Tartufadas

1 de junio de 2019

Una tarde de este mayo pasado, estando cómodamente instalado en mi propia casa con ánimo de repantigarme en inmersión con las lecturas de una revista que me acababa de llegar esa misma semana por correo, y que estaba dedicada a los nuevos cuentistas americanos (lecturas que en general fueron más un sufrimiento que un placer, porque no acabo de adaptarme a esa absurda forma de contar americana, donde se tiran tres páginas yendo y viniendo por la mente de un quídam, mientras narran en primera persona cómo el protagonista desenvuelve un caramelo de limón y la trascendencia que ello tiene en su vida gris), llegó un vecino ruidoso y parásito de sus padres, uno de esos jóvenes que son incapaces de valorar, y mucho menos de respetar, el silencio en los hogares ajenos.

Creo que no hay mejor lugar para leer que el propio hogar, pero aquella tarde quizá no tenía yo muy elevado el ánimo para enfrentamientos, y decidí bajarme a un café-pub donde también me encuentro muy a gusto. El Abrevadero tiene por nombre, y es un lugar viejo construido enteramente con madera. El suelo cruje, y hasta tiene hoyas del desgaste acumulado por el siglo y pico que lleva abierto a los parroquianos.

El interior está dedicado a holgar y disfrutar del tiempo. Mesas con la encimera de mármol y sillas, sillones y butacas tapizadas, con sus raimientos inevitables. Es un local amplio, de techos altos, pensados para cuando se permitía fumar en el interior de los establecimientos, en el que se ubican diferentes volúmenes habitables. Me fui a la zona de lectura, pues hay otra dedicada a los juegos de mesa que siempre ha sido muy bien acogida por la juventud. Otra, la del fondo, está destinada a acoger diversas tertulias, y en ella había un par de clientes habituales dando sus impenitentes cabezadas de comienzos de la tarde, guarecidos entre las orejas de añejos sillones.

Junto a la pared, un largo banco corrido, y tapizado, sirve de acomodo a las mesas individuales separadas por unos endebles pero funcionales biombos atornillados a la pared. Frente a cada mesa, en el tabique, hallamos un aplique que se enciende pulsando un botón que encontramos en su base. Las mesas para los juegos de sociedad tiene todas luz cenital. La zona de tertulia la invade una iluminada penumbra que puede despejarse completamente accionando un par de interruptores, dependiendo de la intensidad de luz que allí haga falta. A veces se ofrecen conciertos de los buenos estilos musicales.

Me senté donde quise, en una de las mesas situada al centro de la bancada, porque aún no era hora punta vespertina, y pedí un té rojo. Allí te sirven las hojas en la cestilla, nada de bolsitas insulsas donde se recogen las sobras de la picadura de las hojas del té que quedan en las naves tras las subastas, en el puerto de Hamburgo, según tengo entendido.

Al cabo de media hora me acometió una imperiosa necesidad que me vi compelido a satisfacer. Dejé la revista sobre la mesa y, por educación, apagué la luz del aplique.

Ya en los baños, y mientras atendía a mis propias labores de mantenimiento, empecé a pensar en si no me hurtarían la revista, que tiene una presentación en formato de libro. Con la preocupación chincheteándome la mente por mi exceso de bonhomía, terminé, pasé los botones por los ojales de la bragueta, y me lavé las manos, pero estos tiempos intermedios se me hacían eternos toda vez que los alfileres cerebrales me pinchaban más y más.

Cuando salgo y oteo desde la distancia mi lugar de lectura, observo que sobre la mesa no está el libro. Miro a derecha e izquierda y veo a los pocos parroquianos que había en el mismo lugar que ocupaban cuando fui al servicio. Me voy acercando poco a poco a la mesa, echando de vez en cuando la cabeza atrás para cerciorarme de que no me estaba confundiendo de mesa. En la que yo había estado ocupando hasta hacía unos instantes había ahora unos folios. Quizá el camarero había retirado mi revista pensado que había sido olvidada, y otro lector, encontrando todas las mesas de lectura libres, fue a elegir la misma que yo; dejó los folios en los que iba a trabajar y habría ido a la barra a hacer su comanda.

Avanzaba con cierto recelo pues tampoco quería que me llamaran la atención por invadir el espacio de otro lector o de un escritor en ciernes. A la vez, miraba hacia la barra, pero no veía a nadie aguardando para ser atendido.

Según me voy acercando a la mesa, ya digo que con gran recelo, noto que los folios no descansan sobre la mesa, sino que hay un bulto debajo de ellos que bien podía ser mi libro-revista.

Para no alargar en demasía todos los pensamientos que en tres o cuatro segundos fueron pasando por mi mente, acabaré diciendo que alguien había dejado esos folios sobre mi libro de manera deliberada. Las hojas estaban cosidas por un par de grapas laterales en su margen izquierdo. Sobre el título, unas letras manuscritas me informaban de que lo sometían a mi consideración, llamándome cuentoherido, lo cual halagó mi vanidad sobremanera.

El cuento era la colección de minicuentos que aquí debajo presento, minicuentos hilvanados por un tema común. Baste decir que todos sin excepción critican modos, maneras y actitudes que conocemos a diario, bien de forma directa, bien por referencias o noticias de prensa.

Es obvio que el título que le impusieron viene a cuento de la obra del inmortal Molière, y creo que los sustantivaron muy acertadamente.

Tartufadas   
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Tartufadas
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(cuento – 6.838 palabras ≈ 29 minutos)

Corro libre y raudo por el campo, voy rozando los árboles, rodeo sus troncos, estremezco sus hojas. Avanzo impregnándome de olores de la naturaleza. Cuando desbocado llego a la ciudad, malos humos emponzoñan mi alegría bucólica.

