Cuentos (y cuentistas) de los que huyo

27 de diciembre de 2021

He clasificado cinco tipos de cuento de los que huyo en cuanto los veo venir. De momento son cinco. No descarto que exista alguno más. Si reparo en algún otro, escribiré una apostilla a este artículo. Vamos allá:

1) Cuentos novela.— No me gustan los cuentos escritos con la técnica de las novelas. Si el cuento es bueno, no me importa la extensión (El chico de Pedersen, por ejemplo, que puede pasar de la hora y media de lectura). Pero ha de estar escrito con la técnica del cuento. Si detecto que está escrito con la técnica de la novela, aunque sean tres páginas, lo desestimo.

Ahora bien, ¿cuál es esa técnica de la novela? Pues es contar en la narración cosas que no vienen a cuento; es dar detalles irrelevantes; es no ir al grano; es perder el tiempo dando rodeos que nunca terminan. Evidentemente en un cuento de tres páginas no queda espacio para marear la perdiz. Pero cuando me topo con un cuento-novela sé que me esperan veinte o treinta páginas que no me van a contar nada. Me van a hacer perder mi tiempo, no aprenderé nada, acabaré desesperado, y por todo esto lo desestimo. A lo mejor era un buen cuento y me lo estoy perdiendo… Pues que lo hubieran contado con la técnica del cuento. Y es que no recuerdo haber leído ningún cuento-novela que me haya dejado satisfecho, que me haya enseñado algo para escribir, para mejorar como lector, o simplemente para recordar. Así que cuando me topo con un cuento-novela, antes de comenzar la segunda página lo desestimo.

2) Cuentos estampa.— Un cuento debe contar algo, algo que ocurre, no algo que es o que está. Si un texto narrativo no cuenta ningún acontecimiento, si un texto no me deja ninguna lectura –que no moraleja–, no es un cuento. Podrá ser otra cosa, igual estupenda en su género, pero no es un cuento. Y yo cuando me compro un libro de cuentos –un cuentario–, cuando dedico mi tiempo para sentarme a leer un cuento, quiero leer un cuento.

No todo texto corto es un cuento. Una redacción nos mandaban escribir en la escuela a la vuelta de una excursión. Recordarás que contábamos el viaje, pero no ocurría nada reseñable en él: íbamos, veíamos y volvíamos. Como mucho relatábamos una anécdota, pero la anécdota tampoco es un cuento. Si en clase había alguien con un espíritu simpático, dejaba en la redacción un chiste. Y el más poético se atrevía y describía una estampa. Pero ni redacción, ni anécdota, ni chiste, ni estampa son cuentos. Por muy literaria que sea la estampa, no es un cuento.

Hay cuentos de cuentistas publicados que no pasan de ser meras estampas que pretenden hacer pasar por cuentos. Nos largan cinco, siete u once páginas, y se quedan tan anchos. ¡Qué bien escribe!, dicen las comadres del club de lectura. Sí, escribe bonito, escribe fluido, usa las palabras apropiadas, pero contar, lo que se dice contar, no ha contado nada.

Meten una situación manida: mengano, que se separa de zutana, y cuando está solo se da cuenta de lo bien que estaba acompañado. Pero eso no es un cuento. A lo mejor si se lo hubiera trabajado un poquito más, terminando con una vuelta de tuerca…. No hay vuelta de tuerca pero sí se recrea en detalles banales: que si al abrirla se le derrama el escabeche de la lata de mejillones encima de la mesa y gotea sobre el suelo de la cocina formando un círculo rodeado de bolitas cual rosa de los vientos…, que si después de vagar por el parque observando a las parejas caminar agarradas de la mano se le ha olvidado comprar el pan de camino a casa y ha perdido la oportunidad de invitar a esa panadera tan mona… Ese autor nos pega dos o tres estampas, cierra con algún pensamiento personal, y espera que le llamemos cuentista.

Así pues, cuando me topo con un cuento-estampa, rápidamente lo desecho y paso las páginas del libro en busca del siguiente. El cabreo me sube cuando compruebo que en lugar de un cuentario me he comprado un libro de estampas. Por eso no compro libros de cuentos a no ser que lo pueda hojear, e incluso ojear algunos. Un texto bien redactado, bien escrito –como dicen las comadres–, bien estructuradito, no es un cuento si en él no ocurre nada. Nos presentan una foto fija de la vida de los protagonistas, una estampa… y esos textos los desecho.

