El duro

1 de abril de 2019

La cocina del escritor.—
He presentado este cuento a concurso. Pero continúo sin destacar en ellos. Tampoco es que me importe, pero sí me jode. Mi pasado competidor me dice que se participa para ganar. Todo lo que no sea ganar es perder.

El segundo es el primero de los perdedores.

(Ayrton Senna)

De verdad que no creo que el cuento sea flojo, pero quizá no se adaptaba enteramente al tema propuesto: Maldiciones. O a lo mejor es que me pasé de frenada en la curva escatológica. También puede ser que no leyeran más que el comienzo e interpretaran que la forma de expresión del protagonista era consecuencia del perfil bajo del autor. O quizá es que sí hubo trece cuentos mejores que el mío.
Asimilando la derrota —no me queda otra— lo presento a vuestra consideración. Ah, lo escribí en septiembre de 2018.

El duro: sobre la receta del cuento Mostrar

El duro   
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El duro
***

(cuento – 3.544 palabras ≈ 15 minutos)

Allí estábamos, frente a frente, en un desolado cruce de caminos entre dos barrios marginales, antes de las seis de la mañana. Las miradas eran cautas, pero el entorno hacía presagiar bofetadas.

No me amilano fácilmente. Peleas he tenido demasiadas… Unas veces he ganado y otras me han dado. Pero el tipo que tenía delante no iba a ponerme la mano encima… Lo tenía claro, aunque no tenía ganas de gresca. Estaba cansado, pero si he de fajarme paso de cero a cien en medio segundo.

Habíamos cerrado la discoteca pasadas las cinco y media; sí, ya sé, la ley, el reglamento, la ordenanza y todas esas gaitas dicen que se cierra a las cinco entre semana. Quizá antes, porque la licencia del dueño es de disco-bar. Pero como no permitimos que los clientes molesten en la calle, los vecinos están contentos con nosotros. Y estando abiertos no hay robos…

Nos mirábamos bajo una farola que no lucía aunque sí alumbraban las adyacentes… No pienses que tengo un lenguaje escogido por decir adyacentes. Tampoco me gusta leer. Si suelto algunas palabras elegantes es porque se me han ido pegando de los atestados policiales. Mi profesor de creación literaria ha pedido que escribamos algo que nos haya pasado; para irnos soltando. ¿Que por qué voy a clases de escritura? Pues tengo muchas historias que contar, mías y ajenas, y si valen la pena, mejor contarlas bien. Me gustan las historias. Leerlas no… escucharlas de boca de otros. Me da igual que sean verdaderas, falsas o ficticias… Una buena historia bien contada siempre merece la pena.

El tipo que tenía delante era más pequeño que yo, pero nunca subestimes a un enemigo. Es la forma de palmar. Mantuve la distancia. Ese cruce de caminos en un parque desarbolado es amplio como para habernos evitado. El parque está mal iluminado, pero en aquel óvalo lucían dos farolas.

Mientras me soltaba su verborrea yo pensaba: ¿por qué habrá elegido este lugar iluminado para entrarme? Fue él quien se vino hacia mí. Yo le había visto moverse y me importó un carajo. Por tamaño, la lógica dice que él debía haberme evitado. Sólo rateros de poca monta pueden acechar en ese parque.

Esto no lo pensé de forma consciente: mi mente evaluó la situación mientras yo calibraba al hombrecito que tenía delante. Ya he dicho que era pequeñajo, menudo. Se calzaba con una gorra vieja, antigua, rara; nunca había visto una igual. Si acabábamos en bofetadas, me la quedaría.

Me había entrado diciendo: ¿Quieres verla? ¿Quieres que te la enseñe? Ella quiere verte, y tocarte, y que tú la toques a ella.

¿Qué jeringonza era esa? ¿Y quién era ella? ¿Una titi, una chaira, una pipa, su polla? Si traía una pipa habría un problema, pero no sé por qué iba yo a querer tocarla. ¿Querría vendérmela?

Como desconfiaba, di un paso atrás, poniéndome de perfil, y llevé mi mano a la parte trasera del pantalón. Yo sí traía un fusco. Ya he dicho que venía de trabajar. Y antes de que me apiolen me llevo por delante a quien sea. ¿A qué crees que va la gente a una discoteca de barrio entre semana? A cambiar cromos gordos. Las noches entre semana son tranquilas, salvo los borrachitos, que no los aguanto. Pero si se levanta jaleo en un reservado, va a ser feo, muy feo, porque será un ajuste de cuentas de mucho dinero. Cuando salta la banca apuesta a que nadie pierde tiempo en amenazas. Te clavan o te agujerean y sanseacabó. Pero hace tiempo que no matan a nadie en mi discoteca.

