La partida

1 de febrero de 2019

La cocina del escritor.—
Este cuento lo he presentado a un par de concursos y no ha recibido la consideración de los jurados. Sin duda los trabajos premiados merecieron mejor suerte que el mío, pero no creo que mi cuento sea malo. Lo terminé en el mes de octubre de 2017 y la fábula no trata sobre ningún juego de mesa, aunque en él se mencionan varios de los llamados duelos, juegos de mesa diseñados únicamente para dos jugadores.

El tema es el paso del tiempo durante la vida de una persona y las vicisitudes que le sobrevienen, con una lectura (creo que) entrañable, por relajar mi vis cáustica e irreverente.
 

La partida: sobre la receta del cuento Mostrar

 

La partida   
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La partida
***

(cuento – 2.437 palabras ≈ 11 minutos)

(Ajedrez)

Mi padre me miraba con su cabeza en alto, la espalda erguida, cogiendo distancia con la partida de ajedrez. Yo miraba las piezas con la barbilla casi pegada a la mesa donde se abría el arcidriche sobre el que se dirimía la batalla.

—Si no tienes una visión del conjunto no puedes leer la partida.

Me eché hacia atrás, pero mis ojos continuaban fijos en el alfil perdido desde hacía dos o tres jugadas, aunque no tomé conciencia de su crítica situación hasta que el peón de mi padre tuvo la osadía de amenazarlo a pecho descubierto.

Pírrico intercambio tras fajarse en el cuerpo a cuerpo: un bravo arquero por un escudero innoble. Quería dejar de jugar. No me apetecía seguir. La partida había perdido interés para mí.

—Juega —ordenó mi padre—. No vas a estar toda la mañana lamentando un alfil que ya está perdido.

—Es que si te como el peón me lo vas comer.

—No te quepa la menor duda.

Pensé. Y pensé y pensé… Pero el alfil era un cadáver inservible en aquel campo parcelado con cuadrados uniformes. Observando las leyes del ajedrez, durante el transcurso de una partida los trebejos van yendo a parar a la caja uno tras otro, pero esta ley natural no era para mí ningún consuelo. Un arquero capaz de atacar a distancia por un peón paticorto armado con una pequeña daga era un intercambio que no se me podía exigir. Suspiré…

—Juega —me pidió mi padre—. Estás en tu turno y es tu obligación jugar.

—¿Cuánto tiempo tengo para pensar esta jugada?

—Hasta que se te acabe, y entonces perderías la partida. Pero no tenemos reloj de ajedrez.

—Pero es que… —comencé a protestar.

—Deberías haberte ocupado de tu alfil cuando lo has dejado ahí, pero te has olvidado de él. Ahora está perdido porque no tiene dónde ir para ponerse a salvo. Si lo mueves te lo comeré, y si no lo mueves te lo comeré. La jugada menos mala es cambiar peón por alfil.

—Ya… —Yo no estaba muy convencido. Había oído que los grandes genios del ajedrez encontraban jugadas memorables en los momentos de mayor presión. Mi padre pareció adivinar mi pensamiento. Bueno, la verdad es que siempre lo adivinaba.

—En esta jugada no tienes ninguna presión porque no hay más opciones. Has jugado alocadamente, sin pensar tus movimientos. Has jugado sin planificar tus acciones. Sabes mover los trebejos. Conoces algunas técnicas. Pero va siendo hora de que planifiques las tácticas.

Planificar y táctica. Dos palabras tan majestuosas como enigmáticas. Insondables y sugerentes, me han acompañado toda la vida. Capturé el peón. Mi padre, con calma, con su mano grande, cálida y vellosa, de anchos y recios dedos, sacó mi alfil del tablero con suavidad. El deceso del arquero se había consumado. Por no jugar con planificación y táctica. Pero la partida, o quizá fuera en otra partida, cobró interés cuando asalté su torre del flanco de rey. En cuanto mi dama envió a la caja oscura su torre me sentí crecer. Tres jugadas después, mi dama, atascada en una esquina del tablero, sucumbía ante un caballero altivo, rampante y desafiante.