3) Cuentos frankenstein.— Tal y como le ocurrió al monstruo del doctor Frankenstein, que fue armado con las mejores partes de otros cuerpos, pero cuando vivió carecía de alma, así les ocurre a algunos cuentos que son técnicamente perfectos pero carecen de chispa. Cuando me doy de bruces con estos cuentos, los desdeño.

Suelen ser cuentos escritos por técnicos en el género del cuento. Estudiosos, investigadores, pensadores o filósofos del cuento, que conocen todas las partes técnicas del cuento, todas las necesidades tácticas, conocen todos los mecanismos… pero arman un cuento-frankenstein sin chispa. Un caso paradigmático es el de Enrique Anderson Imbert. Un maestro de cuentistas (que no maestro cuentista) que escribió un tratado del cuento. Pero no he leído un sólo cuento suyo que no sea frío, apagado, sin alma. Sus cuentos son técnicamente perfectos, pero carecen de energía, de chispa, de calor, de vida.

Quizá, pienso, sean las pequeñas imperfecciones las que dan encarnación a un cuento, al igual que en las obras de artesanía las pequeñas irregularidades dotan al acabado de una personalidad propia, de un carácter diferenciador, de algo que tiene vida más allá de la técnica artesana impecable. He leído Teoría y técnica del cuento, de Enrique Anderson Imbert, y he aprendido mucho, y recomiendo su estudio cada vez que puedo. Pero he leído varios de sus cuentos, y si he aprendido algo de ellos ha sido gracias a mi criterio personal, porque sólo veo lo que no debe hacerse. Desdeño los cuentos-frankenstein porque me dejan frío, no me dicen nada; es como meterse al cuerpo una pastilla equivalente al aporte energético que supondría comerse un pollo asado: pastilla que no sabe a nada. Y yo quiero saborear el pollo, con su grasita, su textura y sus imperfecciones.

4) Cuentos sin final.— Detesto los cuentos sin final. No deben confundirse con los cuentos con final abierto. Un cuento con un final abierto te obliga a pensar en los diferentes caminos que se abren… es como si el cuentista te estuviera contando sin palabras todas las posibilidades que siguen a la lectura del cuento. Ya te ha ido dejando pistas durante la narración. Algunas incluso no las descubras hasta después de una segunda lectura. Pero están ahí, y aunque sea de forma subliminal, el lector las percibe. Cuando termina la lectura del cuento ese lector está en posesión de la información necesaria para vislumbrar esos finales que el final abierto deja en el aire. A mí estos cuentos con final abierto me gustan mucho. Pero los cuentos sin final los detesto.

No sé muy bien cuál es el mecanismo por el que un autor deja un cuento sin final. Quizá por cobardía para no matar al protagonista o causarle un daño irreparable. Quizá por vagancia, para no tener que escribir la parte más escabrosa. Pero un cuento sin final es como una lectio interruptus (tú me entiendes). Al carecer de final, a veces estos cuentos no pasan de ser una mera estampa, una imagen que el escritor nos deja ahí flotando sin asirla a ningún final. Muchas veces es impericia del autor, que se ha puesto a escribir el texto sin tener un final, sin saber adónde quería llegar (de esto trato en el siguiente apartado).

Estos cuentos no los suelo ver venir. Puede que estén narrados con la técnica del cuento, que tengan chispa, que ocurran acontecimientos en su narración… Pero en llegando al final al escritor se le encoge la mano, le entra una especie de flojera creativa y deja sin concluir el texto. Detesto que después de prestarle mi atención a un buen cuento, se extinga sin aportar ningún final. Repito: NINGÚN FINAL. Por contra, los cuentos con final abierto presentan sin hacerlo varias soluciones. Los que me gustan son cuentos CON final abierto y los que detesto son cuentos SIN final. Me da lástima que haya escritores muy célebres y muy celebrados que no diferencian entre CON y SIN.