Miré al tipo fijamente para acojonarle. Pero coño, no se achantó. Mira que te doy, avisé. Quítate del medio y déjame pasar. Pasó de mí. En la noche te encuentras cosas muy raras. Tipos con panza de burra que te dan dinero si les haces una paja. Recién paridas que si pagas te dejan mamar la leche que les rezuma… Cosas raras. Hay gente muy pirada.

El canijo me pareció un zumbao que no apreciaba la vida. Si le metía dos tiros allí mismo, restallarían bien lejos. Si la policía andaba cerca, tardarían en ubicar el origen de los disparos. Si salgo por patas sólo la mala suerte me llevaría de bruces contra ellos. Pero tampoco iban a querer problemas. A las seis de la mañana estarían en comisaría para entregar el turno, pensando en acostarse junto a su mujer, rezando para encontrar fresco su sitio.

Me iba a dar pena tener que atizar al mequetrefe. Pero sentir lástima de alguien también es palmar. Quien da primero da dos veces. Y asegúrate de que lo bajas para no perder tiempo con una tercera, pues te pueden caer otros por detrás.

El tipo no hizo caso de mi advertencia y avanzó hacia mí a la vez que rebuscaba bajo su chamarra. Era una chupa de cuero, antigua, raída, gastada, pero de piel auténtica.

Di dos saltos hacia atrás, como hace el boxeador que mantiene la distancia, con la mano en la pistolera. Jamás me ha parado la policía en ese parque. Y viéndolos llegar, sería fácil arrojar la pipa entre la hierba que nunca siegan. En ese parque reina la oscuridad.

Mírala, ven, tócala. Ella quiere sentirte. No tengas miedo.

Joder con el tío. No se arrugaba. Estuve por meterle una patada en el pecho y pirarme. Tampoco había que matarlo por estar loco. Aunque conozco gente que por menos le habrían abierto el vientre con la faca.

Me crecía la tensión y estaba cometiendo errores. El peor de ellos, dejar pasar el tiempo en indecisiones. Debía estar consciente de mi entorno y no podía perderlo de vista. Y estaba retrocediendo, que son dos errores. El primero, que reculando no ves qué tienes atrás. El segundo, que das pie a un ataque, porque hay quien entiende los gestos de conciliación como gestos de debilidad. Y ya he dicho que quien da primero da dos veces.

Al menos estaba sobre mis punteras, había conseguido recular girando, y mientras mis ojos le tenían encañonado, mi cabeza procuraba estar alerta al entorno. No es fácil mantener dos focos de atención a la vez, y la mente se agota pronto. Y más si son horas de estar en la cama.

Aún no sabía a qué se refería el loco que tenía delante con tanto ven y tócala. Pero estaba claro que se refería a algo que tenía guardado y que no encontraba.

Ella te estaba esperando, ella te ha elegido; ven, agradéceselo.

Nada tiene sentido a las seis de la mañana en un cruce de caminos en un parque tenebroso entre dos barrios marginales considerado tierra de nadie por las bandas juveniles de ambos arrabales. Noté el frío que precede a la amanecida.

El enano era barbilampiño pero no era joven. Le vi la edad en los ojos cuando giré y quedó frente a la luz de una farola. Tenía una extraña barbilla muy puntiaguda. Continué pivotando hasta quedar mirando hacia el lugar del que venía. El tipejo giró como un robot persigue un objetivo.

No temas. Ven, acércate.

Su voz intentaba ser melosa, acaramelada, aunque sonaba forzada, hueca, como si le saliera del pecho. Yo empezaba a desquiciarme. La broma estaba durando demasiado.

Podía dar media vuelta y echar a correr, dejando al espantajo allí clavado. Pude haberlo hecho antes y haberme vuelto por donde venía. Pero tengo una reputación. No tengo miedo a nada. Bueno, siendo sincero… Siempre he temido aquello que no puedo matar. Sí, vale, sin bromas. Sé que los espíritus no existen, pero haberlos haylos. Fuera de esa superstición, en este mundo no tengo miedo a nada. Y si he de entregar la cuchara, será peleando.

Al acabar de hablar el enano encontró lo que buscaba entre sus ropas.

Ven ama, tu siervo quiere verte. Está ansioso por sentirte. Tú le has elegido y él quiere que estés en él.