—Lo que he hecho se llama un sacrificio. Te he dejado comer la torre porque tu reina quedaba comprometida. No has planificado cómo ibas a sacarla de ahí. El ajedrez, y en general todo en la vida, requiere planificación.

—¿Todo el mundo planifica todo?

—Pues claro, aunque no lo parezca. A veces hacemos cosas de forma automática porque las habíamos planificado mucho antes, y de tanto repetirlas se convierten en hábitos.

—Entonces los hábitos son buenos. —Mi padre pareció pensar la respuesta.

—Son buenos los hábitos que son buenos. Y son malos los hábitos que son malos.

—¿Un hábito malo no es una manía?

—Hay manías inocuas.

—¿Qué es inocuo?

—Que no hace ningún daño, aunque tampoco hace ningún bien.

Quedé en silencio pensando en sus palabras. Tras dejarme reflexionar mi padre volvió a hablar.

—Y debes revisar constantemente los hábitos que has adquirido.

—¿Pues?

—Pudiera ser que cuando planificaste, tu acción fuera efectiva y que pasado un tiempo deje de ser tan efectiva como era; pueden darse también nuevas oportunidades que debes considerar para seguir siendo eficiente. Has de revisar tus planes continuamente.

—Pues hacer planes parece cansado.

—Ya te acostumbrarás. Ése es un hábito que tienes que adquirir: hacer planes y revisarlos constantemente. —Y mi padre me sonrió con cariño—. ¿Echamos otra? Ésta parece que la tienes perdida. —Me gustaba jugar al ajedrez con mi padre. Siempre aprendía algo, aunque algunas veces no le encontrara utilidad.

La mañana del domingo era muy tranquila en mi casa. Mientras mamá hacía algunas labores y preparaba la comida mi padre me dedicaba su tiempo. Era el único día que estaba en casa y le gustaba pasarlo conmigo. Y a mí me gustaba estar con él. Jugábamos y leíamos juntos. Luego se murió y mamá no tuvo tiempo para dedicarme los domingos. Para mí el domingo es el día más triste de la semana.

Ahora mi hijo mueve los trebejos sobre el arcidriche. Mueve una torre por una columna vertical y busca confinar mi rey en la última fila para asestarme el hachazo final. Sonríe satisfecho.

—Juegas tú, papá —me dice rebulléndose en la silla.

(Hive)

Miro, complacido, a mi hijo mientras acaricio una de mis fichas hexagonales. El tacto de la baquelita de las fichas no es que sea muy amigable pero se deja atusar, y los ángulos obtusos del hexágono, si no se repara en ello, dan sensación de redondez, de continuidad circular. Observo la disposición de la colmena y trato de anticipar su evolución. Tengo un escarabajo en la mano, y repiqueteo con la ficha sobre la mesa. Ambas abejas están ancladas. Coloco un saltamontes en la colmena a fin de obligarle a utilizar una de sus hormigas para colgarse de él e impedir que tras el salto reste una libertad a su abeja reina. Mientras mi hijo planifica su jugada yo miro por la ventana. Veo tejados rojizos y terrazas con sábanas secándose al tibio sol de octubre que a manera de pendones medievales sobre torreones y almenas muestran con orgullo el territorio sobre el que esta mañana se amaron los amantes. Pero la higiene ha borrado toda huella acusadora que esa batalla haya podido dejar en este estandarte del moderno medievo.

