tenía la mayoría de edad? Piquito no estaba en condiciones de oír ninguna sirena, y eso que estaba allí, en los patios del instituto.

La noticia

Después de organizar papeles y ordenar ideas María había bajado a las oficinas generales a dar un aviso. Podía haberlo hecho con una llamada interna, pero decidió estirar un poco las piernas tras aquella interminable reunión y utilizó las escaleras en lugar del ascensor. Fue Mari Pili quien le dio la noticia:

—María, querida, ¿ya sabe la noticia de hoy? Hay un niño muerto en el Instituto Orejuela –Mari Pili era así, un poco cabeza hueca, y daba las noticias a tontas y a locas, sin haberlas confirmado previamente.

A la concejal se le aflojaron las piernas, y comenzó a sentir vértigo:

—¿Qué dices, moza? ¿Quién te lo ha dicho?

—Acaba de llamarme mi tía, que vive allí al lado, en un sexto piso. Hay un mareón de gente enorme y ha llegado una ambulancia y toda la policía de Mospintoles. Pero la ambulancia no ha hecho nada, y desde la ventana ha visto que echaban una manta encima de un chiquillo que estaba tumbado en el suelo.

María creyó que se iba a desmayar en ese momento. Mari Pili se dio cuenta de que algo le ocurría a la teniente de alcalde:

—¿Qué le pasa, señora? ¡Ay!, el Sergio. Esta bocaza mía… No se preocupe, señora, su hijo de usted estará bien. ¿No tiene un móvil el chiquillo? ¡Llámele!

María estaba aturdida con la parrafada de Mari Pili y la noticia y la incertidumbre… Pero se aferró a la idea de la muchacha. Inmediatamente buscó el celular y llamó a Sergio. Dos, tres… seis, siete, ocho… A los trece timbrazos la llamada se colgó automáticamente… La chavala, torpe en otras lides, fue hábil socorriendo a la edil, y acercando una silla sentó a María en ella, que rompió a llorar. Mari Pili, motu proprio, cerró con llave la puerta de acceso a aquellas oficinas para que allí no entrara nadie, y toda su torpeza se convirtió en resolución.

—Tranquilícese, señora. Seguro que el niño está bien y no coge el teléfono porque con el ruido del gentío que seguro que hay, no lo oirá sonar…

Mari Pili no sabía qué más decir… y sin saber por qué, quizá intimidada por la magnitud de la tragedia que ella daba por hecho, también rompió a llorar. Los sollozos de ambas damas llegaron a uno de los despachos de esa parte del edificio y se abrió la primera de aquellas puertas. Eran el interventor y el tesorero que se hallaban reunidos en la oficina del primero. Cuando vieron el cuadro que tenían delante preguntaron por lo que ocurría. Entre gemidos e hipidos Mari Pili les relató lo que había pasado. Fue el interventor quien primero reaccionó. Llamó abajo, a las oficinas de la Policía local para recabar información y de pasó pidió que de la cafetería cercana al ayuntamiento trajeran una tila… no, mejor dos.

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A López la noticia le pilló abandonando su oficina. Le llamó el director técnico del Rayo, que estaba en el lugar del accidente, y le confirmó que un joven había muerto en los patios del instituto. Por lo visto una portería sin anclar al suelo le había caído encima y lo había matado. El director técnico le dijo que el chaval era un jugador del Rayo, pero no especificó más.

El presidente no pudo reprimir un puñetazo a la puerta del ascensor y decidió acudir en persona a aquel lugar para colaborar en lo que fuera menester, aunque no sabía en qué podía ayudar. Llamó a Basáñez, que se encontraba en las nuevas oficinas del holding, en el estadio, y le informó del luctuoso suceso. Se citaron en las inmediaciones del instituto, y acordaron que el primero que llegara llamara al otro. El resoluto Basáñez tampoco sabía qué ayuda podían prestar en un caso como aquél.

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Matute no había podido contactar con Sergio y había partido veloz hacia el instituto con la grúa del taller y herramientas por lo que pudiera hacer falta, ordenando al Juanmi que le acompañara. Como no llevaban sirenas Matute tuvo que respetar las prioridades que marcaba la señalización del tráfico. Cuando llegó al instituto le asustó el gentío que allí se había congregado. Reinaba ahora un silencio sepulcral y aún no sabía qué había pasado. En ese momento sonó su teléfono. Era María que, llorosa, le informó de lo que Sebas ya se temía.

—Estate tranquila, María. Sergio es un tío hábil que sabe salir de todas… —trató de consolar Matute, pero no pudo acabar la frase porque no sabía qué decir. Él tampoco las tenía todas consigo. Sus piernas también flaquearon. No le dijo a su mujer que lo había intentado y que tampoco había podido hablar con Sergio—. En cuanto esté con él te lo pongo al teléfono, María. María, cálmate, por favor.

