Fui a toparme con este cuento en una visita que hice a un amigo de la infancia que se ganaba unos euritos haciendo de sacristán en una pequeña basílica en las afueras de la ciudad. Aprovechando que no había culto pude visitar sin molestar esa modesta joya arquitectónica. Luego, mientras él hacía algunas labores diarias, me fui a la sacristía con ánimo de beberme algo del vinito del cura (sin consagrar, ¿eh?, que a uno le enseñaron a respetar).
Mientras paladeaba un rico vino de Toro y mi amigo terminaba alguna labor de mantenimiento eléctrico, me puse a rebuscar en un arcón lleno de libracos viejos, no sin pedirle permiso al sacristán: «Llévate los que quieras, que sobran». Sonreí y me dije que para qué coño quería yo libros religiosos; pero así y todo me puse a rebuscar porque uno tiene sus manías. Pronto vi que aquel cajón era una especie de hoguera donde iban a parar libros requisados. Ignoro si a los jóvenes de la parroquia o a los padres, y habían sido confiscados por las madres amantísimas o airadas esposas: encontré ejemplares de El Decamerón y de Lolita, amén de algunos cuentos del Marqués de Sade que pedí permiso para llevármelos (¡ah!, no me puedo abstraer de reclutar un buen libro de cuentos). Pero también había libros nada rijosos. Entre las páginas de uno de historia local encontré este cuento. Las hojas estaban amarillentas y algunos bordes requemados por la vejez. Pero no se ha perdido ni una letra del texto que hoy traigo aquí. Casi todos los finales de palabra afectados fueron fáciles de colegir por la frase. Sólo un par de líneas me crearon dudas satisfactoriamente resueltas por el contexto. Cuando lo transcribí a formato digital era febrero de 2017.
Haciendo gala de un escepticismo contumaz y recalcitrante, cogieron un tema universal y lo adaptaron a la necesidad crítica del momento. El tema es tratado desde un punto de vista humorístico, y puedo entender el motivo de la requisa del cuento, ya fuera paterna, curil o por consorcio. Pero del libro completo…
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Ciegos e iluminados
**(cuento – 3.049 palabras ≈ 13 minutos)
Caminaban los israelitas por el desierto habiendo elegido años atrás a Moisés como caudillo director de su eterno peregrinar por la ancha senda que era el inhóspito yermo por el que estaban condenados a vagar. Y confiaban en él solo porque hasta el momento no les había defraudado. Cierto es que de vez en cuando se escuchaban voces que pedían realizar cambios más acordes con los tiempos democráticos que comenzaban a vivirse en el seno de la ingente romería que erraba por aquel inmensurable e infecundo páramo del que, cual laberinto, no lograban encontrar salida.
La colonia era superlativamente extensa y había ido creciendo de forma geométrica en los últimos años. Por este motivo, las tímidas voces que se elevaban de vez en cuando desde la magna comitiva plañían para que se hicieran cambios, y no sin razón, basándose en que el statu quo, la coyuntura, la concomitancia, y otras circunstancias relacionadas entre sí y con el tiempo y con el espacio, y con la logística y hasta con el cálculo de probabilidades, ya no eran los mismos que se dieron cuando salieron aprisa de Egipto hostigados por el omnipotente faraón. Los planes que habían servido en aquel lejano entonces habían sido sobrepasados y en consecuencia se antojaban obsoletos. Y a medida que las condiciones siguieran cambiando, de no implementarse nuevas medidas, aquella desventurada peregrinación quedaría expuesta al fracaso, bien fuera por exterminio, disolución o fragmentación.
Algo sí se consiguió…
Se instituyó un ejército que en tiempo de paz servía para batallar contra las alimañas del desierto (aún estaba lejos el día en que les iban a conquistar su tierra prometida aquellos romanos que iban a cabalgar con la máxima “si vis pacem, para bellum”). Se instauró un servicio contra incendios y otro de salubridad pública. Se crearon escuelas donde los más viejos transmitían a sus acólitos de forma verbal los mitos y leyendas de sus antepasados. Se mejoraron las comunicaciones internas. Se constituyó un cuerpo diplomático cuyos miembros, dado que estaban en el desierto rodeados de sí mismos, holgaban todo el día inmersos en discursos y retóricas imposibles de entender hasta por ellos mismos.