(Xiangqi)

Mi hijo captura uno de mis cañones. Distraído, pensaba en la cercana vía de un tren que dentro de dos horas introducirá en la ciudad a los estudiantes venidos del campo que esta noche velarán entre un parque y un pub y mañana querrán madrugar para acudir a su facultad. Mañana ocuparán los pasillos de la universidad. Está prohibido por la legislación vigente detenerse en los pasillos, taponándolos. Los pasillos son vías de escape, salvo que te veas atrapado en ellos. Entonces se convierten en trampas, como los pasillos de la oficina de empleo que durante los próximos años ocuparán esos universitarios en busca de un trabajo mal remunerado. Para atender pagos en una ordenada línea de cajas donde la tecnología lo hace todo no se necesita una licenciatura en Geografía o un doctorado en Bioquímica. El título sólo avala que el joven entenderá cuanto se le dice sin necesidad de repetirlo, y el gerente volverá a sumar puntos ordenando su tetris en el poblado donde crece el clan digital, que también es una porción de la vida real, aunque compuesta de una ordenada línea de unos y ceros.

—¿Qué pasa, papá? Hoy estás distraído de verdad.

Mi hijo ha madurado. Me mira con atención, y yo le miro desde el fondo de mi ser. Acaricio la redondez de la ficha que mi hijo deposita junto a mi mano y luego la ruedo sobre la mesa, adelante y atrás, adelante y atrás, como la rueda minúscula. Era un cañón (ahora ya no es nada) que había atravesado con osadía y sin premeditación el gran río que semeja un pasillo transversal. Olvidé que a este ajedrez oriental se gana con posicionamientos y no con movimientos: es peor opción jugar la ejecución de la amenaza; hay que mantener la amenaza.

—Esta semana tienes la ponencia… —afirmo preguntando.

—Sí. Pero a estas alturas o sabes o no sabes. Repasaré conceptos, refrescaré ideas; el trabajo ya está hecho. Tenías razón… también hay que planificar el tiempo.

—¿Medir los tiempos? —pregunto afirmando.

Mi padre me legó una forma de actuar en este mundo. Yo le voy a legar a mi hijo un mundo donde no hay forma de actuar. Los poderosos nos amenazan con otra crisis. Como la crisis no llega, nunca se resuelve. Y nos mantienen en el miedo a una crisis que nunca llega. Hemos optado por arrastrarnos bajo la amenaza para que no llegue nunca. Al comienzo del siglo XXI estamos intercomunicados pero nunca el individuo ha estado más aislado e incomunicado. No existen objetivos comunes. Mañana mi hijo irá a buscar empleo con su título universitario en la mano y yo iré concluyendo mi vida laboral. Antón Pirulero, que cada cual atienda a su juego.

—Hoy no estás atento, papá. Si te apetece leer no tienes por qué jugar conmigo.

(Awalé)

Me centro en el juego. Cuento y calculo… Elijo retirar las semillas del cuenco de mi izquierda, que está a rebosar, y voy sembrando durante una vuelta completa y sigo sembrando hasta capturar dos semillas y dos más en el tercer y segundo cuenco de su izquierda. A continuación mi hijo barre mi campo y llena su granero: dos y dos más, y tres y dos más y otras tres más. Doce semillas recolectadas en cinco cuencos. Se trata del juego más antiguo: al torpe le cuesta sembrar y cuando cree tener una buena cosecha llega quien estudió, previó y planificó, y recoge el triple que él. A veinticuatro iguales, con veinticinco se gana. Toca contar y calcular… Toca ponerse a estudiar. No tener miedo a la ejecución de la amenaza. Apertrecharse ante ella y provocar su advenimiento. Sacrificar una pieza y que pase cuanto antes. Estamos incomunicados en un mundo sordo y vociferante tejido con redes tan invisibles y tan reales como la telaraña de venas que nos mantiene con vida.

Me vuelve a tocar, y jugar a no perder es perder de ganar. Hay que arriesgar mientras las sábanas se secan y la tarde se desliza hacia el entrelubricán aún lejano. Esa mujer disfrutó con la mano amiga que la hizo suspirar y gemir al filo de tan efímero placer que cuando llega ya se ha ido. Pero qué es la vida sino una sucesión de placeres y dolores. El placer de no sentir dolor, el dolor de no sentir placer.

