««Algo se ha roto dentro del cuento (y V)
«El cuento narra la historia de un asesinato. La novela narra la historia de un asesino».
Dice Eduardo Antonio Parra que esto se lo dijo David Toscana.
Al hilo de la calidad de los cuentos que cuestionaba en el quinto artículo de esta serie que hoy remato, comenzaré proponiéndote como ejemplo la lectura de una cuentista canadiense que es Premio Nobel: Alice Munro (Ontario, 1931).
Aquí tienes un cuento de su primer cuentario, el titulado Danza de las sombras y publicado en 1968:
· El vaquero de la Walker Brothers ·
Tienes delante 6.280 palabras, que te ocuparán algo más de veinte minutos, tras los que la autora NO HABRÁ CONTADO NADA. Ha metido unos personajes en un par de escenarios, les ha dejado caer en una situación –una recesión económica–, y a partir de ahí ha agitado el cóctel y lo ha servido bien espumajoso. Muy bonitas palabras (traducción mediante) y un transitar afable que no lleva a ningún conflicto y deja al lector la tarea de imaginar un final. Es una relación de hechos consecutivos, pero no nos cuenta nada… no es de extrañar que a esto le llamen relato.
Vale que era su primer cuentario, pero es que salvando un puñadito de textos, su obra, por la que ‘le han dado’ el Premio Nobel, mantiene la tónica general del no-contar. Nos presenta unos personajes, a los que dota de un trasfondo (que no de personalidad), en un escenario geo-sociocultural que le es cercano a la autora, y los hace actuar sin un guión preestablecido.
El esquema puede simplificarse así: yo te cuento, tú te identificas… Se muestra el atisbo de vida del protagonista, una vida que ves como quien mira a través de una ventana, sin posibilidad de saber qué otros muebles y enseres hay en el cuarto.
Cuando terminé de leerlo, me importaba un comino lo que les pasara a los personajes: me fueron totalmente ajenos. Es como si hubiera una cámara filmando la acción. Un texto donde las emociones opacan la razón, el autoengaño prima sobre el desengaño, lo cual es propio de la literatura de la anglosfera.
El protagonista se autoengaña para ser feliz por un par de horas (¿a qué lleva sus hijos a esa visita?). La autora, como buen espécimen de la tradición anglosajona, no nos mostrará jamás el desengaño. Todo es paz, felicidad y gloria. Asunción a los cielos. Pero no nos cuenta cómo continúa el tipo encarando su vida (ni siquiera sabemos si ha tomado conciencia de la ratonera en que se ha convertido su vida). No tenemos final. No es que sea un final abierto, es que la autora nos ha escatimado el final. Quizá porque se le encoge la pluma para mostrar el desengaño de la vida.
Un tipo atado a una relación matrimonial que durante unos minutos se asoma con sus hijos a la alegría de una relación prematrimonial que tuvo. La historia está contada por su hija, una niña de unos 11 años, que entiende más de lo que las niñas de esa edad, de esa época y de esa clase social pueden entender. No olvides que, por definición, los niños son narradores poco confiables.
Estos son los cuentos a la estadounidense: en lugar de contarnos un cuento nos relatan una estampa. Los canadienses hacen otro tanto. La Munro es heredera de la tradición anglosférica. Y no le ha ido mal puesto que ‘le han dado’ el Nobel de Literatura.
A continuación te muestro un cuento escrito en nuestra hispanosfera. Por cierto, muucho más corto, unos seis minutos de lectura. Un cuento del que te quedará poso: ·Pecado de omisión·, de Ana María Matute (1925-2014). La autora ha necesitado poco más de mil trescientas palabras para contarnos una tragedia que nos sobrecoge, nos deja meditando, y nos muestra la realidad del mundo a través de la ficción (luego nos fustigamos diciendo que en España no tenemos buenos cuentistas…).
Compara ambos cuentos. ¿Cuál entregarías a alguien que se acerca al mundo del cuento por primera vez y quieres aficionar a la lectura de cuentos?
Es cierto que no todo por la hispanosfera es así de nutritivo. Voy a mostrarte un cuento de un autor hispano que… Mejor lo lees: ·La selva de los reptiles·, del argentino Joaquín V. González (1863-1923). Como ves, los hombres también escriben de forma eufónica y terminan por no contar nada. Aquí el autor se ha prodigado en casi tres mil palabras y ya me contarás qué lectura extraes del cuento.