Se urbanizó aquel gigantesco campamento, acordando que se dejarían varias ruedas de separación entre sectores por donde pudieran transitar correos y servicios de emergencia. Levantaron incluso un hospitalillo de campaña por cada cuatro sectores donde se atendían heridos y parturientas, que eran mimadas como semidiosas garantes del futuro del pueblo israelita. Pero sólo cuando estaban encinta, pues luego volvían a ser tratadas como mujeres.
Y Moisés finalmente, aunque haciéndose de rogar, accedió a nombrar un cuerpo de asesores que más que asesorar se encargaban de llevar a cada zona y a cada tienda, las noticias del día, que las más de las veces acababan tergiversadas en bulos y chascarrillos (en esto no se ha evolucionado mucho desde aquellos días, la verdad).
Y Moisés, motu proprio, estableció un cuerpo de policía que realizaba la función inversa, que no era otra que vigilar los posibles brotes internos de sedición a fin de sofocarlos para no ser derrocado.
Con todas estas medidas se aplacaron las incipientes críticas durante unos buenos años, puesto que se habían atendido demandas y se habían realizado cambios (táctica demagógica que viene de antiguo, como podemos apreciar). Empero, Moisés continuaba guiando a los hijos de Israel hacia ninguna parte en concreto. Lo mismo permanecían acampados tres meses que los tenía sesenta días a la carrera para acabar cruzando varias veces sus propias huellas y levantar el siguiente acantonamiento en los aledaños de la acampada anterior.
Pero como fuera que el agua y el maná caían puntualmente del cielo en grandes cajas aerotransportadas que descendían del firmamento nocturno suspendidas de unos paracaídas confeccionados con un monómero similar al neopreno que luego utilizaban para parchear los agujeros que el tiempo y las tormentas de arena horadaban en las tiendas, los vasallos no se excedían en las protestas; tenían la barriga llena y vivían relativamente tranquilos, si no fuera por las inacabables caminatas y la arena del desierto, que se metía incluso dentro de los táperes, que en aquellos tiempos remotos aún se llamaban tarteras. Eso sí, todos los días eran llamados obligatoriamente al tedioso rezo, y aquello era un fastidio. Pero si no rezaban cesaría el maná aerotransportado, había asegurado Moisés… Y por no quedar sin aquel magnificente porsiacaso, rezaban, no fuera a ser que encima de tener los pies en llaga viva a todas horas, encima se murieran de hambre en mitad de aquel omnímodo desierto. Pero pronto resolvieron que los días sin tránsito pedestre, tras los oficios religiosos se disfrutaría de juegos inocuos y fortalecedores del alma, el espíritu, la mente y también el cuerpo: y así se organizaron concursos y certámenes de carreras pedestres, lanzamientos de lanzas y de piedras con hondas, saltos con garrochas, transporte de aquellas cajas que descendían de la bóveda celeste y que cargaban con arena, y un juego en el que había que derribar al oponente. Y presuponían que a la larga todos aquellos festejos tendrían una utilidad militar. Por supuesto los mejores aurigas y jinetes también se retaban entre ellos con sus brutos, jorobados unos y los otros no.
Y durante muchas estaciones la paz dejó dormir a Moisés la siesta.
Pero el santo varón, en contra de lo que nos dicen unas escrituras redactadas en lenguas ya olvidadas, falleció una tarde sin poder despertarse de la siesta. Lo curioso del caso es que esa misma tarde murieron con él todos los generales y comandantes que le eran afines, leales y fieles. Se culpó de la desgracia a la fatalidad. O tal vez fuera la mahonesa, que con el calor del desierto se hubiera corrompido. O quizá fuera un castigo divino que por aquella época se estilaba mucho: sin que supieras muy bien por qué, ¡zas!, el señor de aquellas tierras baldías de las que toda aquella gente era incapaz de salir por muchas vueltas que dieran, te daba dos tarascadas y te quedabas con ellas. Y a veces hasta mataba a unos cuantos para ver cómo reaccionaban los que había decidido dejar con vida. Acogotados estaban todos, pero por no importunar a este misterioso ser que nadie nunca llegó a ver —hasta el punto de que corría el insistente rumor de que su existencia era una patraña— las investigaciones cayeron en una vía muerta y nadie osó tocar nada en aquel barracón central. Se sellaron, o más bien se cosieron las puertas de aquella brobdinariana jaima que albergó la última reunión, y cada cual se volvió a su oficio.
