Segundos fuera

1 de mayo de 2018

Este cuento fue escrito hace ocho años… Pero quiero dedicar esta entrada a Kerman Lejarraga, con el que coincidí en Avilés. Un chaval calladito por el que hablan sus puños con locuacidad sufiente. Enhorabuena CAMPEÓN.

Es éste un cuento boxístico publicado en Mospintoles en noviembre de 2010.

En el momento en que los «cronistas oficiales» subieron a la web este cuento, los personajes que recorren toda la trama de las Crónicas (deportivas) de Mospintoles ya han asumido su personalidad, y sus perfiles se ven reflejados a lo largo del texto. No es necesario conocer la vida anterior de los protagonistas ni de los personajes secundarios que aparecen en él para comprender la historia que se cuenta: la diligencia y bonhomía de Sebas, el escepticismo y la prudencia de don Faustino y la pachorra y campechanía de Manolo.

Se refleja en el cuento una escena muy común con la que se sorprenden con frecuencia los detractores del pugilismo, dejando de paso alguna crítica solapada al mundillo del boxeo que sin duda entenderán los aficionados al noble arte, la dulce ciencia.

Y es que hasta en la pelea por el título de Kerman se acumuló retraso…

Segundos fuera   
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Segundos fuera
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(cuento – 4.262 palabras ≈ 18 minutos)

Don Faustino había ido a recoger su desvencijado utilitario a Talleres Matute. Últimamente no salía de boxes, en la jerga que utilizaba Sebas, el propietario. Menos mal que allí eran de su total confianza, porque tanta rotura era como para recelar. Hay talleres que cuando te entregan el coche te dejan la siguiente avería preparada. Lo mismo se decía antaño de los retejadores.

Sabía que le recibirían como acostumbraban: jovialidad, chanzas y bromas que don Faustino no compartía. Quizá estaban empezando a perderle el respeto, porque la gente llana tiende a confundir la amistad con la confianza y la cordialidad con el regodeo. Por ello había decidido que en cuanto se le presentase la oportunidad zanjaría una situación que le venía molestando desde hacía tiempo; decidió mantenerse a la defensiva, porque no es fácil cortar sin ofender. Se precisa estar entonado y, como todo lo que depende de la inspiración, no siempre se tiene el día propicio para dar el toque exacto en el tono adecuado.

En esta ocasión las bromas, por repetidas, hastiaron a don Faustino enseguida: que si el Ferrari, que si para cuando lo jubilamos, que si antes de que lo haga usted, que si después para qué lo quiere, que en cuanto lleguen los achaques a los jubilados les retiran el permiso de conducir… Esto último colmó el vaso de su paciencia pero don Faustino, que también sopesaba la posibilidad de que fuera que él tenía mal día, se mordió la lengua a la espera.

De tan callado como se le veía, Juanmi –el mecánico–, creyó que el maestro estaba taciturno y melancólico por algún secreto e insondable motivo y decidió levantar el ánimo del viejo profesor con una invitación personal:

—Don Faustino, me va usted a permitir que le invite para este sábado por la noche.

—Ni conoces mis costumbres, ni conoces mis gustos a la hora de la cena. –Don Faustino, que vio venir la enésima broma, decidió finiquitar las zumbas, pero Juanmi hizo caso omiso de la cortante hostilidad en la voz del profesor.

—Bueno, a cenar si quiere le puedo invitar otro día. Yo le invitaba a ver mi pelea de este fin de semana.

Don Faustino recordó que Juanmi practicaba la esgrima pugilística, el noble arte de atizar mamporros a sus semejantes so pretexto de un encuentro deportivo, si no salía él atizado.

—Sabes bien que no me gusta el boxeo, Juanmi. Además, cada vez me apetece menos salir de Mospintoles por la noche –expuso cansinamente don Faustino.