Matute hubo de reconocer que estaba algo descompuesto. Recordó su aventura cuando derribó a aquellos tres ultras y otros dos vinieron a buscarle esgrimiendo una pistola, y hubo de reconocer que ahora sí sentía pánico. Informó al Juanmi de lo que María le había dicho.

—Tranquilo, jefe. Yo buscaré al Sergio.

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En Radio Mospintoles aún no sabían nada. Susana llamó a la redacción de La Nueva Tribuna, el semanario que ella dirigía, y allí tampoco nadie sabía nada: “Joder, para qué cojones está la prensa si nunca se entera de nada”, pensó enrabietada Susana. Subió al utilitario familiar y se lanzó hacia el instituto. Su corazonada era cada vez más fuerte. Cuando llegó a la rotonda vio pasar la grúa de Talleres Matute a toda leche con el propio Matute al volante, y decidió seguirle. Aquel hombre… tenía un carisma que le hacía atractivo a los ojos de Susana. Estaba hecho de un temple especial, como demostró el día que la asaltaron y acudió en su defensa derribando a tres ultras en un pispás.

Cuando Susana llegó al instituto primero vio la multitud y luego a Matute, junto a la grúa, hablando por teléfono, y observó cómo se le iba descomponiendo la cara. Se acercó a él para recabar información:

—Sebas, ¿qué ha pasado?

—Ha muerto un niño. Se le ha volcado una portería que estaba sin anclar. Y no sé dónde está mi hijo en estos momentos —se sinceró Sebas.

Susana no supo qué decir. Fue consciente de que la tragedia era enorme, fuera o no fuera Sergio la víctima mortal de aquel accidente evitable. Agarró la mano de Sebas con firmeza:

—Búscalo…

Sebas se alejó y Susana supo el papel que le tocaba jugar en aquella historia. Tenía la cámara Reflex en el utilitario y ella era una periodista: y un periodista debe informar. Recogió la cámara del coche y se escabulló por entre la muchedumbre, en dirección a un altozano desde el que se dominaban los patios del instituto. Después de obtener unas instantáneas panorámicas, pensó, ya tendría tiempo de entrar por aquella abertura por la que de niña tantas veces se había colado.

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Cuando don Faustino pudo llegar al lugar del accidente y vio el cuerpo del niño allí tirado con la portería a un lado supo lo que había pasado sin necesidad de que nadie se lo contara. Mil imágenes pasaron por su mente. La última, su escrito advirtiendo a la dirección del centro de que debían dotarse de sistemas antivuelco a los equipamientos deportivos móviles de los patios, pero aquello había sido antes de las vacaciones de navidad.

No podía quitar la vista del cuerpo que allí yacía cuando los camilleros lo cubrieron con una sábana. Habría que esperar la llegada del juez para levantar el cadáver, y toda aquella gente allí… Pensó en dirigirse a la Policía local, pero en ese momento él no era más que un ciudadano de vacaciones y no le correspondía dar órdenes. En ese instante entendió que sí debía ser concejal, y no sin tristeza se alegró de haber aceptado —aunque lo hizo a regañadientes— la propuesta de María Reina de acompañarle en las listas para los comicios municipales que se iban a celebrar en poco más de un mes. Esta muerte se hubiera evitado de haber sido él concejal…

Estaba sumido en estos pensamientos cuando alguien se le acercó y lo abrazó con tal efusión que casi lo tira al suelo:

—¡Don Faustino!, joder… está muerto —Piquito lloraba desconsoladamente—. El Miguelito está muerto, joder, qué puta mierda. El Miguelito está muerto…

Don Faustino se agarró a Piquito y por un momento él también pensó en llorar, pero algo dentro se lo impedía. Piquito seguía aferrado a él, llorando descorazonadamente, echando fuera todo el amargor que le había provocado el accidente que acababa de presenciar.

—Estaban los niños ahí jugando al fútbol… El Miguelito metió un gol… Levantó los brazos para celebrarlo… Uno de los mayores se colgó del larguero y la portería se vino pa’lante y le pegó en la cabeza… Sonó muy feo, don Faustino… joder, qué mierda… no pudimos hacer nada —Piquito comenzó a ahogarse, presa de convulsiones—. No pudimos hacer nada… no hubo tiempo… todo fue muy rápido… puta mierda… le dio en toda la cabeza y sonó muy seco…

A Piquito le dio un ataque de ansiedad… No podía respirar y tuvo que ser atendido por el personal sanitario que había llegado con la ambulancia.

La caja blanca

López llegó al instituto antes que Basáñez y según lo convenido le telefoneó. Su factótum estaba allí también, aparcando el coche. López se movió en aquella dirección y estableció contacto visual con él. Se juntaron, y tras deliberar, decidieron que sólo les correspondía estar presentes, y llegado el momento ponerse al servicio de los padres de la víctima. En ese momento se les acercó el director técnico del Rayo, que les informó del nombre de la víctima con un escueto: “Miguelito”.