Entro en la casa por una ventana abierta: observo, escucho.

Aquí vive un matrimonio: vigoréxico él, anoréxica ella… es la radiografía de un paraguas.

Son profesores ambos. De instituto, que cobran más que los de colegio. Pero no tienen hijos. Los niños no les gustan porque dan la lata.

No tienen hijos pero tienen perro. Un chucho indolente, e inmisericorde con el sofá. No le han enseñado a comportarse. Viven de alquiler y el sofá no es propiedad de la pareja. Los cojines están despanzurrados, y la atmósfera del piso huele a can. Me entretengo un rato jugando con las vedijas, esparciéndolas por rincones y recovecos.

Cuando cambien de asentamiento el curso que viene, el propietario les recriminará el desperfecto, y alegarán que las cosas también se desgastan. Indolentes ellos, como el perro. Y es que no hay amo que no acabe por parecerse a su animal de rabo. Aunque tal vez el dicho fuera al revés…

Al menos el perro, de pura indolencia, ni ladra, y no molesta a los vecinos. Para qué querrán un moloso en un piso de cincuenta metros cuadrados. Quizá, pienso, el perro está deprimido por no poder ser perro. Pero esto es una mixtificación que los literatos llaman prosopopeya. Lo mismo que aceptar que yo estoy razonando.

Esta pareja, cuyos ingresos conjuntos superan con alegría los cuatro mil eurodólares mensuales, encarna el perfil del nuevo profesor: no quieren tener hijos en su vida pero viven de los hijos que engendran los demás. Valores… no se puede enseñar aquello de lo que se carece.

Ella le está contando (a él o al perro, tanto da) que ayer la atraparon escuchando tras una esquina del pasillo la conversación de unos compañeros. Ni se rubefactó. La pillaron con la mano en el pomo de la puerta, amagando de que se iba; la boca abierta, la cerviz estirada en dirección a la conversación, la oreja orientada hacia ella; sólo le faltó hacer trompetilla con la mano libre.

Él alardea entre sus pupilos de haber quedado segundo en una carrerita de chichinabo que transcurrió por caminos agrestes. El segundo es el primero de los perdedores, recordó un padre a su hijo cuando el adolescente relató la ufanía del profesor de gimnasia (oh, perdón, Educación Física, con mayúsculas pretenciosas). El niño tuvo el buen tino de reírse en casa y callar en clase. Aprobó la asignatura con nota, pero cató al personaje gracias al adagio del campeón brasilero.

Salgo por la ventana aprovechando que sigue abierta, llevándome algo del tufo del animal enjaulado en el pisito.

Como no está permitido fumar en el interior, la cortina de humo que deben atravesar enfermos y familiares se vuelve espesa a ciertas horas. No pocos son los que carecen de capacidad pulmonar para atravesarla en apnea. Sigue habiendo desconsiderados que nos tiran al suelo. Yo me he pegado a la suela de un zapato y ahora estoy bajo el mostrador de Admisiones, en Urgencias, escuchando una conversación lisérgica.

—¡Rápido, por favor!, mi hijo se está asfixiando. —La voz del padre es apremiante, pero la persona que le atiende realiza su trabajo con metódica eficiencia administrativa.

—Para acceder a la prestación sanitaria de un menor ha de rellenar los formularios A3, G5 y J11, y una autorización paterna adjuntando una declaración jurada, firmada ante notario, de que es usted el padre legítimo, o bien aportar los análisis de ADN que confirmen la paternidad.

La voz del hombre se corta, y casi se ahoga delante del mostrador.

—¡Pero qué dice señora! Ya los rellenaré luego. Ahora atiendan a mi hijo, por favor… Se ha tragado una aceituna.

La administrativo que atiende la urgencia tiene callo y prosigue su letanía jurídico-administrativa.

—Si no dispone del informe; el hospital puede realizarle esos análisis. Para ello debe rellenar los impresos B7, H2 y F2.5. Le recuerdo que para realizar la prueba de ADN comparada se precisa una muestra del ADN del niño. Para extraerla debe contar también con la autorización de la madre biológica… firmada ante notario, por supuesto.

El padre exhala un desfallecimiento afónico. Y la profesional continúa, sabedora de que no está en su mano saltarse el reglamento, so pena de que el sistema la empapele a ella.

—Si la madre no está presente y la comparativa trata de establecer su paternidad y no confirmarla, debe rellenar los impresos C-0.9 y C18.015, y contar con una autorización judicial.

—¡Pero oiga, que mi hijo se ahoga! Avise a un médico, haga el favor.

—Pues venga…, no pierda tiempo, corra a rellenar los formularios. Es reglamentario rellenarlos con bolígrafo azul; si no dispone de él, le puedo facilitar uno… tras rellenar previamente el formulario Z5/9, donde se compromete a, una vez finalizada la utilización del bolígrafo, reintegrarlo a este departamento.

—¿Y tengo que rellenar el Z5barra9 con boli azul?

—Por supuesto, caballero, así lo estipula el reglamento.

—Pero si tengo un bolígrafo azul, ¿para qué querría rellenarlo?

—¿Quizá porque prevea que se le va a terminar la tinta…? —la administrativo conoce bien los intríngulis de su trabajo y se permite una nota cínica.

—Y si necesito un bolígrafo azul porque no lo tengo, ¿cómo voy a rellenar el Z5barra9 en azul para solicitarlo?

Oigo que la oficinista descuelga un teléfono.

—Espere que pregunte…

No puedo escuchar cómo termina el trámite, pues alguien inadvertidamente me ha pateado y voy a parar cerca de la puerta, desde donde el tipo de seguridad me envía de nuevo a la calle de un elegante chut.