—¡Anda, leche!, ¿y quién le ha dicho que el Juanmi pelea lejos del pueblo que le ha visto nacer… –Sebas había salido de la oficina sin que don Faustino se percatara de su presencia.

—¿Dónde pelea pues, si puede saberse? –inquirió don Faustino algo amoscado todavía.

—Pues aquí, don Faustino. Mi club organiza la velada en el polideportivo de ahí arriba. ¿Es que no lee los carteles? –le recriminó Juanmi señalando el afiche que estaba a la espalda de don Faustino, a la entrada de las oficinas del taller.

Don Faustino se volvió para ver un enorme cartel anunciando: “Gran Velada de Boxeo”. Había observado que siempre se anunciaba el festejo pugilístico como gran velada y se preguntaba qué pondrían cuando la reunión fuera realmente importante.

—Pero si hasta sale tu foto, Juanmi. Pues sí que habrás tenido que ensayar esa mirada de matón para posar para el cartel.

—¡Qué va!, si me sale sola… –rió Juanmi.

—Qué, don Faustino, ¿apuesta usted unos euros? Yo ya he ‘apostao’ cien a que el Juanmi gana por K.O. –se jactó ufano el Pera, que había estado oyendo la conversación mientras revisaba unas pastillas de frenado.

—Pues no sólo no me parece bien que se permitan este tipo de apuestas, sino que me parece deplorable que el ayuntamiento preste sus instalaciones a la organización de espectáculos tan denigrantes para el género humano.

—¡Uuuyyy qué mosca le habrá picado hoy al profe…? Mejor poneros a trabajar, chavales, que lo mismo perdemos a nuestro más preciado cliente. –Sebas se había dado cuenta de que don Faustino tenía un día huraño—. Pasemos dentro, don Faustino, que he de darle algunas recomendaciones para que su cacharro no nos haga tantas visitas, que este último trimestre ha pasado usted aquí más tiempo que un servidor.

* * * * * * * * * * *

Don Faustino pidió su infusión de costumbre y se fue a sentar en silencio en la mesita del fondo desde la que se dominaba todo el bar. Cuando Manolo se la sirvió ya sabía que algo rondaba por la cabezota de su antiguo colega de mil batallas, no todas ganadas a pesar de que habían sido justas.

—Qué habrás armado, Faustino, que andas tan callado.

—Me he dejado convencer para asistir a una exhibición de hombres dándose tortazos sin más objeto que tumbar a su semejante.

—No habrás comprado entradas para esa barbaridad del valetodo…

—No he comprado nada, que me van a invitar. Y lo único que vale en lo que voy a ver es atizar fuerte en la cabeza de quien esté delante.

Manolo se rascó la cabeza. Aún no sabía de qué hablaba don Faustino.

—Pero vamos a ver, hombre de dios. Vas a ver peleas de qué… De boxeo, de kickboxing o de valetodo.

Don Faustino miró extrañado a Manolo:

—¡Ah!, ¿pero es que hay más formas de darse leches hasta que uno caiga al suelo?

—Pues claro, hombre. A mí lo que me gusta es el boxeo, aunque al kickboxing no le hago ascos. Pero eso de la jaula no me gusta que no lo entiendo.

—Y tú dónde ves esos… deportes, si aquí no hay tele.

—¡Toma, mira éste! A ver si te piensas que cuando me voy a casa me dedico a la vida contemplativa.

—Yo en casa leo, escribo… Y hago mis pinitos tocando un piano.

—¡Toma, mira el asceta éste! A ver si te piensas que soy un monje… o un trol…

—Pues mira, no lo sé. Dímelo tú.

—Faustino… Que estás de mal café y aquí te dejo contigo mismo.

Don Faustino rectificó su actitud. No le era difícil hacerlo con la única persona a quien podía considerar amigo:

—No. Perdóname. Es que he ido al taller de Matute y me he dejado convencer para acudir este fin de semana a ver boxear a Juanmi, y ni me gusta el boxeo ni me apetece ir.