Mas pronto advirtieron que tras desaparecer Moisés la distribución del maná dejó de ser regular (como el servicio de Correos actual, que ha desistido del reparto diario), y entonces hasta los más torpes e inútiles de entre aquel pueblo, errante sempiterno, se dieron cuenta de que tal vez quedarse donde estaban no fuera la mejor opción. Y una agitación comenzó a establecerse y crecer entre aquel pueblo que llevaba años vivaqueando por el cálido pero inclemente desierto. Y tan grande fue el clamor popular que los caciques de cada sector se reunieron para deliberar. Antes cuidaron bien de asesorarse de los más avispados de su propia barriada para acudir a la reunión con ideas estupendas. Intuían que quien mejores y más clarividentes ideas propusiera sería elegido nuevo y generalísimo caudillo.
La reunión tuvo lugar a las cinco de la mañana, pues el eficiente e infalible servicio de meteorología había pronosticado jornada de calor para las doce del mediodía en aquel tórrido arenal. Y es que en el desierto se vive de noche y se duerme de día.
La primera jornada la perdieron en saludos recíprocos y parabienes familiares. Apenas tuvieron tiempo de decidir el orden de intervenciones. Aplazaron la elección de un moderador para las diez de la noche, cuando el sol, debilitado en su caída, se vuelve rojizo e indulgente. Es de destacar una medida adoptada por todos sin excepción: el despido del servicio de refacciones, pues cada edil había llevado consigo a su propio experto en catering. Y La mahonesa fue proscrita de las salsas acompañamiento del maná.
Una calma canicular apagó durante siete horas la vida de toda aquella grey que había perdido en un mismo suspiro a todos sus antiguos caudillos, quizá debido a la desafortunada ingesta de un agua descompuesta o quizá por solazarse con maná caducado. Como ha quedado dicho, las investigaciones no se llevaron adelante entre otras cosas porque en aquellos tiempos las gentes convivían a diario con la muerte y abandonar la existencia era algo tan habitual como una disputa por unos pollos que habían cambiado de corral.
Mucho antes de las diez de la noche todos los ministriles estaban apostados en el anfiteatro natural junto al cual había sido erigida la magnífica carpa central que ahora oficiaba de sepulcro sellado con el neopreno proveniente del servicio de paquetería del maná. Con las tablas de las cajas que contenían tan valioso producto se había confeccionado una especie de estrado con atril incorporado.
Discutieron hasta bien entrada la hora bruja y llegaron al acuerdo de escuchar a todos por orden, respetando el tamaño de las pajitas que sacaran. Quedaba, pues, establecer si los que la tuvieran más larga irían los primeros o los últimos. Y como el concepto de más grande es mejor lo tenían incorporado por ser todos hombres, el que la sacó y la tuvo más larga eligió ir en último lugar, en contra del proceder habitual, para sorpresa de los que la tenían más corta, que fueron los primeros en meter baza.
Dejaron para el día siguiente las exposiciones. A las cinco de la mañana, tras una siesta de dos horas —pues tenían los ritmos circadianos invertidos en relación a lo que hoy consideramos natural en Occidente— estaba cada cual en su escaño. Cada político fue exponiendo lo que había de decir según sus alcances, pues con la escasa oratoria de que todos disponían no quedaba más que expresarse a la pata llana (en esto también continuamos igual).