A través de un tragaluz abierto me cuelo y me instalo en el metacrilato protector de un cuadro que muestra la enorme cola de un gigantesco cetáceo en el momento de sumergirse. Desde ahí me reflejo sobre la superficie bruñida de la mesa del despacho, pero quien ocupa la silla no repara en mí.

Se llama Héctor y es el gerente de este complejo hotelero de alto postín. Los pasillos encerados llevan tiempo repiqueteando con su taconeo. Pisa con fuerza, pantalones grises de pitillo, tan bien subiditos que se le meten por la entrenalga adentro.

Le ha costado llegar a ser gerente pero lo ha conseguido con ayuda de unos amigos.

Héctor, Héctora, es homosexual y se siente a gusto haciendo sonar las suelas de sus zapatos por los pasillos encerados del edificio principal. Se siente dueño y señor de la mansión hotelera. El repiqueteo le anuncia ante sus súbditos-empleados antes de aparecer. Pero Héctor no es feliz.

El problema de Héctora no es que sea marica, sino que no querría serlo, pero tiene que joderse porque le gustan los nabos y no las almejas. Héctor es de tierra adentro… muy adentro. Y no puede decir alto y claro al establishment gay que le ha colocado de gerente, que abomina de ser mariquita. Que le gustaría ser hetero, o héctero, y no hortera y héctora hotelera.

Está hecho un lío sexual.

Se encuentra a gusto siendo dueño de la mansión, aunque sea en calidad de virrey, pero le desagrada tener que contratar gentes propuestas por el lobby elegetebeiplus.

—¡Ay! —se lamenta héctore in pectore—, estoy llenando esto de gente rara; vamos a terminar con 17 sexos cuando sólo somos XX o XY. Yo soy XY y quiero que me gusten los XX. —Y activa la pantalla de su portátil de última generación, que tampoco es suyo, para ver las noticias seleccionadas por una multinacional de software.

En la ciudad que baño hacen una fiesta pirotécnica anual. Gastan miles de euros en un festejo ígneo que se consume en cuestión de minutos. Aquí están orgullosos de que cada año superan el gasto que hacen las arcas públicas, los comerciantes con ayudas públicas, y los vecinos a título privado. Las tracas aquí son ensordecedoras. Muchos llegan a fin de mes con estrecheces, lo que se nota en la compra del pan, según dicen los de la panadería del supermercado transnacional de este asentamiento humano. A final de mes, la gente no compra tanto pan. Cuando cobran, vuelve a venderse pan con alegría. El pan siempre ha sido un indicador fiable, desde el Neolítico. Tal vez es que seguimos siendo cavernícolas. Cavernícolas del Neolítico, ¿o es que no puedo recrearme en el oxímoron?

Este año ha ocurrido un accidente. El arsenal ha explotado; por simpatía que dicen los expertos. Los daños se han concretado en pitidos de oídos, quemaduras leves, ojos enrojecidos y un susto que no ha superado la sesquidocena de taquicardias. Ni muertos ni heridos de consideración.

El alcalde atiende a la prensa:

«Estas cosas pasan; sabíamos que podía ocurrir. Nos alegramos de que no haya que lamentar desgracias personales, y nos comprometemos a revisar los protocolos para que no vuelva a ocurrir. La pirotecnia contratada tenía todos los papeles en regla».

Al hombre se le ve feliz; el accidente ha dado mayor popularidad a los festejos patronales. Lo que no dice el señor alcalde, tal vez porque no lo sabe (y posiblemente no le importa), es que el chaval que custodiaba la santabárbara se pasó la tarde y el inicio del espectáculo pirotécnico botoneando en su móvil. Y quienes depositaron allí aquel polvorín lo hicieron con negligencia, amontonando fardos pirotécnicos como si fuera hierba para el ganado.

Estas cosas pasan, sí señor alcalde, pero si se pone especial cuidado no tienen por qué ocurrir.

Sí que los chavales contratados por la pirotecnia tenían sus títulos en regla, pero en el cursillito que les hicieron les aprobaron por pagar. Y las cuatro reglas importantes, si es que las entendieron, las han olvidado. Para qué memorizar nada si quien les impartió el curso ayer es el mismo que les ha contratado hoy. El patrón, cansado de reñir a la juventud por su desidia y de que se le fueran por su exigencia, ha terminado relajando su vigilancia.

Olvidada la desgracia que no ocurrió, la peña de fútbol ansía que gane el equipo que les hace palpitar la almeja (diminutivo de alma) y se han anticipado a la celebración desembolsando más de quinientos euros en munición pirotécnica. En la cocina de la cafetería que les hace de sede social se amontonan los cohetes que han comprado para celebrar la victoria de dos docenas de millonarios que al día siguiente serán aún más millonarios mientras ellos deberán presentarse en la fábrica a las seis de la mañana. Empezaron amontonando los cohetes detrás de la puerta de la cocina, pero como no se podía abrir para pasar con holgura, han terminado apilados por el suelo. La cocinera pasa por encima de ellos con cuidado de no pisar las varillas, no fuera a ser que a alguno de los borrachos que lanzarán los cohetes en la media noche le explote uno en la mano. El partido está a punto de acabar y van ganando tres a cero. El pacharán corre por la barra como el agua por mi cuenca.

Aleteo por el patio del instituto sin que nadie repare en mí. Puedo posarme casi en cualquier lugar —siempre que evite el balonazo mortal— y entrar prácticamente en cualquier sitio, lo que me da un conocimiento de lo que ocurre en diferentes ámbitos, muchos privados, otros reservados a un grupito de personas que cabildean, como siempre han hecho los grupitos de personas.

Un nuevo credo siempre encontrará nuevos conversos, al igual que el timador siempre encontrará a quien timar: el buenismo medioambiental sirve de gualdrapa que oculta el carácter totalitario que subyace en la esencia del animal humano.