Tanta palabrería me exasperaba, me crispaba. Así que decidí irme a por él y arrearle un par de puñetazos. Le pegaría como para uno grande, por vacilarme, por hacerme perder el tiempo. Y me fui hacia él.

Cuando armo el puño para atizarle el tipo se saca un cinturón de entre la camiseta. Un cinturón muy largo que para más cojones tenía movimiento propio. Se movía y se enroscaba en su brazo. Escuché entre el silencio del parque el bífido silbido de la serpiente que el enano había llevado enroscada en su cuerpo todo este tiempo.

Algo ocurrió durante un largo segundo: mi tiempo se ralentizó. Recuerdo que al acercarme noté un olor añejo, como venido de un pasado remoto. Una mixtura de almizcle y laca de uñas, y algo más que me pareció pachuli. Había avanzado para darle dos estacazos, estaba en distancia de pelea, y me lanzó la serpiente a la cara.

A duras penas vi la boca del bicho abierta, unos colmillos, su lengua viperina, los reflejos de su piel escamosa, y sentí el peso del animal sobre mi brazo, que instintivamente había llevado a protegerme los ojos.

La bicha mediría un metro o más, y su cabeza me golpeó en el hombro mientras su cuerpo, flexible, se amoldaba al mío, ahora encogido.

Con la mano contraria intenté asirla por la cola y tirar de ella para sacármela de encima, pero estaba grasienta, aceitada. Era rápida y se me escurrió al intentar agarrarla.

Giré sobre mí pero era inútil. Una idea cruzó mi cerebro. Cogerla por el cuello, cerca de la cabeza, y luego, así apretada, descerrajarle un tiro dentro de la boca. Pero estos bichos son todo cuello y todo cola y no sabes donde agarras, y menos en penumbra, y menos si aún no te has repuesto de la sorpresa.

Mientras giraba sobre mí como una peonza, intentando sacármela de encima, y mientras su cuerpo se me enroscaba en el brazo y su cabeza se introducía por la pechera de mi camisa, sentí un pinchazo en una pierna. El cabrón hijoputa me clavó un estilete en el muslo y caí al suelo.

Se acabó, pensé. Aquí entrego la cuchara por imbécil. Y aquella idea me dio bríos porque siempre me dije que moriría batiéndome: Antes de palmar me cepillo a este mierda. Así que me olvidé de la serpiente o culebra o lo que sea que fuera y busqué mi pusca para meterle un tiro en la barriga al mindundi. Noté un par de mordiscos, en el pecho uno, en el abdomen el segundo, mientras sacaba la pistola de la cartuchera.

Un único pensamiento ocupó mi mente: morir matando. Tenía la pistola en la mano cuando noté que la serpiente, viscosa de baba o aceite, se introducía por la cinturilla de mi pantalón, deslizándose hacia abajo, y la cabeza de la bicha hurgaba en mi paquete. Noté su piel paseándose entre mi polla y la bolsa de mis huevos, y quedé paralizado con la pipa en la mano. No fue el asco o el miedo o la aversión lo que me detuvo. Estaba totalmente paralizado, mis músculos rígidos, tensos, contraídos. El enano inició una especie de danza a mi alrededor a la vez que entonaba una salmodia en lengua desconocida.

Una opresión aplastaba mi pecho. Me costaba respirar. Pero seguía siendo consciente de todo. Mi piel registraba el camino de la bicha. Lo que sigue no es agradable pero debo contarlo.

Noté la cabeza de la culebra buscando mi esfínter anal. Y al poco introduciéndose en él. Si bien mis músculos y tendones estaban tensos, la bicha estuvo hocicando mi ano y metiendo en él su lengua bífida. Quizá la baba funcionó como relajador de esfínteres, porque al quinto o sexto intento logró hacerse un hueco, introducir su cabeza alargada, y entrar en mí. Aún tenía la pistola en la mano. Pensé en meterme un tiro en la sien. Pero no podía mover el brazo, ni siquiera el dedo para apretar el gatillo.

Noté el calor del roce, la fricción centímetro a centímetro del cuerpo del reptil en mi esfínter, y luego una dolorosa opresión en mi interior. Un dolor intenso. Mis músculos estaban tensionados, y no sé si como consecuencia de ello o porque la bicha estimuló algo dentro, noté una erección. Por primera vez en mi vida tenía ganas de llorar. Pero no podía. Sólo podía notar aquella cosa reptando por mis intestinos adentro a la par que su cuerpo seguía quemando mi ano con el continuo rozamiento de la penetración.