Tras escuchar a todos se abrió un turno de réplica. Y tras escuchar las réplicas de cada uno se abrió un turno de dúplica para cada cacique… Pospusieron para otro día las deliberaciones parciales sobre cada ponencia. Y así se mantuvieron varios días instalados en aquella actitud de indolencia, de no hacer nada por aquel pueblo que les mantenía alimentados (y con servicio de miniharem incluido en la tarifa parlamentaria), un pueblo que aguardaba una pronta resolución para sus males. Pero como quiera que de la inmensa jaima central comenzó a brotar un tufillo insano provocado por la natural descomposición orgánica de los muertos allí hacinados, al cabo de un tiempo a aquellos senadores y diputados les entró la prisa.
Las conclusiones a las que llegaron no sin precipitación por el motivo antedicho, se podían esquematizar en tres o cuatro postulados.
La primera de las posiciones, pancista a más no poder, trataba de convencer a los súbditos de que no hacer nada era lo más productivo. Dejarse llevar por la indolencia, por la abulia, por la laxitud, y esperar a que el tiempo favoreciera coadyuvancias futuras para poder intervenir en alguna dirección que ahora no alcanzaban a ver. Los que secundaban esta postura eran los más mediocres, los vagos impenitentes que huían de emprender cualquier esfuerzo que les supusiera un trabajo extra que se les antojaba más agotador que la repetición de las mismas rutinas que habían instaurado sus antepasados: que repitieran conjugaciones y tablas de multiplicar, ríos y cordilleras hasta la extenuación era su máxima aspiración. De forma artera se basaban para negarse al cambio en que si habían llegado al punto en el que se encontraban es que el sistema no era desesperadamente malo, y para qué hacer cambios que podrían empeorar la situación.
Una segunda alternativa la encabezaba el gremio de ciegos de aquel colosal poblado que deambulaba por el inabarcable y estéril desierto desde hacía lustros. Desde este gremio se luchaba contra el actual inmovilismo que se había establecido entre el común, y en sus alegatos explicaban que había que moverse, que había que salir de aquel marasmo, abandonar aquel valle en el que ya llevaban asentados un dilatado periodo, y caminar de cualquier manera hacia cualquier lado. Y los ciegos se ofrecieron para encabezar la marcha y abrir la expedición a través del salvaje, vasto y desconocido desierto. Su lema era que cualquier cosa era mejor que permanecer sentados, que moviéndose hacia alguna parte era seguro que acabarían encontrando alguna senda o señal que les situara en una autopista que les dejaría en la tierra prometida. Eran los que hablaban de gamificaciones y saltaban cuando se les hacía ver que el verbo adecuado es ludificar; y que utilizar cualquier juego para cualquier materia sólo es crear una sala de juegos en el aula. Ludificar el aula era algo que los ciegos no alcanzaban a ver.
Los desconfiados alegaban que el gremio de ciegos se limitaba a dar palos de ciego, lo cual era obvio, y que dejarles conducir, abanderar y liderar los cambios era arriesgarse a caer en un pantanal de arenas movedizas, o terminar siendo pasto de las alimañas salvajes por ir a meterse en sus guaridas, o terminar dando vueltas en círculo para llegar a ninguna parte agotados, exhaustos y doloridos; y apuntaban que para eso era preferible aceptar la primera opción.
Una tercera vía, no obstante, había sido llevada a la reunión por los caciques y diputados que utilizaban sustancias alucinógenas para mantenerse en estado de felicidad permanente. Este grupo de profesores veían playas con palmeras y cocoteros allí donde el empirismo más pragmático aseguraba que no había más arena que la que llevaban más de dos décadas pisando en un desierto interminable y redondo como un toro (en cuyo agujero central estaban ellos hundiéndose cada vez más en la mediocridad con la que convivían).