El profesor de gimnasia entiende que su visión medioambiental del mundo es la única acertada, y busca prosélitos entre sus alumnos, aunque le pagan para impartir clases y no doctrinas. Juega a este trile con una cuarta carta que el público joven no puede ver porque confían en su magisterio y no se cuestionan su honestidad.

Él, muchachote joven y activo, que no atractivo, quiere que todo el barrio circule en bicicleta, y arenga a sus alumnos para que acudan al instituto sobre dos ruedas porque él considera que es lo mejor para el planeta, como si el planeta fuera una esfera de veinte kilómetros de diámetro…

Quizá la idea sea loable pero tiene maneras punibles. Dará un par de puntos extra a quien vaya al instituto en bicicleta. Lo cierto es que así sustrae dos puntos al alumno que no quiere ir en bici, y al que no sabe andar en dos ruedas y al que no tiene bicicleta porque sus padres no se la pueden comprar. No en todas las familias entran sus dos mil y pico eurodólares mensuales.

Envalentonado por su éxito, el profe de gimnasia exige que dejen de venderse en el recreo las chucherías que ofrecen los mayores a fin de recaudar fondos para el viaje de estudios. Los métodos han sido cuando menos mafiosiles. Se ha dedicado a convencer uno a uno a los miembros del consejo escolar sermoneando sobre la salud, la higiene y prevención, y sobre la alimentación saludable. Hemos de dar ejemplo a la juventud, ha llegado a decir. Y ahora en los recreos se venden plátanos y manzanas, que se pudren en sus bolsas porque ningún alumno compra fruta para el recreo…

El veterano profesor que lleva décadas organizando el viaje fin de curso se vio sorprendido en la reunión del sanedrín escolar por la súbita y unánime conciencia medioambiental y el espíritu saludable que mostraron sus pares. A él, el profe de gimnasia no se ha dirigido en ningún momento. El novato, éste es su segundo curso en el centro docente, sonrió triunfante en su silla desde un extremo de la mesa. El viejo se vio derrotado, pero también sonrió. Y al comienzo del curso que viene anunciará que no organizará el viaje de estudios, y que a su juicio la persona más preparada para relevarle es el nuevo profesor de gimnasia. Y le deseará que recaude gran cantidad de fondos para el viaje con su vitalidad y sus ideas… ¿revolucionarias? Pero toma nota mental de que hará bien guardándose el epíteto final.

Me coloca el dueño del establecimiento junto a la taza humeante. El cliente de todos los días ha pedido un café. Busca entre la calderilla para deshacerse de ella. Y hace una pregunta retórica: ¿Uno diez?

Y el dueño le responde como que la cosa no va con él: «Uno diez no, uno veinte; ha subido».

Ha subido, no. Lo has subido tú, mecagondiostuerto, oigo que dice el cliente entre dientes cuando el dueño se da la vuelta para meter las monedas en la caja registradora.

El cafetero me lleva a una mesa y el dueño sale a atender la terraza. Y prosigue la queja en confidencia con otro parroquiano: Vaya jeta tienen los hosteleros: es el único negocio que sostienen los Ayuntamientos con el dinero de todo el pueblo, amparándose en el sofisma del turismo. Como si esto y la Costa del Sol fueran lo mismo. Abre tú una zapatería a ver qué te dan.

Amigos y familiares acuden a pesar del día gris y desabrido que hace. El difunto era muy querido y respetado entre los suyos, pero no se prodigaba más allá de su entorno inmediato.

Así que hoy son pocos los que acuden al funeral. Personas escogidas que tras utilizarme me depositan con respeto sobre la mesita emplazada a la entrada de la iglesia parroquial. En otros funerales he soportado gente contrariada, obligados a perder su tiempo por acudir al inoportuno funeral. Noto su crispación en cómo me aprietan y luego en cómo me tiran o me dejan caer con desdén sobre la mesa. En alguna ocasión he terminado en el suelo.

A mí tampoco me queda mucho, que me estoy agotando. Llevo casi un centenar de funerales.

He notado que a los últimos treinta y siete ha acudido, a todos ellos, una misma persona: el alcalde del pueblo; sin perderse ni uno. Y es que este año hay erecciones municipales… quiero decir comicios municipales.

El tipo está contrahecho: la cabeza le cuelga hacia un hombro parguela, y tiene todas las señales del hijoputa que definió Cela en su novela Mazurca para dos muertos. Que cómo lo sé… entre entierro y entierro me almacenan entre libros.

La comparecencia del alcalde el último día fue muy sonada. En todos los entierros anteriores se acercaba muy compungido a los familiares y les daba su pésame. Y como quien no quiere la cosa dejaba caer el mensaje propagandístico: «Ya sabéis dónde estoy para lo que me necesitéis», decía a los deudos mientras les aferraba una mano o les pasaba la otra por el brazo. Muy sobón el señor alcalde en esos momentos, como para remarcar su calidez (que no calidad) humana. Se le nota que ha sido monaguillo porque conoce todos los ritos que se dan en estas liturgias.

En el último funeral se acercó al desconsolado hijo, muchachote ya en edad de votar, y tras darle unas palmaditas en la cara le dijo que le acompañaba en el sentimiento, y que lamentaba mucho la muerte de su padre. Que recordaba bien sus correrías juntos, de mozos, por las fiestas de los contornos.

Un señor que había dado muestras de gran vigor entre los presentes dio un paso al frente y agarrando la mano blanda, húmeda y fría del alcalde, la arrojó a un lado con desdén:

—Yo aún estoy vivo, so cabrón… La que ha muerto es mi mujer.