Querrás saberlo: sí, eyaculé, y en abundancia, pero esa parte no tiene importancia porque yo me estaba muriendo mientras aquel ser enano que ahora veía deforme o al menos contrahecho, hacía unas reverencias no sé adónde, no sé a quién. Se hincó de rodillas y luego se sentó sobre sus talones, junto a mis piernas, postrándose, con lo que desapareció parcialmente de mi vista. Debía rezar o algo similar, porque de vez en cuando veía que su cabeza se elevaba por encima de mi vientre abultado. Tenía ganas de cagar, intensas ganas de cagar, pero no podía hacer fuerza porque la presión iba del interior hacia el exterior de mis tripas. La serpiente se movía dentro de mí. La notaba ascender por mi intestino, notaba una fortísima opresión en mi vientre. Y tuve ganas de vomitar. Pero no tenía nada que arrojar.

El tipo avanzó, arrastrándose y ondulándose, hacia mi cabeza, entonando un cántico a media voz. Su cara asomó sobre la mía y me dio un tajo en la oreja con el estilete. Noté el calor del corte pero no sentí dolor. Luego levantó algo que parecía un vasito de cristal medio lleno con mi sangre. Lo alzó por encima de su cabeza y pronunció lo que parecía una invocación. Ya no cantaba, sino que recitaba: sonaba como un poema. No sé si rimaba porque ni entendía lo que decía ni podía escucharle bien, pero su mosconeo tenía un ritmo hipnótico. A cada poco repetía la sílaba Yig. La boca abierta, los ojos en blanco, y espiraba diciendo Yig… A la vez mascaba algo que le hacía babear una saliva verduzca sin cesar el canturreo: Yig… Hibvé… Valhú… Ssiá…

Mi vientre se dilató y el dolor abdominal y la presión que sentía se hicieron insoportables. La piel estaba tirante como parche de tambor. Noté un doble movimiento hacia arriba y hacia abajo, hacia dentro y hacia fuera. Cuando salió supe que la bicha había dado la vuelta en algún punto de mis intestinos.

Mientras el tipo echaba en la sangre del vasito unos escupitajos verdes, muy cortos y seguidos, por mi ano salía la cabeza del ofidio. La presión, molesta, dolorosa todavía, comenzó a ceder. Noté a la bicha, viscosa y fría, bajando por la pernera de mi pantalón. Mis piernas, tensas, levantaban un palmo sobre el suelo. Notaba cómo iba deslizándose, escapando de mi culo, pierna abajo. Justo cuando su cola abandonaba mi cuerpo me cagué. Y me cagué con abundancia, una efusión de mierda que salió sin contención de mi interior. La serpiente salió por la pernera y olfateó el aire. El contrahecho emitió un silbidito y la bicha se irguió, levantando la cabeza y buena parte del cuerpo, girándose a mirarle. Arrodillado junto a mí, con un pie en el suelo y una rodilla en tierra, se estiró para atraparla, evitando mirarla directamente.

La arrastró por encima de mi cuerpo y la depositó en mi pecho. Miré al tipo a los ojos y vi unas pupilas ofídicas. Sentí miedo, un miedo profundo, arcano, ancestral, un horror que partiendo de mi nuca se irradiaba por mi ser. Él me ignoró, absorto en el ritual. Mientras todo esto ocurría yo permanecía contraído, todo mi cuerpo rígido, en tensión, como una tabla.

Elevó la serpiente sobre mi cabeza y percibí el olor a mierda que despedía el animal. Colocó el vaso sobre mi pecho y a continuación, apretándola suavemente, deslizó la mano para escurrir en el vasito la mierda que cubría el cuerpo de la serpiente junto con el aceite de que hubiera estado ungida. El vaso rebosó y mi camisa se tiñó con mi mierda. A continuación hizo tres o cuatro reverencias, metiendo en la última la cabeza de la culebra por detrás de su nuca, dejando que el reptil se escabullera por su espalda adentro, deslizándose sobre su cuello y hombro.

Acto seguido agarró la vasija de cristal, hizo algo así como un ofrecimiento, y se bebió el contenido de un trago.

Sentí asco. Mi mano estaba tensa, agarrando la pistola amartillada, pero incapaz de apretar el gatillo. Si en aquel momento la parálisis hubiera cedido un ápice le hubiera metido un tiro por la gorja arriba. Lo tenía a huevo, pero los dedos me dolían con la tensión. Notaba todo mi cuerpo dolorido. Sobre manera los músculos del cuello y la nuca; mi cabeza se había ido elevando y ya estaba a tres o cuatro dedos del suelo. Comencé a babearme.