Seguimos comparando; un cuento de otro argentino: ·La partida·, de Fabián Dorigo (1963). En poco más de dos mil palabras, todo lo que cuenta el autor es de interés.
Munro y González: muy bellas palabras (el de González en V.O.), un bonito relato, para no decirnos nada.
Matute y Dorigo: nos han contado mucho y todo de enjundia. Sin circunloquios ni perífrasis ni pleonasmos eufónicos.
La pregunta es por qué no cuentan nada cuando escriben, y marean la perdiz como en uno de esos videojuegos donde el personaje controlado por el jugador vaga por un universo vacío encontrándose con otro hombrecito de píxeles cada cierto tiempo y con el que, o bien tiene que luchar, o bien tiene que intercambiar algo.
Ellos mismos se ufanan de cómo escriben. Comienzan una… ¿historia? por cualquier momento y lugar. Y a partir de ese escenario inicial van dándole al protagonista un hálito de personalidad con cada nueva ocurrencia que reflejan en el texto. ¿Pero por qué no cuentan nada?
Pues porque cuando se sientan a escribir no tienen un final. No saben adónde quieren llegar ni tienen idea de lo que quieren contar. En consecuencia vagan y vagan por el cuento vacío, aunque pongan al protagonista en un autobús atestado de viajeros. Escriben y escriben a la espera de que les llegue la ocurrencia final. A veces da resultado y encuentran algo (no estoy diciendo que sea bueno). Otras veces ven que tienen que rematar ya, porque aquello tiene solución de continuidad ad æternum, y lo terminan abruptamente, jactándose de que han escrito un cuento con final abierto, cuando en realidad han escrito una serie de páginas sin final ninguno: esta patraña sí que puede llamarse «relato». Y ya ves que a algunas ‘les dan’ el Nobel. Pero así no se escriben los cuentos, y te lo dice Sergio Ramírez.
Te dejo otros dos cuentos hispanosféricos para que le cojas el gusto a nuestra tradición literaria. Nota que carecen de rodeos y divagaciones: ·Drama obscuro·, de Alfonso Hernández-Catá (1885-1940), y ·Algo muy grave va a suceder en este pueblo·, del también Premio Nobel Gabriel García Márquez (1927-2014).
Pero no todos los cuentos en los que no ocurre nada son febles: ·Los asesinos·, del Premio Nobel Ernest Hemingway (1899-1961). Recuerda que para cuando Hemingway publicó este cuento (1927) ya conocía España y estaba encantado con nuestro país. Nadie duda de que absorbió bastante de nuestra cultura hispana.
A través de los cuentos creados en la hispanosfera aprendemos cómo es la realidad en el mundo que habitamos y nos desengañamos del idealismo ovinizante típico de los relatos que gustan en la anglosfera.
Hay lectores en nuestras filas a quienes la forma anglosajona de «relatar» les entusiasma, o les gusta, o la ven bien. Son los que no se cuestionan nada. Esto me dan, pues esto leo. Y analizan: «Me ha gustado, está bien escrito». Y se quedan tan anchos, como si hubieran hecho una crítica literaria.
Pero luego pulsamos la salud del cuento, que entre otros parámetros se mide en número de lectores, y nos llevamos sorpresas. Los que le quedan al género son lectores devotos. Hay constantes entradas y salidas… muchos no vuelven.
El volumen de adeptos (al cuento o/y a un autor concreto) se testea bien cuando existen revistas. Pero editar un libro de cuentos de un autor inédito supone un riesgo cierto. Ya te he dicho que una editorial es una empresa de la que se espera que su actividad arroje beneficios y no pérdidas. Puede ser muy bohemio hablar de los beneficios de la lectura y de las bondades de la literatura, pero hay que comer durante el año y los libros devueltos no alimentan.
Mientras el lector no sepa qué tiene que pedir –cuentos o relatos–; mientras los cuentistas, en lugar de escribir cuentos de calidad, lloremos porque en los círculos literarios pintamos más bien poco; mientras no existan revistas donde ofrecer el producto y germinar los valores en ciernes; mientras las editoriales nos rehúyan porque les hacemos perder dinero; y mientras sigamos copiando y replicando la feble calidad de la anglosfera, no podemos esperar que el cuento sea del paladar de nuestros lectores, aun teniendo el siglo a favor. La culpa es sólo nuestra, aunque siempre habrá CUENTOS y CUENTISTAS.
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