Y tras un lapso corto pero intenso, donde el frío se dejó notar en torno a los presentes, añadió:

—No recuerdo que tú y yo hayamos ido a ninguna fiesta, embustero. Siempre estabas bajo las faldas de tu madre. Es de viejo que te mamas los sábados con tus mariachis.

El alcalde ni siquiera se sonrojó, pues es blondo de jeta pálida. Con su característico mirar huido y su voz de flauta, medio imberbe como es, se sonrió de medio lado y dijo:

—He debido equivocarme de parroquia. Pero ya nos veremos cuando menos quieras. —Y se dio la vuelta.

El padre sujetó al hijo. ¡Lástima! Habríamos tenido un entierro más. Un magnicidio me hubiera hecho sentir importante.

Emiliano agarra a su hija adolescente y tira de ella. La niña reacciona bien ante el inminente peligro y se deja llevar. Ambos salen de casa a la carrera, y yo con ellos. Viven en un primero y tiran escaleras abajo.

—¡Corre, papá, corre!

Emiliano llega al portal con ella agarrada a su mano y se da cuenta de que la niña queda atrás, expuesta al peligro, así que la hace pasar delante.

Le ha dado tiempo para mirar atrás y ve el peligro deslizarse escaleras abajo, y el gañido que lo acompaña.

—¡Corre, nena, corre que nos coge! —Y al cerrar la puerta metálica yo choco con ella y apunto estoy de desprenderme de la muñeca.

En la calle, Emiliano corre sin saber adónde. Es domingo; todo está cerrado. Corre mientras piensa, pero pensar corriendo, con el gruñido del peligro tan cerca, no es fácil. Agarra aún más fuerte a su hija, y por ella se obliga a pensar, tiene que ponerla a salvo. Su mente no se centra.

Hace sol, y las persianas, echadas, comienzan a oírse por encima del bufido que les persigue. Que casi tienen encima. Cambia de calle y ve la solución. Un coche patrulla está estacionado frente al bar del barrio. Es la hora del café.

—¡Al bar, hija, al bar!

Y suelta la mano de la muchacha, que muestra tener más fuelle que él. Pero la niña no se suelta y tira de él. Por su hija gana velocidad aunque echando el bofe por la boca.

—Vamos, papá, vamos; ¡corre, corre, que viene!

Llegan a la terraza, donde no hay nadie, y Emiliano comienza a pedir auxilio a voz en grito, pero exhausto, sólo sale un hilo de voz. Deja de correr porque no puede más. Un policía posa el café en la barra al sentir el jaleo de la emergencia. El otro está en el baño.

Entra la niña en el bar y Emiliano detrás, que se derrumba en una silla.

—¿Qué pasa?, quiere saber el policía.

—Mamá…, calla la niña.

Emiliano tarda más en poder hablar. Todas sus vísceras se han revuelto y están cambiadas de lugar.

—Mi mujer… Nos persigue… Nos mata… Quiere matarnos…

El policía recela, y se asoma con precaución. Ve llegar una mujer encolerizada pero más agotada que Emiliano. Profiere un grito histérico sostenido y trae un cuchillo enorme en la mano derecha.

—¡Cabrón! Te mato, hijoputa; ven que te mato.

El guardia se interpone y la señora le presenta el cuchillo asiéndolo con fuerza. Hay vecinos en las ventanas, y por la mente del agente pasa el concepto de brutalidad policial. Así que recula.

—Señora, deponga su actitud o me veré obligado a…

La señora le tira una cuchillada hacia la garganta que queda lejos porque tras el esprín continuado, a su cerebro no llega oxígeno suficiente como para calcular distancias.

El policía cree ver en esta acción su momento y le hace un barrido que da con la señora en el suelo. Antes, le ha agarrado el brazo armado y luego forcejea con ella hasta arrebatarle el cuchillo doméstico.

Agnes, desarmada, se derrumba y comienza a llorar.

La abogada especializada en delitos contra la mujer ya ha tenido su aparte con Agnes. También con la hija. No permitirá que la menor de edad declare en contra de su madre.

Emiliano no tiene tanta suerte y le toca un pipiolo del turno de oficio, con mucha gana de merecer y que tratará de obtener para él la menor condena posible:

—Lo tenemos mal, muy mal, Emiliano. Tengo que serle brutalmente franco.

Y Emiliano, que lleva dos días en la comisaría, empieza a tomar conciencia del mundo que le rodea mientras me da vueltas en su muñeca. No está detenido pero no tiene adónde ir. Le dejan dormir en un calabozo, por humanidad.

La inicial acusación en contra de Agnes por violencia doméstica ha desaparecido y ahora es Emiliano el que está acusado de violencia de género.

Trató de zanjar el asunto diciendo que había sido una disputa doméstica, y que Agnes está estresada porque había disminuido su trabajo por horas; quería que los burócratas dejaran en paz a su mujer. Pero los gestos de cordialidad son entendidos por la gente ruin como síntomas de debilidad. Y si a la ruindad le añadimos ganas de ameritar, tenemos que la abogada de Agnes ha presentado una denuncia por maltrato de obra (habla de un hematoma en el brazo derecho de Agnes) y por acoso psicológico en el hogar. Emiliano se lo ha puesto en bandeja al hablar del estrés de su mujer.

Le piden de dos a cuatro años de cárcel, trescientos metros de alejamiento de Agnes, de la niña y del domicilio conyugal durante un mínimo de cinco años, y una cuantiosa suma en concepto de indemnizaciones que no sabe de dónde va a sacar, porque con un trabajo mileurista han vivido hasta ahora al borde de la pobreza. A Agnes la abogada no le ha dicho nada, por humanidad.

Estoy en la mano engrasentada del mecánico, y me agita con tal furia que temo escaparme de entre sus dedos aceitosos e ir a parar a la luna. A la luna del coche de un cliente.

