A propósito de la primera función del Encuentro Internacional de Cuentistas 2021, que tuvo lugar en el marco de la FIL de Guadalajara, donde Alberto Chimal (México), en tanto que anfitrión, dio voz a Magela Baudoin (Bolivia) y a Andrea Mejía (Colombia), he escrito este artículo: nos extinguimos.
Es un hecho aceptado por todos que el cuento lleva con nuestra especie homo desde antes de que se inventara la escritura.
Y suponemos que en esas primeras historias se contaban cuentos útiles, cuentos que ayudaban a los humanos a aprender de las experiencias de los demás. Los cuentos eran transmisores de conocimiento y de cultura.
Los animales humanos comenzaron a agruparse en asentamientos que se convirtieron en ciudades que devinieron en ciudades-estado. Luego se organizaron en estados, que se extendían por amplios territorios. La sociedad se fue haciendo cada vez más compleja, pero el cuento no perdió su espacio.
Quizá en las cuevas se narraban historias de enfrentamientos contra lobos esteparios y contra osos enriscados en una caverna.
Y quizá con los primeros asentamientos los cuentos pasaron a contar aventuras de caravanas de comerciantes, de enfrentamientos con piratas para defender la cosecha, y de cómo un caminante atravesó cierto pasaje de montaña durante una ventisca con una ropilla propia de las tierras bajas.
Siempre el cuento enseñaba a los oyentes cómo superar situaciones adversas. Pero la maquinaria mental del animal humano no se detuvo ahí y comenzó a exagerar, a distorsionar y por fin a inventar situaciones rocambolescas.
Nunca sabremos qué se contaba en las noches de verano, ante la lumbre del otoño y entre las sombras del invierno. Pero podemos jugar a imaginarlo.
Con la llegada de las ciudades-estado y de la complejidad de las relaciones sociales, es probable que se contaran historias de trueques, de construcciones, de fincas y ganado, y de cómo Caín, desesperado por la bellaquería de Abel, acabó atizándole.
Y por supuesto historias que mostrarían las diferentes personalidades de los especímenes que generaba la especie homo: mentirosos, envidiosos, felones, traidores, villanos, ladrones, violadores, usurpadores, asesinos… historias de reyes y vasallos, de amores y desencuentros, de celos y venganzas.
En todas esas historias los cuentos contaban hechos, reales o ficticios, pero que tenían aplicación a la vida de los humanos. Un cuento no ofrece una moraleja sino una lectura. El cuento no te dice lo que debes hacer sino lo que puedes hacer. Las moralejas son cosa de las fábulas. Los cuentos nos muestran unos acontecimientos y sus desenlaces. Tú decides luego qué debes opinar, cómo quieres actuar.
Vino la Edad Media y los cuentos llegados de oriente, y continuó marcándose aún más la diferencia entre fábulas y cuentos. Tenemos recopilaciones de cuentos medievales en las culturas europeas que muestran experiencias de engaños, dolos y fraudes, de pícaros, truhanes y canallas. En España, los Cuentos del conde Lucanor han llegado intactos hasta nuestros oídos. No te aconsejan sino que te muestran la maldad del mundo, las proezas de los valientes, el ascenso y caída de los turbios…
Alcanzamos con el devenir de los siglos el cuento literario, que precisa de ser leído porque su autor ha elegido con precisión las palabras que lo determinan para que causen un efecto concreto. No es sencillo distinguir en ellos una historia que funcione independientemente de cómo se cuente, como venía ocurriendo con los cuentos tradicionales. Cualquiera puede contar Caperucita Roja con sus palabras sin que la lectura que ofrece el cuento sufra menoscabo, pero no resulta si haces lo propio con un cuento de Chéjov, La mujer del boticario, por poner un ejemplo.
Pero el cuento siguió contándonos cosas que les acontecían a los seres humanos.
¿Por qué iba el cuento a contar cosas que interesaran a otras especies, terrestres o extraterrestres? ¿Qué importancia, qué atractivo podrían tener para el auditorio o para los lectores?
Llegamos a finales del siglo XIX y los albores del XX, y fluyen los cuentos fantásticos, cuentos góticos, cuentos de ciencia ficción, cuentos maravillosos, cuentos de realismo mágico (sí, muy a comienzos del siglo XX ya se escriben cuentos precursores del movimiento literario que luego tomaría ese nombre).
Pero a pesar de contar historias poco creíbles, el cuento siguió teniendo como centro, como eje, como protagonista, a la especie que los creaba. Cuentos donde zombis y fantasmas –seres que no son de este mundo– pululaban alrededor del ser humano. Surgieron luego las narraciones distópicas que anticipan futuros nada halagüeños para la especie humana, y finalmente –al menos que yo sepa en esta suerte de escalada que vengo retratando– nos llegaron los cuentos posapocalípticos, donde se muestra a los humanos sobreviviendo a la caída de su civilización.
