En la anglosfera son especialistas en apoderarse de lo ajeno y sin muchos miramientos, con un burdo maquillaje –muchas veces con sólo anglificar su nombre–, devolverlo a sus originales creadores como algo genuino de la cultura anglosajona. Y acaban apropiándoselo por enajenación. Piensa que si llevan tiempo haciéndolo es porque les funciona.
Al menos con los valores hispanos, esta enajenación la propicia el papanatismo de tantos y tantos ignorantes que –habiendo nacido en territorios controlados por la hispanosfera– desconocen sus raíces, y aplauden como focas en las rocas adoptando sólo por esnobismo aquello que los anglosajones les devuelven con otro nombre y con un glamur sólo por ellos percibido.
Pero también hay malnacidos que sacan tajada de esa transformación espuria, quemando sus propias raíces y ufanándose de hacer páramo lo que era vergel.
Hay miles de pruebas de esto que te digo por todas partes. Te citaré unas pocas.
Habrás visto esos bellos caballos mustang que muestran los gringos en sus películas de vaqueros (recuerda que el cine es un invento francés, no te extravíes). Pero la palabra mustang viene de «mesteño», los caballos de La Mesta. A nada que desempolves tus libros de texto del colegio recordarás… Al no saber pronunciar la española eñe, supongo que dirían mesteng, y de aquí a mustang hay un par de pasos que cualquier corto de miras ve.
Otra prueba de apropiación de valores propios de la hispanosfera son esos tres movimientos literarios que tanto gustan en los EE. UU. Cuando menos es curioso que el llamado gótico sureño surgiera en territorios estadounidenses que pertenecieron a la hispanosfera, o limitaron con ella, asumiendo sus influencias. Que el realismo sucio arraigara mayormente en territorios que estuvieron integrados en la hispanosfera. Y que la grit lit se dé en la cordillera que hunde sus raíces en territorios que estuvieron intervenidos por la hispanosfera, la geografía perteneciente a Nueva España. Si buscas un mapa de Nueva España apuesto a que abrirás los ojos –y hasta la boca– cuando lo veas.
Es curioso que estas corrientes literarias se basen más en la tradición literaria de la hispanosfera, que busca mostrar la realidad y llegar al desengaño desmontando las apariencias, que en la tradición literaria anglosajona, que se recrea en el engaño, las emociones y las fantasías, ‘poseídas’ por fantasmas, hadas, monstruos y dioses primigenios que no existen en el mundo real (de vez en cuando leo historias de esos seres, pero sólo de vez en cuando, ¿eh?).
Ya he recordado en esta bitácora que Cervantes nos dijo a través de don Quijote: «Es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño». La literatura anglosajona se recrea en el idealismo; la hispana se centra en el materialismo, en lo que ocurre en la única realidad donde vivimos.
Hoy te escribo para a hablarte de un juego de apuestas muy célebre: el blackjack, que tiene una relación interesante con la literatura.
Seguro que, con ese nombre, crees que nació en los casinos de Las Vegas (por cierto, topónimo de origen hispano, como la mayoría por aquella zona; mira ese mapa de Nueva España). Pero esta nictálope ciudad surge a principios del siglo XX y el blackjack es anterior.
Estarás pensando ahora en esos vapores fluviales movidos por grandes palas que vemos en las películas del Oeste convertidos en casinos flotantes a mediados del siglo XIX (recuerdo con agrado el filme Maverick (1994), de Richard Donner, con Mel Gibson, James Garner y Jodie Foster).
Y sí, es muy posible que en esos cruceros acuáticos ya se jugara al blackjack.
Deja que te refresque cómo se juega. Es un juego de naipes de extrema sencillez para las apuestas. Hay que sumar 21 puntos –o ajustarse lo más posible a esa cantidad sin pasarse– con las cartas de una baraja de 52 cartones (con ochos, nueves y dieces en cada palo) donde cada uno vale la cantidad que figura en su anverso; las figuras tienen un valor de diez puntos; el as puede sumar 1 u 11, según convenga. Sumar 21 tantos con dos cartas (as y figura o as y diez) es hacer blackjack. La banca reparte inicialmente una cartulina a cada apostante, quienes podrán ir pidiendo más o plantarse según convenga. Los naipes que caen en suerte se van descubriendo en la mesa mientras se mantiene uno tapado.
Pero este juego tan americano parece tener su origen en España. Al menos hay referencia sobre la veintiuna en la literatura picaresca española (género literario genuinamente español, como el esperpento, hasta que se lo apropien y nos lo enajenen los gringos por la inacción de la pléyade de papanatas patrios que babean y se engolan cuando les tratan como si formaran parte de una intelectualidad).
Este juego de cartas aparece en el cuento Rinconete y Cortadillo y su autor no podía ser otro que Miguel de Cervantes.
Te dejo el enlace al cuento para que lo puedas leer. Cervantes lo incluyó en sus Novelas Ejemplares, pues en el Barroco español a los cuentos se les llamaba novelas y a las novelas de hoy se les llamaba libros. Como novela es cortita y como cuento larguito (hoy lo llamamos una noveleta). La referencia a la veintiuna aparece al comienzo del cuento.
Cervantes se sirve del juego como introducción a las bellaquerías de estos dos truhanes y tahúres, y no existe en el cuento más acción sobre este juego salvo la preliminar. Impagable el fragmento donde se explica la virtud de aquella baraja biselada (recortada arteramente):
Tomé de mis alhajas las que pude y las que me parecieron más necesarias, y entre ellas saqué estos naipes —y a este tiempo descubrió los que se han dicho, que en el cuello traía—, con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que hay desde Madrid aquí, jugando a la veintiuna; y, aunque vuesa merced los vee tan astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende, que no alzará que no quede un as debajo. Y si vuesa merced es versado en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto as a la primera carta, que le puede servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda en casa.
(Nota: «alzar» es cortar el mazo).
Ahora nos llega el blackjack –de nombre original la veintiuna– a través de películas que tienen lugar en lujosos casinos (ahora mismo recuerdo alguna de James Bond y la trilogía de Ocean’s). Por motivos evidentes, en la anglosfera cogen lo que les gusta de la hispanosfera, le cambian el nombre, y nos lo devuelven como si fuera algo propio de ellos. Y les sale bien…
No alcanzo a entender porqué la veintiuna suena menos glamuroso que blackjack a los oídos de tanto botarate hispano que aplaude lo ajeno y denigra lo propio.
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