Me exhibe como arma que no va a emplear, porque este hombre es buen mecánico y buena persona, pero no tiene cataplines.

—Ya estoy hasta los cojones —explica en lenguaje tabernario, que cae del mismo lado que el lenguaje tallérico—; hasta los cojones del puto pelao.

Y toma aire para volver a explicarse ante un parroquiano que le visita a diario pero que es peatón sin carnet de conducir.

—Ese puto niñato se sacó automoción por complacer al padre que es camionero y apocado. Pero ese, de trabajar, nanai. Es un puto vago. Mientras tenga en casa comida caliente, cama hecha y ropa limpia, sus padres no se lo quitan de encima.

Y vuelve el mecánico a meter la cabeza debajo del motor para sacarla a continuación sin llegar a utilizarme. El coche pende por encima de las cabezas por una conjunción de electricidad e hidráulica. Y vuelve a la carga con más indignación aún.

—Y ahora, el cabrón se ha dado cuenta de que ha aprendido, bueno, aprender es un decir, porque se sacó la efepé con suficientes, que ya me dirás tú, de esto o sabes o no sabes, porque en esto si sabes a medias es que no sabes… ¡A ver!, que puedes matar a una familia.

Y mira hacia arriba y ajusta la portátil para ver mejor lo que sus ojos no pueden enfocar habida cuenta del furor que los empaña desde dentro.

—Así que ahora chollea en una cuadra arreglando coches para los amigos. No le piden dato fiscal ninguno para comprar los recambios. Puto país de miserables, que sólo sirven para sangrarnos a los que vamos de legal, y nos queman la vida.

Y coge aire para centrarse en el cigüeñal mientras me deposita en la plataforma.

—Así que compra los recambios nuevos al precio que me los venden a mí, y les hace chollos a los amigos en la cuadra. Y ahora a los amigos de los amigos. Les cobra una mierda y yo pierdo clientes. No paga ni IVA ni hostias. Ni un puto extintor tiene en la cuadra. Y voy a Hacienda y me dicen que denuncie. Joder, ya lo estoy haciendo, tomad nota, que ese pelao de mierda le está quitando el pan a mis hijos. Y le digo al de la ventanilla que voy a cerrar el taller y a hacer lo mismo sin pagar impuestos, y el muy cretino se me encoge de hombros.

Y ahora me vuelve a agarrar… a ver si aprieto o no aprieto.

—Así que al final voy a tener que denunciar al mongol ese.

—Pues ya estás tardando —le dice el parroquiano congelando un encogimiento de hombros, pues no está el horno para bollos—. No sé a qué esperas.

—¿Que a qué espero? ¿Pero es que no te das cuenta? En cuanto firme la denuncia esos hijos de puta no van a tardar en dar mi nombre. Y al día siguiente me aparecen desgraciados dos o tres coches de clientes que queden fuera del taller. Que sí, que paga el seguro, ya lo sé, pero y la mala publicidad que me supone al negocio, ¿eh? Eso quién me lo paga.

Y ahora sí que el vecino se encoge de hombros, pero lo hace esbozando una sonrisa cómplice, aquiescente, asertiva…

—Esto está fatal, Ceferino, te lo digo yo. Mecagüenlaputa. Trabaja como un cabrón para mantener este puto Estado de comedores, y que venga un puto pelao de mierda a quitarme clientes y que encima tenga yo que arriesgarme. ¿Para qué está la policía? ¿Es que no ven que el tipo no paga ninguna licencia fiscal? Si abres un bar sin licencia, verás qué pronto te lo cierran. Pero un taller no, un taller tiene barra libre… Puto país de mierdas.

Voy dando tumbos colgado del retrovisor, dumb-dumb, dumb-dumb. Hace tiempo que he dejado de ser útil; llevo tanto aquí que ya no huelo, pero el dueño del coche ni me ve. Formo parte del entorno y aquí sigo.

Es un tipo tranquilo, hemos hecho viajes largos, pero acaba de saltarle el corcho. Íbamos detrás de una muralla de ciclistas, de esos que se creen que van con la carretera cerrada, como los del Tour que ven en la tele. Iban hablando entre ellos y en doble fila. Algunos adelantaban a los que iban en doble fila para ganar puestos en la comitiva.

Es complicado conducir así. Veinte tipos se convierten en una nube amorfa de treinta metros o algunos más, una nube que ondulea y cambia de forma y tamaño constantemente. Ellos utilizan las vías públicas para hacer deporte, no para transitar. Y van a lo suyo. Lo que ven en la tele. E imitan. Van pedaleando, con la cara de medio lado y charlando con el de al lado, distraídos, ajenos a la circulación vial.

Luego, cuando llegan a una rotonda, por no echar el pie al suelo, hacen equilibrios y escorzos sobre dos ruedas y cuando ven un hueco dan una pedalada y se meten al centro de la glorieta. Hay que ser mongoles… Ellos se juegan la vida… Muchos están cayendo, pero los demás deben creerse inmunes… Y continúan con esa práctica tan humana de ir en rebaño y creerse dueños del páramo. Han creado una plataforma para que se restrinja el tráfico rodado los fines de semana. ¡Cretinos!

El caso es que circulábamos detrás de unos ciclistas que iban charlando, sin pensar en su propia fragilidad y en que están en una carretera abierta al tráfico. Qué diferencia con esos que llaman cicloturistas… Esos sí respetan las normas de tráfico, desde circular por el arcén y en fila, hasta señalizar su vehículo luminosamente, e incluso con banderines, y ellos mismos con chalecos reflectantes por el día…

Estos del Tour de pacotilla iban dando pedales como si les estuvieran sacando en televisión. ¿De qué tendrán que hablar mientras pedalean que no pueda esperar? Pero es que ven la serpiente multicolor en la tele y se creen profesionales. Circulan todo el tiempo con las pulsaciones elevadas, y así no se puede tomar buenas decisiones en momentos cruciales.