No adivinaba qué más podría hacerme aquel ser grotesco. Quizá me matara al terminar. Me haría un favor. De rodillas, mirándome a los ojos, tras injerir el brebaje de mierda y sangre, aclaró su boca con su lengua; luego se tapó una de las fosas nasales y se sonó sobre mí. A continuación hizo lo mismo con el otro orificio. Noté sus mocos en mi cara; la segunda sonada cayó en mi boca entreabierta.

Tenía ganas de llorar, de matarlo, de morirme, de no existir. El tipo me miró a los ojos y se agachó hacia mí. Percibí un olor a hierbabuena y a hibisco, y la fragancia del almizcle y el pachuli. El olor a laca había desaparecido. Acercó su cara a la mía y me dijo lenta y roncamente: Todo ha terminado: valiente. Y se esfumó.

Lo que quiero decir es que desapareció de mi vista mientras lo estaba mirando. No fue a ningún sitio, no se movió hacia ningún lado. Simplemente desapareció. Como si nunca hubiera estado allí. No sabría decir cuánto duró aquel ritual. Seguía sin amanecer, quizá sólo transcurrieron cinco minutos. Al esfumarse, la parálisis cesó de improviso. Mi nuca golpeó contra el suelo y el vasito rodó de mi pecho, rompiéndose en dos trozos. También la pistola cayó cerca de mi cabeza. Podía haberse disparado, pero no tuve suerte.

No me podía mover. Estuve allí tirado durante un buen rato, con el cuerpo dolorido. Amanecía poco a poco, lentamente. He consultado las tablas y ese día el sol salía a las seis y treinta y dos. Era el último día que salía a ese minuto. Luego, comienza a amanecer más tarde. Estaba adolorido y me costaba moverme. La misma sensación que tienes a los dos días de haber chupado una golpiza. Allí no podía quedarme. Nadie pasa por el parque de camino al turno de la mañana en el polígono industrial que hay al final del barrio bajo. Sería un suicidio. Pero pronto se daría una vuelta la patrulla y yo no estaba para explicar nada.

Guardé la pistola, que no me había servido para nada. Recogí los trozos grasientos del vaso. Había algo grabado en el cristal, esmerilado a mano. Yo olía a mierda. Mis pantalones estaban cagados. Mis calzoncillos también. Por delante estaban viscosos. Tenía unas fuertes ganas de mear, y aunque lo intenté, no solté nada. Sentía una quemazón vejiga abajo y en la cánula del interior de la polla. Una quemazón seca, arenosa, una quemazón dolorosa.

Imagina cómo llegué a casa, cómo subí las escaleras: cojo, casi arrastrándome, dejando tras de mí un rastro de olor a heces. Continuaba sangrando de la oreja y la cuchillada del muslo corría peligro de infectarse.

No, no estaba drogado. Hace mil años que no me drogo. Tengo los restos del vasito, y las heridas. El vaso lleva grabado como un ojo de sapo con una corona encima. No ha sido una ensoñación ni una alucinación. No he tomado fármaco ninguno para los dolores; he querido sentir cada fibra de mi cuerpo rebelándose contra mi mala fortuna.

No he puesto denuncia ninguna. Nadie me va a creer y la policía se burlaría de mí. Me tomé la semana libre aduciendo enfermedad. Cuando me reincorporé me encontraron cambiado. Había perdido peso aunque me agarró una bulimia y comía bastante más que antes.

Por lo visto lo que como no me nutre. Mi ánimo es hosco. Y he perdido la velocidad mental que siempre tuve para resolver los problemas que se dan en mi trabajo. He dejado el curro, aunque he continuado yendo a los cursos de creación literaria. Para olvidar, para no pensar.

Pasados dos meses comencé a notar movimientos en mi vientre. Ahora sé qué hizo la puta culebra en mis tripas.

Señor profesor, querías una historia verdadera y aquí la tienes. Te la enviaré por correo. Luego buscaré un lugar donde pegarme un tiro, un lugar donde nadie me encuentre.

Siempre creí que estas historias eran delirios literarios. He buscado información entre santeras y vuduistas; entre cultos innombrables y ritos atroces; entre criaturas de la noche y en antros impenetrables. Sé que he sido objeto de una maldición: Yig me eligió para depositar su progenie. Aun muerto, sus crías, a punto de eclosionar, se alimentarán de mi cadáver.

Para mí se acabó el futuro.

Losange Sable

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