5) Cuentos chicle.— Siento un desprecio irrefrenable por los cuentos donde el escritor comienza a escribir siguiendo una vaga idea, tejiendo la historia sin saber adónde quiere llegar. Funcionan así: encuentran un bocadillo en el suelo cuando caminan por la calle y se hacen una pregunta: ¿quién lo ha perdido? Y se contestan: un niño que llegaba tarde al colegio. Y vuelven a preguntarse: ¿y por qué llegaba tarde al colegio? Y determinan de forma arbitraria que es porque su madre, que trabaja de noche, salió tarde de trabajar y lo despertó tarde y el niño salió corriendo de casa. Y vuelven a cuestionarse: ¿y dónde estaba el padre? Y deciden que no tiene. Y sobre estas premisas dicen que arman su cuento. Son muchos los autores que alardean en sus charlas de seguir esta técnica del cuento-chicle: estiran una idea peregrina hasta que se rompe. Y a eso, sin sonrojarse, lo llaman cuento.

Un escritor famoso que lo ha reconocido públicamente es Haruki Murakami. Y se ha quedado tan ancho, como si los cuentos se escribieran así. En el otro extremo, un perfecto anodino como Carlos Castán, que se ha visto hace unos días en su primera medio popularidad abriéndole el micrófono en la FIL de Guadalajara. Y también se ha quedado tan ancho el tío. Si es que al decirlo se ve que se cree importante, como quien pretende sentar escuela, cuando lo que escribe él no es otra cosa que cuentos-chicle, los cuales desprecio. Del mismo estilo, y con bastante más presencia en el mundillo literario que el Castán, está mi paisano Pedro Ugarte, que en sus ponencias también declara escribir así sus cuentos (a mí se me cayó un cuentario suyo de las manos).

No es raro que estos textos reúnan los males de los cuatro anteriores tipos de cuentos aborrecibles. Como no saben adónde van a ir a parar, estos cuentos se llenan de detalles insustanciales que no aportan nada a la historia que cuentan, como ocurre en los cuentos-novela. Siguen escribiendo estos autores al tuntún, y como no tienen nada que decir, nos dejan dos o tres estampas de la vida de los personajes. Cuando voy llegando al ecuador del texto me doy cuenta de que son cuentos-frankenstein, muy correctamente escritos pero fríos por dentro. Y llegando a la suerte suprema, la de entrar a rematar la faena, el escritor se achica porque va escribiendo sin saber qué quería contar, o porque ha ido estirando el texto esperando que a cada salto de renglón la esquiva musa se le apareciera con un final apoteósico, y cuando ya el texto amenaza con convertirse en un testamento infumable lo dejan sin final, posando como misticones y que el lector interprete lo que ellos mismos ignoraban cuando empezaron a escribirlo.

A estos cuentos los desprecio. Quienes los escriben son tan inhábiles en su oficio que a sus cuentos se les ven los costurones, pero ellos se tienen por escritores de cuentos, como verás en la entrevista enlazada a Murakami, en la presentación de Castán y en la ponencia de Ugarte. Con el tiempo he ido desarrollando una suerte de instinto que me pone en guardia y me evita perder el tiempo leyendo este tipo de cuentos.

Los llamo cuentos-chicle porque el escritor los estira y los estira y los estira como si fueran un chicle mascado, esperando dar con la idea que salve un viaje a ninguna parte. Hay cuentos escritos de esta forma que son grandes cuentos, como el citado El chico de Pedersen, de William H. Gass. Cuando lo leí le vi algún asomo de costura, pero el cuentista fue tan hábil que supo disimularla en algún pliegue.

La curiosidad me llevó a investigar. Y supe que Gass escribió este cuento una tarde para olvidar un dolor de muelas. Pero el cuento, que es inusualmente largo, avanza, cuenta cosas, usa las técnicas propias del género del cuento, desde luego tiene mucha chispa, tiene vida, tiene calor propio, convirtiendo la insólita nevada entre la que transcurre la historia en un personaje más. Y por supuesto tiene un final. Sí que al autor se le alargó el cuento como ocurre a los cuentos-chicle, pero cada línea escrita, si no es necesaria para la resolución del cuento, es imprescindible para retratar el ambiente sórdido o la atmósfera tensa, para perfilar el carácter de cada personaje, para ofrecer un trasfondo que enriquece la narración. En mi opinión, si El chico de Pedersen no alcanza la categoría de Obra Maestra es por su inusual extensión, pero paradójicamente gracias a su longitud es que alcanza la categoría de Joya Literaria.

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