Bueno, que me pierdo en dibujos… Íbamos detrás de ellos, unos veinte, y la comitiva ciclista (por cierto, comitiva que no estaba señalizada como regula la legislación vigente), iban campando a su antojo a una velocidad anormalmente reducida, es decir, por debajo de la mitad del máximo permitido en la vía por la que circulábamos (es que llevo ya muchas horas). El dueño del coche, que ya he dicho que es un tipo con mucha paciencia y mucha experiencia en esto de conducir, aguardaba a poder adelantarles, pero había tráfico en sentido contrario y el pelotón se había estirado hasta mucho más allá de los metros permitidos a un vehículo largo; transitábamos por un repecho de esos que hay que agarrarse al manillar pero que en coche ni se notan. En eso que se crea un hueco en el centro de la nube y mi conductor que aprovecha para ganar espacios.

En la cabeza de la comitiva iban dos tipos marcando el ritmo a los demás. Expertos por lo visto, porque hablando y todo no bajaron el ritmo. Nos colocamos detrás de un grupito de seis o siete elementos. Todos rodando en fila de a dos.

Llegamos a una pequeña recta en llano y no viene nadie de frente. Mi conductor se dispone a adelantarles, así que señaliza la maniobra. Y comienza a rebasarles dejando un par de metros con los ciclistas. En eso que el tipo que iba en cabeza por la calzada, ajeno al tráfico que traía detrás, que se suelta del manillar, de ambas manos, que se yergue, que lleva las manos al bolsillo trasero del maillot, y que se pone a buscar (supongo) una barrita energética, mientras pedalea con la bicicleta sin ninguna dirección y un vehículo adelantándole.

El juramento que he tenido que escuchar no me atrevo a repetirlo. La pitada ha sido monumental. Y el ciclomongol todavía nos hace peinetas, que lo he visto por la luna trasera.

Manuela ha enviudado en lo mejor de la cincuentena hace unos meses. Del marido, amén de algunos gratos recuerdos y otros muchos para olvidar, le han quedado una balumba de cajas de cartón con papeles que el muerto nunca quiso tirar, varios rimeros de libros sobre bosques y naturaleza, algunos trofeos de caza y una escopeta no censada que en el momento de su muerte, obviamente, no estaba en el armero de la Guardia Civil.

Manuela sabía que esa escopeta no era legal, pero su marido la apreciaba mucho para usarla en sus monterías, y daba el cambiazo en casa con la que trajera del armero, que allí han quedado tres o cuatro. En un primer momento Manuela tuvo la tentación de llevar la escopeta a las autoridades. Pero luego pensó que, siendo honrada, tal vez tuviera que pagar una multa de órdago. Y se dijo que dejando las cosas como están, las cosas seguirían estando como hasta ahora. Para qué empeorarlas…

A Manuela, de joven, también le gustaba la caza. De hecho, conoció a su marido en una montería. Así que, aunque olvidado, el manejo de las escopetas de caza no le es nada ajeno. Quizá retome la afición… Quizá se repita la historia y eche novio… o amante entre las jaras.

Hace unas semanas, limpiando un armario cuyo vaciado había estado procrastinando, nos encontró a mis primos y a mí bajo un falso fondo que se disimulaba bien poco. Somos el complemento necesario de la escopeta. Con nosotros también había fotos y cartas que a Manuela le ha hecho daño encontrar y leer.

Y es que el marido de Manuela no esperaba morirse una tarde cualquiera en la autovía que sale de la capital de esta provincia como consecuencia de un choque frontal contra un kamikaze.

La semana pasada se dieron algunos cambios en la casa.

Un crío de unos 16 años, magrebí para más señas, aunque esto quizá no sea del todo importante, pero me parece que añade dimensión a la anécdota, entró en casa de Manuela. El mena no iba solo. Los chavales, creyendo que en la casa no había nadie, rompieron una ventana del piso de abajo, alertando a Manuela, que estaba en la cama tratando de coger el sueño. Por las voces, Manuela calculó que habían entrado tres compinches.

Por cosas de la reverberación acústica en los pasillos de las casas rurales, Manuela escuchó con nitidez, y en un castellano seseado, las frases siguientes:

—¿Y si está la vieja?

—La violamos, y así te estrenas.

Manuela esperó en la cama, recostada. Hacía años que no tenía una sesión de sexo como dios manda, pues el matrimonio, aunque vivían juntos, se había ido distanciando. Estragos de la convivencia y del tiempo.

Desde la cama de Manuela, el haz de la linterna del magrebí se veía titubear escaleras arriba y luego por el pasillo adelante; así que se preparó para recibirles en la cama. Por los timbres de voz debió deducir que eran varones y jóvenes.

Cuando el menor iluminó la habitación con su linterna desde el umbral, fue un primo mío el que salió disparado. Le alcanzó en mitad del pecho, haciéndole un boquete espantoso. El trueno retumbó por toda la casa, poniendo en fuga a los otros, de los que no se ha sabido nada hasta el momento.

Hace días que la casa está vacía, y no lo digo por la ausencia de mi primo, que hizo lo que tenemos que hacer.

Por cierto, el kamikaze sobrevivió al choque frontal.

Hay jornada cultural en el instituto y alguien ha tenido la idea de organizar un concurso de tartas, que ha ganado la hija del director. Las tartas se exhiben justo debajo de donde estoy; llevo aquí tanto tiempo que nadie repara en mí, y puedo oír las conversaciones de todos cuantos están en este amplio pasillo.