—¡Coño!, el chico de la Lupe. Me han dicho que es un superclase, aunque sólo tiene cinco peleas profesionales. Mira tú por donde que yo tenía ganas de verle actuar. ¿Y adónde te llevan si puede saberse?

—A ningún sitio. La ‘granvelada’ es aquí, en Mospintoles.

—¡No! Pues yo no me la pierdo. ¿Y a cuanto dices que sale la entrada?

—A mí a nada, que me van a invitar.

—¡Toma, mira el donimportante éste! Le van a invitar. Pues podías hacer algo para que la invitación se hiciera extensible a tu amigo…

Don Faustino miró a Manolo a los ojos:

—¿Pero estás seguro de que quieres ir?

—¡Toma, mira al aburrido éste! Anda, leche; porque a ti no te guste el boxeo a los demás no tiene por qué dejarnos indiferentes. ¿Pero es que no recuerdas que yo he boxeado cuando era mozo?

El viejo profesor no recordaba nada, pero sacó su móvil y llamó a Sebas.

* * * * * * * * * * *

Los combates comenzaron con más de una hora de retraso. Don Faustino estaba sentado en el ringside entre Manolo y Sebas, quienes le informaron de que aquello era lo habitual, y el viejo cascarrabias se había negado a entender semejante protocolo. Por un lado existía la obligación legal de comenzar a la hora anunciada según consta en la legislación de espectáculos públicos, y por otra, si lo habitual era comenzar una hora tarde, hubieran anunciado el boxeo para una hora más tarde.

—Entonces, Faustino, empezarían una hora después –había concluido Manolo–. Estate sentado y calladito. Este tiempo de espera se emplea en saludar y charlar con los conocidos que andan por aquí.

—Pero si sabías que esto empezaría con retraso hubiéramos venido media hora más tarde.

—¡A callar, leche!, que no estás en el aulario, Faustino. No te comportes como un crío y mira para esas animadoras, qué majas están.

—¡Pero si están casi desnudas! –Las chicas vestían un tanga que ni se veía con la escueta batita que llevaban—. ¿Qué se suponen que van a hacer esas chiquillas?

—Animarnos la velada, don Faustino. Son las que anuncian el asalto que se va a disputar. –Y diciendo esto Sebas sacó un soberbio Montecristo que comenzó a prender delante de las narices de don Faustino.

—¡Sebas! Está prohibido fumar en los edificios administrativos…

—Joder Faustino, vas a darnos la nochecita, ¿eh? –resopló Manolo–. Esto no sería una velada de boxeo si no se pudiera fumar. ¿Para qué crees que han puesto esta moqueta barata?

Don Faustino no entendía nada de aquella feria. Una innecesaria y larga espera, una gratuita exhibición de carne femenina, la música a todo gas, y encima la gente fumando en la grada y en la cancha. Y todavía faltaban los talegazos en nombre de no recordaba qué marqués inglés según le había participado Manolo durante el trayecto en el lujoso BMW de Sebas. Manolo se había negado a ir en el utilitario de don Faustino y había insistido en que Matute les recogiera junto al Bar, pues los tres vivían en la zona norte de Mospintoles.

En ese momento se apagaron las luces y el speaker comenzó a presentar la velada. Se trataba de una reunión pugilística mixta con cuatro combates de boxeo aficionado y otros cuatro de profesionales. El público jaleó los nombres de los chicos del Mospintoles Boxing Club. “¡Qué ridículo esnobismo ponerle al club el nombre en inglés!”, pensó don Faustino, pero se mantuvo callado.