—Joder… ¡Ese niño no…! —se le escapó a López.

—Alguno había de ser, señor López —trató de simplificar el director técnico.

—Pero él… Era todo jovialidad… Tenía por delante un futuro prometedor…

—Hubiéramos dicho lo mismo de cualquier otro niño —intervino Basáñez con estoicismo—. Deberíamos cuidar nuestras expresiones, si me permite decirlo, López, no se fuera a interpretar que nos duele haber perdido la joya del Rayo.

Basáñez siempre era tan directo y tan sincero, lo que López agradecía en silencio. Entre ambos empresarios, las más de las veces, no hacían falta palabras para entenderse.

Decidieron entrar juntos al recinto escolar. Cuando llegaron a la escena del accidente vieron la sábana e intuyeron un cuerpo infantil bajo ella. Entonces López vio a Susana allí cerca tomando unas fotos. Cuando la joven apartó la cámara de su cara el empresario comprobó que Susana estaba llorando a moco tendido. Aquella chica… Tenía un don especial para el oficio de periodista.

Había allí una persona de edad dando instrucciones. Debía ser personal del centro escolar a juzgar por las explicaciones que daba. López miró a don Faustino con detenimiento… Aquella cara… Le sonaba de algo, pero no podía determinar de qué, y tampoco era el momento para hacer retrospectivas mentales.

Vio también a Matute abrazado a un niño mientras hablaba por el móvil. Matute tenía los ojos aguados, pero López no podía saber qué relación unía a Matute con la víctima. Aquel hombre… Se había enfrentado con cinco ultras para salvar a Susana y había derribado a tres en un santiamén. Y el tío no se había dado ninguna importancia. Y estaba casado con aquella belleza genuina, aquella dama que López, hubo de reconocer, deseaba arrebatar a Sebas, tal era la atracción que sentía por ella.

El director técnico le indicó que Piquito estaba allí al lado, siendo atendido por los servicios de urgencia. López se intranquilizó y le envió para averiguar qué había pasado con Piquito.

En esos momentos llegó una mujer joven que López reconoció inmediatamente como Aurori, la madre de Miguelito, que trabajaba en la Caja de Ahorros de la Avenida de Toledo. La mujer tenía un semblante amargamente triste… desconsoladamente triste. Nadie hizo nada por impedir que la madre de Miguelito se arrodillara ante la sábana y la corriera parcialmente.

La madre limpió la sangre que manchaba la cara del cuerpo yacente de Miguelito con un pañuelo que quedó teñido de rojo. Todo el mundo allí presente observaba impasible, como si asistieran a un ritual. La madre, lentamente, se tumbó en el duro suelo cuan larga era junto al cadáver de su hijo y profirió un lamento insondable, un quejido desgarrador; por fin rompió a llorar, y mientras se abrazaba con amor al cuerpo sin vida de su hijo plañó convulsamente.

Por fin el médico se acercó para atender a la madre y no sin trabajo pudo apartarla del cadáver de su hijo. La policía ya había comenzado a desalojar a la muchedumbre, comenzando por atrás. Pero en vista de que nadie se movía se resolvieron a acordonar la zona. La tarea de despejar el patio no iba a ser fácil, pues la gente se negaba a abandonar el lugar. Los atribulados semblantes de la gente no invitaban a forzar la situación, e incluso a algunos policías se les escapaban las lágrimas.

López se colocó junto al médico mientras atendía a la madre de Miguelito, desgarrada en sus entrañas. Llegó María Reina escoltada por el sargento en un coche de la Policía local que entró por el acceso rodado de la parte trasera y que había sido también forzado con el cortafríos. María ya había recuperado su aplomo, informada por Sebas mientras venía de camino de que Sergio estaba con él. Se le notaban los ojos enrojecidos, pero en aquellas circunstancias eso no llamaba la atención.

La teniente de alcalde, alcaldesa en funciones en estos días, pues Segis había aprovechado la semana santa para tomarse unas vacaciones, era la máxima autoridad en Mospintoles en aquel momento. López pudo oír cómo la informaban de que el juez estaba en camino para proceder al levantamiento del cadáver.

María se acercó a don Faustino y apoyó su mano en el brazo del profesor; se apartaron del grueso del gentío, yendo a parar a la vera de López. El director del instituto estaba también de vacaciones y María quiso que el profesor estuviera junto a ella en todo momento.

Instantes después aparecieron los empleados de la funeraria, a quienes se les indicó que aguardaran la llegada del juez, que lo hizo no mucho más tarde en un coche de la Policía Nacional.

Realizadas las diligencias oportunas el juez ordenó el levantamiento del cadáver del infortunado Miguelito. El coche fúnebre pudo acceder a los patios del instituto, y acongojados y con suma delicadeza los empleados introdujeron los restos mortales de Miguelito en un pequeño ataúd blanco.

Losange Sable

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