La niña del director ha presentado una tarta redonda de bizcocho de dos capas, mientras que la tarta que ha traído el hijo de un operario municipal tiene forma de perro, está completamente bañada de chocolate, y en su interior los alumnos descubren hasta seis sabores, entre ellos mazapán y turrón.

Las porciones de las tartas presentadas a concurso se venden a un euro a fin de ayudar a sufragar parte del viaje de estudios. La tarta del chaval se ha terminado a las primeras de cambio y a la de la hija del director apenas le han comido un cuarto.

La hija pubescente del director no conoce términos como pucherazo o tongo, y mucho menos clientelismo. La niña está protegida contra toda influencia que la aparte de un camino trillado e inmaculado, y el padre amantísimo procura su felicidad… aunque sea a costa de los hijos de los demás.

Desde los insondables espacios intersiderales, una enorme roca lleva eones viajando para venir a cortar la órbita de la tierra en el preciso instante en que nuestro planeta transitará por ella.

La colisión será tan brutal que partirá el ovoide en dos grandes trozos y millones de fragmentos.

La cita está prevista para dentro de dos años, tres meses y diez días.

No hay posibilidad de escapar, ni de interceptar el bólido espacial. La única posibilidad, anunciaron los científicos, es mover la Tierra de su órbita. Yo me despego del corcho de la sala principal de la estación espacial y floto en ingravidez. Ya me encontrarán… o no.

Los científicos determinaron que si todos los habitantes de la Tierra saltan a la vez, la órbita terrestre se modificará una pequeña fracción, pero efectuando el salto con tanta antelación la nueva eclíptica dejará al superpedrusco a una distancia segura.

El mundo asiático informó de que saltaría en el momento señalado por imperativo legal.

El mundo africano ni se enteraría del evento, por lo que se saltará hacia ese sector para desplazar la órbita.

El mundo oceánico dijo que apoyaría lo que los líderes mundiales resolvieran, pero pedían seguridades de que no iba a subir el nivel de las aguas.

El mundo árabe receló, pero tras encontrar con quién asegurar sus pozos petrolíferos, se sumaron a la propuesta mundial.

En Europa, el mundo nórdico aceptó con ilusión la idea y comenzaron a ejercitarse disciplinadamente en el salto conjunto.

El mundo anglosajón discutió y discutió: hubo deliberaciones y contrapropuestas; disensiones, plantes y postureos, pero finalmente y a tiempo se pusieron a la orden.

El mundo latino dio lugar a múltiples respuestas:

—¿Saltar? ¿Por qué? Porque lo digan ellos. Anda y que se jodan; yo no salto.

—No hay motivo de preocupación: dios nuestro señor enviará un coro de ángeles que, batiendo sus alas al unísono, succionarán la piedra y la llevarán a un lugar donde no pueda hacer ningún daño. Quizá hacia el sol, que es muy grande y lo traga todo.

—Aprovecharé para tirar al hideputa de mi vecino por la ventana del quinto. El porrazo valdrá por varios saltos y todos creerán que el tipo se ha tirado por pánico.

—No servirá de nada. Saltar todos a la vez… Aunque consigamos mover la órbita, enseguida la Tierra volverá a su sitio, como cuando estiras una goma. Es una ley física. Todos hemos visto las órbitas de los planetas en torno al sol, y sabemos que son elásticas. Las vi dibujadas en un atlas que tenía en el colegio…

—Pues a mí, como me coja el salto ese a la hora de la siesta, van dados. Que salte Rita. Mi siesta es sagrada.

—Si dios ha decidido eliminar a la raza humana y toda vida en la Tierra, sus motivos tendrá. ¿Quiénes somos nosotros, míseros mortales, para luchar contra sus designios?

—Al menos mandarán un folleto explicativo con lo que hay que hacer, ¿no?

—Qué chorrada. Si vamos a palmarla, mejor fumarnos unos porros y corrernos una orgía. Seguro que hay tías que piensan igual. Corre la voz, tú.

—Yo, hasta que no vea el pedrusco ese, no me creo una mierda.

—¿Pero éstos de que van? Igual se creen que me van a tener saltando y haciendo el tonto cuando ellos quieran. Anda y que les den.

—Hemos sido el mayor imperio donde nunca se ponía el sol. Y ahora van a venir a decirnos unos científicos que no hablan en cristiano lo que tenemos que hacer. ¡Hasta dónde hemos llegado! Y lo que nos queda por ver…

—¿Y yo que hago con el bebé? ¿Salto con él en brazos? ¿Y si el niño me sale despedido y coge mucha altura?

—Esto es cosa de los chinos… o de los moros… o de los americanos. Que salten ellos y que no jodan más. Ponme otra garimba.

—Arrepentíos de vuestros pecados. Antes de que podamos ver la roca oiremos tronar las trompetas de Jericó.

—¿Y quién se va a creer que todos vamos a saltar a la vez? Verás como hay mucho listo que se escaquea y quedamos cuatro haciendo el bobo. Yo me haré el longui.

—¿Y eso quién lo ha dicho? ¿Los neandertales de la derecha o los perroflautas de la izquierda? No me extrañaría que para esta soplapollez se hayan puesto todos de acuerdo.

—Mataadme, por favoor…

—Saltar, saltar, parece muy fácil. ¿Y si me tuerzo un tobillo quién me paga la baja?

—¿Que qué…? Homenomejodas…

—Alguien va a ganar muuucha pasta con esto… Fijo. Y yo quiero saber quiénes y cuánto. Ya verás las televisiones… A ver si nos enteramos.

Los alemanes dijeron que ellos coordinarían y sincronizarían el salto mundial.

A la una, a las dos y a las…

Losange Sable

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