Una vez que comenzaron los combates el tiempo pasó más rápidamente. Los amateur salieron a disputar sus combates equipados con la camiseta y el casco reglamentarios. A don Faustino aquello no le parecía que tuviera ningún arte. Los chavales pegaban para que no les pegasen… Se trababan en el centro del ring, a una distancia prudencial el uno del otro, y movían las manos como si fueran pequeños molinos de viento girando sus aspas. De vez en cuando una galleta se perdía y aterrizaba en la cara del antagonista. El público jaleaba sólo las tortas que daban los de Mospintoles. Se podía decir sin temor a equivocarse que aquel público era tremendamente parcial y que no asistía para disfrutar de ningún espectáculo, porque en verdad no lo había.

Cuando terminó el cuarto combate así lo hizo constar don Faustino, y Manolo, paciente, le explicó:

—Mira Faustino, te lo voy a exponer en términos que entiendas. Si la escritura fuera un espectáculo los mejores calígrafos serían los profesionales. Estos que aquí ves son como los niños del parvulario haciendo sus primeros palotes.

—Pues mira tú, Manolo, que ahora sí que entiendo lo que me dices, porque esos palotes a los que aludes sí que los he visto aquí delante, sí –ironizó mordaz e intransigente don Faustino.

—Es un caso perdido –dijo Manolo a Sebas recostándose hacía atrás en su silla y hablando al mecánico por detrás de la espalda del profesor.

Sebas meneó la cabeza, ocupado como estaba en que su habano tirase, y como le arrimaba la tea a cada poco tenía a don Faustino más ahumado que un salmón.

Las localidades que les había proporcionado el Juanmi, casi al mismo precio que en la taquilla, eran de la fila doce en los laterales del ring, pero como había más sillas que aficionados habían acabado instalándose en la fila tres, cerca de una mesa que parecía preparada para comentaristas de televisión.

—¿Y esa mesa ahí vacía? –se interesó don Faustino.

—Es para los del Canal Plus, que retransmiten los combates profesionales –informó Sebas.

—¡Vaya!, así que el Juanmi boxeará en directo para toda España. A ver si gana –conjeturó Manolo.

—Seguro. Es un hacha. Y tiene un gancho que en cuanto lo suelte…

—¿Le has ido a ver más veces, Sebas? –quiso saber don Faustino.

—Qué va… Es lo que dicen en el taller.

—Oye, Sebas –llamó Manolo–, ¿con esos del Canal Plus no está Gómez Fouz?

—Creo que sí… Yo es que el boxeo español no lo sigo mucho.

En ese instante dos hombres de gesto grave, la cara brillante por el maquillaje, y vestidos con corrección se sentaron ante aquella mesa.

—Mira Manolo, ahí tienes a Gómez Fouz y a Esteban Cuesta –advirtió Sebas.

—¿Le conoces? –interrogó don Faustino a Manolo.

—A Gómez sí. Coincidimos en algún campeonato de España de aficionados, yo era semipesado y él debía ser ligero. Luego fue campeón de Europa profesional de los superligeros. Cuando venía a pelear a Madrid no me perdía ninguno de sus combates, allá por mediados de los setenta. ¡Jo!, qué combate libró con el grandísimo Miguel Velázquez. ¡Qué fino era el Gómez!

Manolo se mostraba ilusionado, y Don Faustino le miraba y no reconocía en él al hombre de escepticismo recalcitrante que era, descreído de todo y desconfiado de todos. Seguía sin recordar que Manolo le hubiera comentado que había boxeado. Su afición al noble arte sí la conocía, pero no que hubiera debutado, como decían en el argot.

—¿Y por qué lo dejaste, si puede saberse?

—¡Anda, leche!, mira el curioso éste. Pues porque tenía que estudiar, no te digo. ¿Ya no recuerdas que coincidimos en la Facultad, estudiando Magisterio?

—¿Y por qué no eres maestro, Manolo? –inquirió Sebas.

—¡Anda, leche!, mira el preguntón éste… Pues porque no me gustaba cuidar a los críos que los demás malcrían en casa. Como tú al Sergio…

La música de presentación de los combates profesionales apagó las palabras de Manolo y los tres se arrellanaron en sus sillas. Juanmi disputaba el segundo combate. El tercero era una pelea por el entorchado nacional y el cuarto era el combate de semifondo. Don Faustino no entendía esta inversión: ¿por qué el combate más importante no era el último?