Esta tercera vía prometía saber y conocer aquello que nadie había visto ni conocido jamás. Auguraban futuros maravillosos que estaban por venir siempre y cuando se les permitiera acaudillar el rebaño. Irían dando saltos por el desierto, eliminando todo aquello que ellos juzgaran desfasado, deprimente, decadente, depauperado, desnortado y demencial hasta acabar con el desierto mismo para, por eliminación, terminar dando con la tierra de promisión. Se autoerigían en profetas y en mesías, en redentores y guías, en gurúes y santones capaces de hacer ellos solos el trabajo de cien expertos. Coincidían peligrosamente con los ciegos —era obvio terminarían constituyéndose en colectivo o asociación de electores dado que compartían escenarios— en aceptar cualquier cambio que se introdujera en las aulas para experimentar, aguardando a ver si una generación entera promocionaba adecuadamente. Pero mientras los ilusos ciegos se contentaban con mantenerse en la primera idea que encontraran por absurda que fuera, los gurúes psicodélicos cambiaban de tercio y daban bandazos con la misma facilidad con que se compraban sandalias en aquel mundo de judíos errantes.
Si se recelaba de los ciegos de vista, de estos otros ciegos puestos hasta las cachas de egolatría y egotismo, de egoísmo y egocentrismo, se recelaba más aún. Estos iluminados con un título universitario de bolsillo al que sumaban titulitos de chichinabo que adquirían en un fin de semana, practicaban el más obsceno astroturfing en sus campañas de captación de voluntades vía blog y facebook con tal de posicionar su nombre como marca a la que, presuntamente, le era inherente una calidad consustancial a su recia reciedumbre; y firmaban con su ornado apellido cualquier estulticia —por grotesca que fuera— que sus mentes calenturientas y febriles expectoraban.
La amenaza radicaba en la conexión entre ambos genotipos de memos: había de entre los ciegos algunas bellas Godivas dispuestas a cabalgar en porretas con tal de destacar únicamente por prurito personal, y vieron a los recios como salvadores del estancamiento en que se encontraban tan sólo por apuntar alguna idea que, en su opinión exenta de rigor, era diferente.
Finalmente imperó la sensatez, pero aún hubieron de pasar algunos años inmersos en aquella atonía y desgana, en aquella inmovilidad apática, temerosos de caer en manos de los ciegos o de los ilusos que prometían lo que no estaba en los límites de sus alcances. Hubo de llegar alguien con cierto poder de convocatoria que eligió un órgano colegiado, un sanedrín compuesto de los mejores de cada sector, alejándose de disparatadas paridades. Y así hubo barrios que tuvieron hasta cinco o seis luminarias en aquel areópago mientras otros sectores, donde la burricie se había instalado como costumbre inveterada, no contaron con ningún representante en aquel olimpo de intelectuales.
Aquel sabio senado decidió crear avanzadillas de valientes exploradores escogidos de entre los mejores jinetes y aurigas —eficientes en sus cometidos pero inadecuados para dirigir los designios de la comunidad— que detallaron los accidentes geográficos que les rodeaban y la cadena de oasis de que disponían en aquellas arenas olvidadas de la mano de dios. Constituyó un cuerpo de cartógrafos que trasladaban a mapas los informes de los exploradores. Establecieron una corporación de astrónomos que supo situar las cartas convenientemente sobre el plano terrestre en función de la posición de los astros. Luego, cuando tuvieron claro el camino a emprender, llamaron a los mejores estrategas, tácticos y logísticos, que planificaron sobre las directrices dadas el levantamiento de aquellos asentamientos y la marcha en la dirección conveniente. Previeron contingencias sobre las base de las exploraciones, y para cuando llegó la comitiva a comprometidos pasos, el ateneo de ingenieros ya había construido puentes y pasarelas para franquear con seguridad los desniveles y peligros en tan agrestes tierras.
Agotado el recurso del maná que el señor de aquellas infértiles tierras, el mismo que hablaba en sueños con el viejo Moisés, había dejado de enviar, no les quedó más remedio que cultivar los oasis que existen en todo páramo árido por maldito que sea, y tuvieron necesidad de crear excedentes, conservarlos y transformarlos. En una palabra, la ausencia de la sopa boba les obligó a planificar su futuro. Y les fue mejor.
Nota del traductor: la crónica presentada aquí arriba está extraída (que no extractada) de libros apócrifos, que no por apócrifos dejan de ser tan válidos como los aceptados por la santa madre que los engendró por entre sus piernas arriba y que los parió por entre las mismas abajo.
Losange Sable
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