Porque siempre el artífice, el objeto y el intérprete de esas narraciones es el ser humano: un ser humano inventa el cuento, un ser humano cuenta el cuento, un ser humano escucha o lee el cuento, y los seres humanos son los protagonistas del cuento, porque lo que el cuento cuenta es una enseñanza para el ser humano.
Hasta aquí todo es perfectamente lógico.
Pero hemos entrado en el siglo XXI con el pie cambiado, de la mano de una gazmoñería y una ñoñería inaudita en los siglos anteriores. La sociedad se ha vuelto dengue, y movimientos que nos llegan desde los decadentes EE. UU. y el insípido Canadá nos fiscalizan el pensamiento como no lo habían hecho hasta ahora las religiones más controladoras y manipuladoras. Vivimos esclavos de lo socialmente (o lo políticamente) correcto mientras se adoctrina en las llamadas nuevas religiones laicas mediante lavativas cerebrales a niños de primaria con la aquiescencia de supuestos educadores que previamente han sido alienados.
Me duele ver que cuentistas de la hispanosfera han caído en esta maraña censurante surgida de la anglosfera en la que se criminalizan actitudes hasta ahora tenidas por lógicas: se define el adultocentrismo para luchar contra él sólo porque es —dicen estos descerebrados— heredero de un heteropatriarcado, palabro que ya sólo tratar de descifrarlo da ardor de cabeza. Y vemos propuestas risibles para que los niños decidan su futuro: lo cual es un absurdo aberrante ya en su misma concepción.
Y sin rubor ninguno se dan consignas por este estilo que no superan un examen superfluo de la cuestión, verbigracia el antropocentrismo. Se quejan los propios animales humanos de que el ser humano es el centro de cuanto se hace en esta sociedad…
Un momento, una cosa es comprender que el avance del animal humano no puede llevar al descalabro de la naturaleza, pero otra muy distinta es coger el rábano por las hojas y concluir diciendo que lo que sobra en la naturaleza es el ser humano. Algo falla en ese razonamiento, y todo comienza a desvirtuarse con las ansias de protagonismo de unos grupos de cabildeo y de sus líderes, reconocidos en lo que ha venido a llamarse el movimiento woke, que si era entendible en su primitiva propuesta se ha convertido en una locura en su agresiva manifestación actual.
Así las cosas, el movimiento artístico, y especialmente el movimiento literario, ha absorbido estas consignas como si fueran una nueva revelación, y se mezclan reivindicaciones feministas, elegetebeístas, animalistas, con majaderías tales que el revisionismo, antropocentrismo, adultocentrismo, y muchos otros garabatos mentales en un cóctel tóxico que ha imbuido a mentes otrora eficientes de una conciencia animista. Tanto avanzar por entre los siglos para volver a dar con una religión primitiva como el animismo. Los animales sienten… y de ahí pasan alegremente a confundir «sentir sensaciones» con «sentir sentimientos».
Volvamos al cuento para terminar este recorrido… Actualmente encontramos cuentistas que se satisfacen anímicamente en crear cuentos donde el centro de lo que ocurre son los «sentimientos» de un animal. Y se quedan tan anchos.
Es el caso de Magela Baudoin, excelente cuentista boliviana que se ha perdido en esta bruma voraginosa de las reivindicaciones sociales, algunas plausibles (aplaudibles es que lo viene a significar el término plausible) y otras descabelladas que sólo se sostienen por la visceralidad y la inconsciencia de quienes las esputan.
A lo largo de la historia el cuento ha venido colocando en su centro al ser humano, porque es lo que le interesa a su receptor. Cuando hemos contado historias de animales o de extraterrestres, ha sido para reflejar debilidades humanas tomando cierta distancia a fin de enfocarlas externamente. Auguro que la senda emprendida por Magela Baudoin, que en la primera función del Encuentro Internacional de Cuentistas 2021 se desmarcó leyendo un cuento suyo sobre «los sentimientos» de una elefanta, entrará en una vía muerta y dejará a la autora huérfana y desarraigada del mundo del cuento cuando esta moda dengue y gazmoña pique en barrena.
Lo siento por Magela, que se quedará varada en esa senda abrupta y escabrosa que ha emprendido cuando a la vuelta de unos años toda esta moda woke cambie de golpe: su actual trabajo será desdeñado como la veleidad que es y el devaneo momentista que retrató.
¿Qué nos importa lo que le ocurra a un extraterrestre entre las cuifayas de su planeta natal? El cuento que cuenta un humano ha de contar historias que atañen a los humanos, aunque el humano no sea el protagonista: siempre ha sido así y así será, porque lo demás carece de interés para los humanos, únicos destinatarios del cuento. Los elefantes que cuenten historias de elefantes, y los delfines, de delfines.
Un comentario
El origen del mal (y II) - Qué cuento