—Para que si el título nacional acaba por la vía rápida la gente no se quede con ganas de boxeo –explicó Manolo–. A veces el combate de semifondo es mucho mejor que el de fondo porque tienen que arriesgar más para ir ranqueándose. Cuando peleas por el título también vas a tope, pero no arriesgas tanto… te lo piensas más porque puedes echar por tierra todo el trabajo que te ha costado llegar hasta allí en un cruce de manos tonto.

¡Cruce de manos! Don Faustino tomó nota del eufemismo que a buen seguro significaba que uno de los contendientes era derribado por un puñetazo.

El ambiente del recinto fue subiendo enteros. Ya estaba caldeado tras los combates de los amateur mospintoleños, y el primer combate de la velada profesional no defraudó. Peleaba un chico de un pueblo vecino y por lo visto se había traído a todos sus amigos. Se dieron tales cueradas que a don Faustino ya le dolía el cuerpo.

Luego le llegó el turno a Juanmi, que peleaba a la distancia de seis asaltos de tres minutos. Cuando pasó entre ellos y la mesa de comentaristas don Faustino observó:

—Está muy serio Juanmi.

—Coño, Faustino, y cómo quieres que esté si el chaval sube a repartir piñas, no a vender boletos para una rifa.

—Está “concentrao” –remató Sebas, que apuraba las bocanadas de su habano.

Una vez en el cuadrilátero el mecánico se despojó del albornoz y don Faustino reparó por primera vez en que los profesionales no llevaban casco ni camiseta. “Señal de que está atento”, pensó Manolo, pero no quiso lanzarle nuevas invectivas para no romper la concentración en la que parecía haberse sumido don Faustino, que sin darse cuenta se había sentado en el borde de la silla.

El semblante de Juanmi había cambiado en cuanto saltó al ring y se despojó de la bata. Saludó a la afición, lo que supuso una gran ovación con bombo incluido. A continuación saludó a su rival, que le había estado aguardando en el ring, a sus ayudantes y al árbitro de la contienda, ritual que fue del agrado del profesor. Luego volvió a su esquina, donde su preparador le untó algo en la cara. Juanmi no dejaba de brincar en el cuadrilátero. A una señal se volvió y acudió al centro del ring, donde el árbitro reunió a ambos boxeadores, y tras algunas consideraciones de última hora ordenó que se saludaran.

Don Faustino se notó algo intranquilo. Conocía a Juanmi desde que era un chiquillo. Cuando acabó sus estudios de automoción le recomendó en el taller de Matute, lo que Sebas le había agradecido en más de una ocasión. Juanmi era lo que se dice un buen muchacho. Y ahora se iba a partir la cara con otro chaval del que don Faustino nada sabía y dudaba mucho de que hubiera ofendido a Juanmi en algún momento. Cosas del marqués aquel.

Comenzó el combate a la voz de ¡¡box!! y Juanmi ocupó el centro del ring. El otro chaval giraba a su alrededor, y mantenía un bailecito en el que coordinadamente movía las piernas y a la vez el busto en lo que en algún momento parecían direcciones opuestas. Todo ello era muy armonioso y se combinaba con algunos tibios puñetazos hasta que mediado el asalto sonó una fuerte bofetada que cogió a Juanmi con la guardia baja y lo sentó en el suelo.

—¡Vámonos! –bramó don Faustino levantándose como un resorte.

—Estése quieto, don Faustino –ordenó Sebas tirando de la manga del maestro y consiguiendo que se volviera a sentar.

La muchedumbre, en pie, había dejado de vociferar y se había hecho un silencio que sobrecogía por la brusquedad con que el gentío pasó del infinito al cero. Juanmi se había levantado y había mirado hacia su rincón haciéndoles señas de haber resbalado, pero el árbitro desgranó la cuenta porque lo habían tumbado de un guantazo.