(Reversi)

Capturo seis piezas. Les doy la vuelta y las vuelvo de mi color, el negro… o quizá yo jugaba con el blanco. Hago un esfuerzo por mantener la atención. Mi mente empieza a perder concentración, a no recordar con facilidad. Mi hijo ha venido a verme. Hace tiempo que quiere llevarme al asilo, pero me niego a abandonar mi cocina, esta casa que tanto me costó recuperar de las fauces usureras del banco. Hace tiempo que él ha abandonado los pasillos de las oficinas del paro y trabaja, que no es poco. Ahora mi hijo gira fichas que antes eran mías y las vuelve de su color. Más tarde cambiarán a mi color, como cambia la vida, que fluye continuamente y ora es blanca, ora negra, y tratas de volver las cosas del color que te interesa en cada momento. Las sábanas han sido retiradas hace una hora para que la humedad de la tarde que ahora declina hacia la noche invernal no enfríe esa mano grande, cálida, de dedos largos y gruesos, que llegará a tiempo de cumplir con su labor. No ha de hacerlo con la torpeza del hábito, sino que debe comprobar continuamente que sus atenciones se mantienen efectivas: revisar sus tácticas. El mundo es cambiante pero continúa inmutable. Con treinta y dos empatamos, treinta y tres gana a treinta y uno. Sólo gano un punto si mi oponente pierde otro. La calidad de la victoria es la cantidad que muestre el tablero.

—Papá, si estás cansado lo dejamos. ¿Quieres acostarte? Mañana vendré temprano para llevarte al hospital.

(Rencor y Malicia)

Saco carta y no sé dónde colocarla. Negras sobre rojas y rojas sobre negras. Hay que planificar las jugadas con antelación. Apilar, descendentes, los naipes para utilizar la carga acumulada en la pila como más convenga a tus intereses. Y me doy cuenta de que estoy jugando una partida, de que la vida no es un solitario aunque el juego sigue una mecánica similar. No hace falta que alterne rojas y negras. Roja es la sangre, negra la muerte. Blancas las sábanas de mi casa, azules éstas del hospital. Amarillo el color de la pared, verdes los ojos de mi nieto.

—Abuelo, te toca. Hace rato ya… pero si te cansas lo dejamos.

Coloco dos cartas de mi mano en las pilas centrales y luego juego otras dos de mis columnas de descarte para acabar apilando otra de mi mano. Lo hago de forma automática, un hábito adquirido tras años de práctica. No había un plan que revisar, papá: cinco sobre cuatro, seis sobre cinco, siete sobre seis, y en la otra pila nueve sobre ocho, y diez sobre nueve. Robo tres cartas para reponer mi mano.

Ni siquiera las miro. Le miro a él, mi cabeza en alto, la espalda erguida, y le sonrío con cariño. He olvidado descartar, papá, y hubiera robado una más, pero he tenido suerte. Me cuidan. Me quieren. Se ocupan de mí. Quizá planifiqué mi vejez, papá. A ti la vida no te dio tiempo. Llegué para unas pruebas médicas y llevo aquí cinco semanas. Me desmayé en los pasillos y la ley dice que los pasillos son de paso, que no se puede uno detener en los pasillos. Así que me metieron en esta habitación donde las sábanas celestes no tienen pasiones que delatar. Hoy dormiré solo, y lo agradezco. La soledad es inocua. Han sido cuatro compañeros de habitación, desagradables por indeseados, con sus visitas bulliciosas. Nadie se sabe comportar, la tele no enseña urbanidad. El mundo ha dejado de ser un lugar para mí. Pero terminada la partida me gustaría echar otra.

El niño me mira; me escudriña y está ansioso, incómodo. La tarde no pasa para él. Para mí hace años que el tiempo se ha detenido. En cuanto se ponga en marcha partiré a reunirme con mi padre en la caja donde acaban los trebejos.

Losange Sable

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