El combate prosiguió con algunos intercambios de golpes pero sin nada más digno de reseñar hasta que sonó la campana que ponía fin al primer asalto. Juanmi vino hacia su esquina, que era la más próxima a donde se encontraba don Faustino, con Sebas y Manolo. El profesor, tenso, se levantó y gritó:

—¡Juanmi, hijo, protégete…!

—Ni te ha oído, Faustino, no te canses. Además, con semejante argumento táctico no creo que seas de mucha ayuda –ironizó con flema Manolo.

Don Faustino se sentó de nuevo en el borde de la silla. Comenzó el segundo asalto con Juanmi, según parecía, totalmente recobrado. Se desenvolvía con soltura y ejercía presión desde el centro al otro chico, que se vio obligado a moverse más velozmente. Juanmi avanzaba, acosando, sacando manos, y su rival se movía describiendo un gran círculo con el ensogado pegado a la espalda. El cerco se fue cerrando entre escaramuza y cruce de manos y el otro chaval se vio en un rincón. Juanmi le cerró el paso y el chaval comenzó a moverse en el sentido contrario; el mospintoleño parecía ahora más decidido. En una de esas, sobre el jab de Juanmi su antagonista sacó dos directos que el mecánico evitó parando el primero y dando un paso lateral para alejarse del segundo. No bien había apoyado su pie atrasado cuando un cruzado de derecha, casi un swing, entraba por encima del brazo izquierdo impactando en la base de la nariz del rival, que perdió el equilibrio, y fue trastabillándose hasta llegar a las cuerdas. El público rugió y don Faustino, dando rienda suelta a la tensión acumulada, se levantó de la silla de un brinco:

—¡Dale! ¡Dale! ¡No lo dejes! ¡Así, ahora! –Y movía los brazos torpemente mientras profería estas exclamaciones. A su lado sus compañeros hacían gestos similares y vociferaban, lo mismo que el resto del pabellón.

Juanmi acabó por derribar a su rival y el árbitro lo envió a un rincón neutral para aplicar al púgil caído la cuenta de protección. El adversario se levantó y al finalizar el conteo de ocho, el árbitro pidió a la mesa que parara el tiempo para llevar al boxeador a su esquina a fin de que le limpiaran la sangre que había comenzado a manarle por las fosas nasales. El público pitó y abucheó al árbitro y don Faustino tampoco se quedó atrás.

Limpiada la sangre, el referee ordenó que se retomara el combate y los dos luchadores se mantuvieron fieles a sus respectivos estilos, el rival manteniendo la distancia y Juanmi entrando en el infighting. El clamor del gentío ocultó el tañido de la campana que indicaba el final del asalto y el oficial encargado de hacerla sonar tuvo que dar varios martillazos consecutivos en el instrumento para hacerse oír por el árbitro.

Durante los descansos la animación en la grada y en el ringside no decaía un ápice. El minuto de descanso pasó lento para los intereses de Juanmi y rápido para los de su contendiente. Y de nuevo sonó la campana, justo cuando la joven que anunciaba el tercer asalto descendió del cuadrilátero.

El boxeador local estaba crecido, pero su rival se había recuperado perfectamente y había dejado de sangrar. Concluyeron el tercer y el cuarto asalto con Juanmi mandando en el ring, pero en el quinto el mospintoleño bajó el ritmo y encajó algunos golpes de más aunque siguió siendo jaleado por sus convecinos, y especialmente por Matute, Manolo y don Faustino.

—Creo que el Juanmi va un punto arriba en las cartulinas –aventuró Manolo a la conclusión del quinto round.

—Sí…, los dos primeros fueron dos caídas, una para cada lado, pero los dos siguientes fueron de mi chico –masculló Sebas apretando lo que quedaba del puro con los dientes.

—Este último no lo hemos ganado –ponderó Manolo–. A ver si el Juanmi se ha recuperado. Joder qué clase tiene el chaval. ¡Qué manos saca abajo! Son… pu-ña-la-das…

—Pero el otro cabrón lo aguanta todo y es capaz de levantar el combate. Si vuelve a sentar al Juanmi, gana el combate a los puntos.

Cuando llamaron al centro del cuadrilátero para el preceptivo saludo antes de comenzar el último asalto todo el mundo sin excepción estaba en pie. El pabellón era un rugido unánime animando a Juanmi, que ya tenía un ojo algo tumefacto.

El árbitro dio la señal y ambos chicos se tomaron unos segundos de receso. Fue Juanmi quien avanzó, iniciando de nuevo las hostilidades, y se enzarzaron otra vez en unos cruces de manos en los que Juanmi siempre metía algún gancho al cuerpo. Mediado el asalto, y a la salida de un clinch, el rival conectó un crochet en el mentón de Juanmi que le hizo trastabillarse. El polideportivo enmudeció nuevamente, pero Juanmi demostró tener tablas y se agarró a su rival. El árbitro intervino y le llamó la atención por agarrarse pero sin amonestarle. Entonces la muchedumbre explotó en gritos de aliento hacia Juanmi, quien valerosamente se arrojó nuevamente sobre su rival.

Los golpes llegaban por ambas partes, pero los chicos eran hábiles y rodaban aquí una mano, bloqueaban allí un gancho, desviaban luego un directo. Para derribar a un boxeador hace falta un impacto contundente: el golpe que te tumba es el que no ves llegar, le había dicho Manolo a don Faustino.

Y eso fue lo que ocurrió. Una nueva contra de derecha cogió al chaval con la mano izquierda baja y cayó a la lona por segunda vez. El árbitro se interpuso y tras enviar a Juanmi al rincón neutral terminó el conteo de protección. El combate se reanudó en aquel punto y Juanmi, sabiéndose ahora ganador, no arriesgó más de lo necesario cuando su bravo antagonista trató de igualar las cartulinas.

El final del último asalto cogió a ambos púgiles en un cuerpo a cuerpo, y tras separarse el rival levantó deportivamente el brazo de Juanmi. El gesto fue reconocido por los aficionados que brindaron una ovación de gala a ambos muchachos.

La ceremonia para investir al ganador fue rutinaria; tras el recuento de las cartulinas Juanmi resultó vencedor por unanimidad: 57–55, 57–54 y 58–56. Ambos contendientes volvieron a saludarse, intercambiaron impresiones brevemente, y fueron a saludar a las esquinas rivales, saludaron al árbitro, y cuando el visitante se disponía a abandonar el ring, Juanmi se sentó en una de las cuerdas haciendo una gran abertura por la que el chico pasó. Una vez fuera del ensogado, aún en la plataforma, el joven se volvió y aplaudió ostentosamente a Juanmi. Éste fue al centro del ring, saludó al público y muy elegantemente salió por entre las cuerdas junto a su esquina.

Todo este ritual mantuvo fascinado a don Faustino, que tenía la camisa pegada a la espalda tras las emociones vividas.

—Y después de los tortazos que se han dado aún se saludan y se desean buena suerte, y apuesto a que Juanmi le invita a cenar en casa si se encuentran mañana en Mospintoles.

—Así es el boxeo, Faustino.

* * * * * * * * * * *

Durante el viaje de vuelta, don Faustino, que iba sentado en la parte de atrás del cochazo de Matute, dio un respingo y preguntó animado:

—¿Y qué era eso de segundos fuera que decían antes de acabarse el descanso?

—Avisaban a los ayudantes, los segundos, de que debían abandonar el ring y la plataforma, si es que estaban por fuera de las cuerdas –explicó complacido Manolo.

Losange Sable

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